domingo, 25 de abril de 2021

LAS SIRENAS DE COCHE

Por Humberto Frontado



          Ocurrió una clara noche ya de madrugada donde se habían dado cita todas las estrellas habidas y por haber. Como invitada especial estaba una glamorosa e imponente luna preñada de equinoccio. De repente se rompió el profundo silencio que envolvía aquel constelado equilibrio nocturno.  Un agudo e intenso sonido macheteó la noche en dos y luego este se hizo intermitente, cada diez minutos y pico se dejaba escuchar. Era un sonido diferente a cualquier otro que se había oído por años en la Isla de Coche. Las mujeres y los niños lo percibieron como el sinuoso silbido de una brisa intensa; pero extrañamente los hombres lo escucharon diferente, lograron distinguir su gelidez y variados vaivenes.

          Era un lánguido aullido que de pronto se convertía en estridente lamento y más tarde en un ronco suspiro. Parecía ser expelido por un animal ardientemente herido. Al principio la gente concibió que provenía de uno de esos grandes pájaros de migración milenaria que acostumbran pernoctar por estos lares, deteniendo su peregrinar por un instante y emitiendo sus chirridos de atención, como para indicar a sus compañeros que había un sitio seguro para descansar un rato y luego marchar.

          El sonido era más intenso y ya tenía mucho tiempo expuesto, la gente de sueño liviano atraídos en su sintonía comenzó a inquietarse mientras lo escuchaba. Cada diez minutos y pico la multitud agudizaba el oído para sentir el penetrante e hipnotizador eco. Parecía una bocina haciendo un llamado a la alucinación perpetua. Algunos borrachos amanecidos frente al bar de Pedrito se percataron de aquella extraña resonancia y acordándose de algunos eventos que se habían suscitado años atrás, atribuidos a la inconciliable Llorona, corrieron raudos con paso nervioso a resguardarse en sus casas.

           Los más viejos y gechos del pueblo percibieron aquel gélido ruido con mucha más intensidad y raros vaivenes. Echando a un lado sus fallas de memoria, se perdieron en rancios sueños y recuerdos. Aclararon el agua turbia del pozo de sus memorias con una gruesa penca de cardón neuronal. Buscaron similitud, procedencia y significado en el espacio y tiempo sónico que los había envuelto hasta ese momento.

           Muchas personas acostumbradas a los recurrentes fenómenos meteorológicos en la isla agudizaron sus oídos y notaron que los aullidos provenían de la playa del bajo en Valle Seco, cerca de la ranchería de Chico Malavé. Los vallesequeros no pudiendo conciliar el sueño comenzaron a elucubrar sobre los inentendibles sonidos; unos pensaron que era algún barco fantasma perdido, que estando a la deriva había encallado en el bajo; otros pensaron que, en torno a la aparición de los pájaros, en vez de uno habían recalado varios de los pájaros y se turnaban en su canto, uno por uno hasta que amaneciera para luego retomar el vuelo.

            Así hasta casi amanecer se escuchó lo que fue el último clamor, se sintió más largo y desgarrador; a muchos les paró el pelo por el ardor que representó, detrás de él el silencio total de la indescriptible calma chicha, como decía la gente. El pueblo trasnochado por el sinigual evento se iba despertando con el bendito lloriqueo todavía en la cabeza, con la misma intermitencia y bemoles. Sólo los hombres eran los que continuaban escuchando aquellos lamentos, mientras que a las mujeres no les había afectado en lo más mínimo.

             A eso de las ocho de la mañana los habitantes del tranquilo pueblo comenzaron a intercambiar impresiones del raro acontecimiento y se movilizaron hacia donde creían habían salido aquellas extrañas sonoridades. Caminaron por la playa y se toparon con el viejo Cándido Frontado, quien en su paseo matutino por la ribera había encontrado restos de un animal varado en la arena. Era la cola de un gran pez que había sido arrastrada hasta la orilla por la marea.

           La gente conglomerada alrededor del amputado pez comenzó a dilucidar sobre sus características. Los pescadores más viejos coincidieron que el pez había sido cercenado por la propela de un gran buque. En lo que no se pudieron poner de acuerdo fue sobre el tipo de pescado que era. Unos decían que por su largo y tamaño podía ser un mero o un bebe de tiburón ballena; también podía ser un Bacalao o esturión que desorientado vino a parar por allí. Otros decían que por las escamas gruesas y su color verde azulado parecía que era familia del pez loro. La carne blanca y fibrosa los hizo pensar que era primo segundo de la lamprea, y que además por la distribución de sus aletas se asociaba a un pez espada. El viejo Cándido que ya tenía rato oyendo las disparatadas opiniones de los expertos forenses decide, por derecho, llevarse la posta de pescado ya que él se lo había encontrado. Se lo echó al hombro y carreteó con él hacia su casa diciendo.

          -         No sé qué pescao sea este,

                pero guisao o en sopa me lo como;

                no creo que extrañare su cabeza

                y mucho menos su lomo.

          Ante aquel rebulicio ocurrido temprano en la playa sólo una persona se había detenido a pensar sobre una posible relación entre aquella extraña criatura encontrada y los alaridos escuchados toda la madrugada. Fue el viejo Chico Malavé quien con su sapiencia y experiencia marina llegó a la fatídica conclusión de que el pedazo de cola de pescado encontrada en la playa pertenecía a una sirena. El longevo lobo de mar estuvo todo el santo día analizando con hechos pasados, que los sonidos eran lamentos emitidos por sirenas y lo que había recalado en la playa era un pedazo de ella.

          Chico habiendo consultado su sorprendente teoría con Tello Cova, otro veterano navegante, lo convido a ir a visitar a Cándido. Intrigados en saber lo que había hecho el viejo ermitaño con el pedazo de cola fueron a hablar con él. Ya en casa de Cándido, después de un corto saludo, Chico fue al grano y le preguntó sobre el destino del misterioso rabo. Ante la pregunta, el viejo se volteó señalando hacia un improvisado asoleadero, hecho con una vieja y seca retama, lo que quedaba de la sajada y salada cola, diciendo afligido. 

          -         No hombre paisano, esa vaina no me la pude comer, tenía un sabor amargo como a cirial de la punta. Cuando empecé a cortar la carne se movía y contorsionaba como hace la carne del morrocoy recién muerto; era demasiado fibrosa, parecía que estaba comiendo revuelto de guaraguao con guanaguanare. Mientras más candela le daba más duro y engrinchado se ponía el condenado. Las escamas las tuve que sacar una por una con mi picoéloro porque estaban como entrecruzadas, primera vez que veo esa vaina; además, con el calor su color verdoso se volvió más azul intenso y brillante.

           -         Caras compai eso si está bien raro, porque ni la tonina es así de mala como dice usted – comentó Tello quien había tenido una experiencia previa tratando de cocinar otros animales exóticos.

          -         Ve que ni los perros se la comieron – volvió a tomar la palabra Cándido -, recularon ante el plato y se fueron espitaos. Tuve que enterrar lo que había cocinado porque le cayó un mosquero de las grandes y verdes.

          Chico después de oír los comentarios de Cándido le confesó sobre la teoría que tenía sobre la misteriosa cola. El añejo misántropo se pasó las manos por la cabeza exclamando.

          -         ¡Carajo Chico! … si es verdad… tú tienes razón.

          El viejo pescador experimentado que había navegado por muchos años las costas venezolanas y Trinidad, había escuchado también muchas historias sobre la aparición de extraños seres. Una decía que las sirenas habían llegado a estos mares buscando encontrar sus amores perdidos en la eternidad. Los piratas y navegantes mercantes que entregaron sus vidas a la navegación perdieron su patria y se entregaron al mar. Muchas de sus esposas y amantes desamparadas se lanzaron al mar también en busca de sus maridos y enamorados convirtiéndose en sirenas.

          En algunas islas utilizadas por los piratas para esconderse se daban cita esas parejas y se juraban amor eterno, quedando unidas bajo las húmedas sombras. A lo lejos se escuchaban quejidos y lamentos de amor. Es posible que una de esas sirenas esperanzadas todavía en el limbo buscaba su amor perdido y encontró su segunda muerte.

          Después de transcurridos muchos años de este insólito acontecimiento se trajo nuevamente a colación cuando se perdió en el mar un jocoso y bonachón cochero. Se trataba de Justinito, alias Manicuare. Justinito acompañando a Nicole, un joven vallesequero, hijo de Pedrito, que era hijo de Pedrito Viejo, salieron un día en un bote a pescar por los lados de La Tortuguita cerca del pueblo costero del Yaque en Margarita. Durante la faena de pesca los tripulantes se dieron cuenta que el motor no encendía y el bote comenzaba a llenarse de agua. Nicole le dice a Justinito que la única opción que tenían era aferrarse al asiento de tabla y nadar hacia Coche. Justinito, que estaba amanecido y enratonado, supo que era cuesta arriba la propuesta diciendo que no estaba en condición de nadar, e insistió en quedarse a esperar el rescate. Ese fue el último instante en que Nicole lo vió, mientras lentamente se hundía el bote.

           Nicole recaló a las costas de Coche por los lados de la Uva y fue atendido. Participó lo que había sucedido a los pobladores y salieron comisiones de búsqueda para rescatar al desamparado Manicuare. Esa noche regresaron los botes vacíos de esperanza.  Al día siguiente salieron otros grupos esperanzados de encontrarlo con la luz del día, pero igual todo fue en vano. La gente que conocía a Manicuare, sobre todo los que a diario tomaban con él, decían que el muérgano había logrado hacer realidad su deseo de “reunirse algún día con una sirena y vivir con ella eternamente”.

 

Argentina, Buenos Aires, 25-04-2021

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