sábado, 29 de febrero de 2020

EL ARLEQUÍN RUSO


Por: Humberto Frontado

           
    En la década de los noventa apareció en mi pueblo un curioso personaje del cual se hablaba muchas cosas. Se decía que era héroe de la segunda guerra mundial y que unas medallas que tenía lo constataba. También se escuchaba que era de poco hablar y que lo hacía con el propósito de ocultar su acento ruso. Su casa la tenía en las afuera del pueblo, al pie de un cerro frente a la playa de Catuche. La había construido con sus propias manos, siguiendo sus costumbres, usando barro y paja encontrados en la costa. A las lodosas paredes les incrustó algunas conchas y caracoles para reforzarlas. El techo lo fabricó de retamas cubiertas con algas secas y unas hojas de palmeras. El patio lo tenía adornado con varias esculturas de extrañas formas, hechas con los objetos que día tras día encontraba en la orilla de la playa y que eran traídos por las olas.
    Un día, después del escampar de una lluvia mañanera, el sol salió en todo su esplendor. Eso me animó a hacer un recorrido por la playa con mi vieja camioneta Ford. Sin darme cuenta fui a parar cerca de las rancherías ubicadas en las hermosas playas de Catuche. Allí estaban algunos conocidos reparando sus redes de pescar, y preparando el fogón para el desayuno. Saludé a los presentes e intercambié comentarios con los más allegados y primos. Les pregunté por el paradero del señor ruso que estaba por esos lados y al unísono contestaron señalando hacia el otro lado de la playa.
    Dejé la camioneta y me fui a pie ya que el camino hacia esa zona se hacía un poco patucoso y se podía atollar la camioneta. Habiendo caminado unos quinientos metros noté una pequeña vivienda de la cual salía humo por una especie de chimenea erguida sobre el abigarrado techo. Vacilé un instante, hasta que decidí saludar al extraño personaje. Frente al curioso portón hecho con los restos de una oxidada puerta de nevera, di los buenos días sin obtener respuesta. Subí un poco más el volumen de voz y saludé nuevamente; esta vez oí salir un ronco grito desde el interior de la casa. La puerta se abrió lentamente y apareció caminando pausado un hombre flaco alto, curtido por el sol, con una espesa y larga barba blanca. Se colocó la mano en la frente haciendo una visera para aclarar la vista y contesto el saludo.
     -      ¡Buenas!... ¿que desea?... ¿y tú quién eres?
    Me acerqué más a la improvisada puerta y contesté. 
     -      Soy el Catire de Quintina, nieto de Leocadia de Valle Seco.
     El viejo se pasó la mano por la barba, como un gesto de aprobación y con la mano me hizo seña para que entrara. El viejo estiró la mano amablemente y le respondí el saludo. Estreché su mano y sentí que había agarrado un pedazo de cuero áspero y salitroso. El asintió y apretó la mano con vigor, demostrando que no era tan viejo, pero de una forma muy particular que solo la desciframos nosotros los masones. Intercambiamos una sonrisa simultáneamente y me dijo. 
     -      Hermano, gusto en conocerlo, estoy a sus órdenes.
    Resulto ser que aquel incógnito hombre era mi hermano masón. El anciano me llevó al interior de la cabaña y me arrimó, para que me sentara, un singular taburete hecho con cajas de cerveza. Él también se sentó en uno más grande hecho a su medida. Antes de que me preguntara a qué se debía mi visita me le adelanté y le dije. 
     -      Hermano, ya he oído hablar bastante de usted; es más, se ha creado una serie de mitos exagerados de su estancia por aquí. Pero mi presencia en verdad es que deseo ser su amigo y ahora su hermano, para ayudarlo en lo que pueda.
     El viejo levantó sus cejas y movió su cabeza asintiendo y agradeciendo mi gesto, diciendo mientras caminaba. 
     -      Me imaginé que venias a preguntar por los burros que han desaparecido – con una mueca de asombro en mi cara, le contesté negativamente moviendo la cabeza y así continúo hablando – ya otros han venido a preguntar por eso, hasta el mismo Jefe Civil vino. Es verdad que, por mi tradición cultural, tengo apetencia por la carne equina. Es nuestra costumbre en Rusia comer carne de caballo, mulas y burros; pero allá en mi tierra esos animales están en estado salvaje o en granjas y su carne se come en restaurantes o se compra en carnicería especializadas. Yo sería incapaz de adueñarme o matar un burro ajeno para comérmelo; todos esos asnos tienen dueños y están marcados. Cuando estoy por los cerros he visto gente que los mata y descuartizan, solo dejan las tripas y el cuero para los guaraguaos; las partes con carne la meten a una lancha y la llevan a Margarita; dicen que, para alimentar los tigres y leones del zoológico de Porlamar o de algún circo que esté de visita. 
     Mientras el paisano hablaba notaba su fluidez y elocuente léxico. No pude contenerme y le pregunté. 
     -      Paisano… ¿y de donde en verdad es usted? 
    -      En verdad si soy ruso, viví en el campo hasta los dieciocho años y me uní al ejército rojo. Luchando en la segunda guerra mundial en el cuarenta y cuatro deserté del ejército alemán, al cual obedecíamos, y me fui a unirme al francés de liberación; tengo honores y hondas heridas por mi actuación. Me ha visitado la muerte varias veces. Terminada la guerra me vine a Cuba y formé parte de la guerrilla que conformó Fidel para su revolución en el cincuenta y nueve. Abandoné la milicia y me fui a México donde viví durante catorce años. Estuve recorriendo ese país de cabo a rabo siendo parte de los artistas que trabajaban en uno de los circos más grandes y famosos de Latinoamérica. Mi papel era de arlequín. Salía a escena ataviado de un ceñido traje de rombos multicolores, una almidonada gargantilla blanca y un sombrero de espigas curvas terminadas en cascabeles. Hacía juegos malabáricos con unos discos, pelotas y todo tipo de objetos. Me casé con una hermosa chata que me dió tres hijas. Mi mujer me abandonó, y que, por el tipo de trabajo que tenía, en verdad los atendía muy poco y me arrepiento de eso. Hoy solo me quedan el recuerdo de aquellos bellos momentos.
     El ruso hizo un pequeño descanso y suspiró profundo; los ojos grises catarata se le humedecieron y continúo diciendo pensativo. 
     -      Aquí en este paraíso he conseguido paz y tranquilidad. Llevo aquí cinco años. He trabajado con mis manos construyendo esta casa y eso me hace sentir vivo.
     Con la última confesión del viejo sentí un dejo de querer terminar aquella amena charla. Lo entendí y me levanté del improvisado taburete. Le extendí la mano y le agradecí su atención. A partir de allí logramos una singular amistad; nos reuníamos frecuentemente, siempre que venía a visitar al compadre también lo visitaba a él para contarnos cosas de nuestras vidas y a veces algunos cuentos.
     En una oportunidad me sorprendió cuando me contó que estando en Cuba conoció y fue amigo del comandante Ché Guevara. El argentino en confidencia le comentó su disgusto por la forma de actuar de Castro y el camino que llevaba la susodicha revolución. Él le respondió que estaba por repetirse lo que había sucedido en su país. Fue ese momento el que lo indujo a tomar la decisión de ir a México, no quería vivir dos veces la frustración y manipulación del omnipotente comunismo.
     Estuve visitando durante tres años al arlequín ruso; siempre me acompañaba en el singular viaje a Catuche el servicial amigo Justinito, alias Manicuare. Una semana después de haberlo visitado regresé a su casa y vi algo inusual: no salía humo por la empinada chimenea. El portón estaba abierto y daba la sensación que había sido desocupada, se veían tiradas cosas en el suelo. Manicuare, que había revisado el interior de la vivienda, me mostró el estuche vacío donde antes habían estado guardadas por años las oxidadas medallas de honor. Salí de la casa con más dudas que tristeza. En vista que no había nadie en la ranchería cercana me fui directo al pueblo del Cardón; allí busqué a mi compadre Porfirio quien estaba sentado leyendo un libro en su silla recostada a la pared. Después de echar un negro escupitajo de tabaco que aterrizó en el suelo ya teñido de alquitrán, me miró y sospechando el propósito de mi visita me dijo pausado. 
     -      ¡Que vaina compadre!… así que el viejo se marchó sin despedirse. 
     -      Si cumpa…no entiendo, hay algo raro en esto – dije eso por decir algo y el Compadre me contestó. 
     -      Según el malalengua de Ñoquinto; él y que escuchó en Güinima que habían llegado unos tipos catires hablando raro y arrestaron al ruso en el camino yendo a su casa, se lo llevaron en un jeep de la guardia. 
     -    Vas a ver Porfirio que se van a escuchar historias más locas que esa. En verdad, yo creo que el viejo arlequín cumplió con el juramento que les hizo a sus hijas y a su mujer; él les prometió que las volvería a ver en alguna playa.

                                                 Venezuela, Cabimas, 12-11-19.

lunes, 17 de febrero de 2020

¡¿QUIÉN TE HABRÁ CORTAO´ER MARUTO?!



Por: Humberto Frontado


     ¡¿Quién te habrá cortaoér maruto?! es una vieja expresión del oriente del país y se usa para reprocharle, odiosamente y con cierto matiz de jocosidad, a alguien que acaba de meter la pata en una acción. Ese mal proceder de la persona, al que nos referimos, puede ser con o sin intención y a veces por equivocación. En la isla de Coche, donde su uso es frecuente, la reprimenda se hace, más que todo, a un conocido o a un familiar ya que puede traer efectos colaterales.
     La expresión, en su contexto, responsabiliza directamente al individuo que ejecutó el corte del cordón umbilical durante el parto del torpe cristiano. Se cree que el partero en su labor deja cierto fulgor de su condición espiritual y emocional en el atendido. En tiempos remotos se acostumbraba que el trabajo de alumbramiento y corte del umbilical lo ejecutara una comadrona o un práctico; para los habitantes del pueblo ellos representaban conocimiento y generosidad; habían forjados una historia de confianza hartamente conocida.
     Era tan importante los lazos entre los parteros y comadronas con la comunidad que la atención de un nacimiento los distinguía con el honor de hacerse compadres de los progenitores del recién nacido a partir del servicio. Cada muchacho que atendían la comadrona era su ahijado; se daba el caso que ella podía ser recomadre hasta doce veces, era más que una hermana para una parturienta. De allí la importancia de cuidarse al decir la resbaladiza expresión ya que el aludido podía ser un familiar y lo más seguro es que fuese nuestro padrino.
     Imaginemos que después de decir la impertinente frase haya algún presente que nos dé ésta respuesta: esa(e) fue; la vieja Genarita Córdova de Valle Seco, San Pedro de Coche; la comadrona más güena, Margarita Soto en Punta Icotea, Cabimas, Zulia; Don Pancho Sánchez en Sabaneta, Coro, Falcón. Estas y otras personas acumularon por años varias generaciones que fueron atendidas en su nacimiento.  Muchos conocimos de nuestras madres o algún familiar esa información, que puede ser banal para algunos e importante para otros.
     En la búsqueda del origen de la bellaca expresión empezamos por descifrar la presencia e importancia del maruto en el tiempo. Primero indicaremos que hace su aparición desde el momento en que la matrona, atendiendo un parto, hace el corte del cordón umbilical. Ese resultante (ombligo cutáneo) que queda adherido a la panza se cae entre una a dos semanas después; anidará entonces una cicatriz que tomará el prolijo nombre de ombligo, maruto, cachimbo, y otros apodos más dependiendo del pueblo o país donde estemos.
     Con el paso del tiempo lo normal es que se vaya metiendo en la piel, en la propia sutura umbilical. Hay algunos niños que les queda el ombligo hacia fuera como una pequeña tropa de elefante; y otros ya más grande adoptan el hábito de chupar alguno de sus dedos y con la otra mano se jalan el cachimbo y lo hacen aflorar. Aún se acostumbra a reducir los marutos brotados colocando una moneda que cubra la cicatriz y se asegura con una tira de tela que de vuelta a la cintura.
     Se dice que en tiempos lejanos el resto del cachimbo que quedaba con su placenta eran enterrados en algún lugar de la casa. Si provenían de una hembra se sepultaban en un hueco horadado en algún rincón de aquel piso hecho de barro; si era de un varón se ocultaba en el patio, pegado a una de las tapias divisorias o próxima a la cerca hecha de retamas y cardones. Esa ubicación de aquella extraña plantación garantizaba a futuro que la hembra fuera hogareña, apegada a los quehaceres de la casa; mientras que los machos se aferrarían a la responsabilidad de la brega en el campo y la siembra.
     Se pensaba también que esta costumbre ancestral venía por el designio de los padres de atar a los hijos a la comunidad. No era bien visto a los que pretendían emigrar a otros pueblos. Había una expresión que aludía a los que partían hacia otros lares: “Déjenlo tranquilo… que ese va a regresar…él tiene el maruto sembrado en este lugar”.
     Si analizamos la expresión desde el punto de vista antropológico encontramos que el ombligo humano, tomándolo como un fenómeno aislado, puede parecernos algo que no tiene sentido ni importancia. Dicho por los que saben, es muy poca la atención que le prestamos a la importancia que tiene nuestro origen trascendente (Usando una percepción filológica de “Victor Frankl”). En ese sentido, la única forma de entender el maruto es viéndolo en el contexto de su historia prenatal, y allí está la referencia del origen del hombre con respecto a su madre.
     En claras y diáfanas palabras el cordón umbilical es la vía por donde transita todo un flujo de información consciente e inconsciente. A través de él se lleva a cabo el intercambio emocional entre el ser que está por nacer y su madre. Toda esa información a lo largo de nueve meses nutre al infante. Captará momentos de felicidad, alegría y otras cosas buenas; pero también recibirá muchas otras de angustia, dolor y preocupación. El líquido amniótico sirve de aislante que amortigua sonido y movimientos perturbadores. El bebé flota como un astronauta en el vacío del espacio que solo tiene el umbilical que lo conecta a su seguridad existencial. Por eso la importancia extrema de ese cable conector en el momento cuando se ejecuta el cese de información a través del corte.  
      Otrora encontramos a esa persona que cortó tantos maruto con las manos: todavía impregnadas del olor del nepe para los cochinos; ardidas de estar pilando maíz o recoger leña en el monte; salobres por haber cargado o amarrado sacos de sal en la salina y también por haber salado pescado; aun manchadas de sangre de gallina o de puerco acabados de matar. Esas manos toscas y fuertes para el quehacer diario, en ese momento crucial se hacían suaves, delicadas, para hacer el trabajo de parto y el corte preciso, tierno y menos traumático que extinguía ese flujo sentimental.
     Esa incisión, según las comadronas, marcaría al inocente en sus acciones futuras.     La comunicación sensitiva que había entre la madre y su hijo se interrumpe físicamente, pero se trasmuta a otro plano comunicacional más etéreo, sublime que hasta este momento no lo hemos podido concebir del todo. Eso solo lo entiende y siente una madre con su hijo.
     Este significado místico que en antaño tenía esa separación entre dos seres y que luego se uniría, pero de otra forma, se ha perdido en el tiempo. Actualmente un médico de guardia fácilmente puede atender cinco y hasta más partos, cortando ombligos a diestro y siniestro, sin ningún tipo de arraigo sentimental, sin ese sentimiento irrigante de unión que significa vivir en familia, en comunidad.
     El maruto es la primera cicatriz que anotamos en el centro mismo de la bitácora cutánea de nuestro cuerpo, que después serán tantas que por el número y tamaño de ellas nos definirán como muchacho desobediente, pícaro, inquieto, etc. La indeleble cicatriz del cachimbo será de varias formas hundido, brotado, liso, nudoso, tímido, extrovertido, chiquito, generoso, etc. La sorda definición que le dan los médicos lo hace ver como algo sin valor e insignificante. Pero ese desconocimiento hacia él y su origen transcendente nos separa de su importancia.
     Ese botón de piel fue simbolizado desde los tiempos bíblicos y en nuestra cultura precolonizada, antes de la llegada de los barbaros europeos. Él fue y será referencia folclórica de las creencias del simbolismos sexual y conductual de nuestra especie. Hasta el punto de convertirse en el foco de una zona funcional orgásmica, es el preámbulo al placer humano en una buena y saludable práctica sexual. No olvidemos que él es un elemento que nos acompañara por el resto de nuestras vidas y siempre nos recordara de dónde venimos.
     La creencia ancestral es que su forma dependerá del corte que haya hecho el partero, ya sea por su tamaño o volumen y dependiendo de eso discurrirán hacia el niño ciertos ingredientes que amalgamarán su comportamiento. Es allí donde nace la responsabilidad directa del que hizo el bendito corte.
     En el aspecto teológico relacionado al maruto tenemos pasajes bíblicos que nos demuestran históricamente el valor de su significado. Sin embargo, hay que aclarar que son segmentos escritos y dependen de una interpretación. No se entiende porque eruditos hermenéuticos bíblicos le dan una traducción tan esotérica y sin sentimiento a algo tan tierno y sensiblemente narrado, por ejemplo: En “El cantar de los cantares” (Capitulo 7 Versículo 7:2) el Rey Salomón lo define como: (…) "Tu ombligo es un ánfora redonda donde no falta vino". En la paleógrafa explicación se tiene que el licor es una mezcla de vino y agua; donde el vino representa el gozo y la llenura del Espíritu Santo; el agua es la Palabra de Dios. Debe haber una buena razón para torcer lo que tácitamente se está leyendo. Y más aun tomando en cuenta que son hombres y mujeres los que participan en estos pasajes. No se entenderá y no vale la pena hurgarlo, por eso lo dejamos hasta allí. En conclusión, el maruto ha sido y será el mismo a través del tiempo.
      Conseguimos también un enfoque de liderazgo empresarial que alude al omnipresente ombligo. Se trata de un llamado de atención que se hace a las personas que se lo pasan viendo siempre su maruto. En otras palabras, son seres que viven enfocados en sí mismo y les cuesta ver las cosas que les rodea. Mientras caminan van viendo sus cachimbos y no se dan cuenta de los mensajes que les presenta el camino. Estamos tan concentrados en descifrar y entender nuestras propias fuerzas y debilidades que no nos damos libertad para ver alrededor y despejar las ideas. También se relaciona el orgullo “con mirarse el maruto”. El orgullo puede ser el exagerado o disminuido talento personal que podamos tener. En el caso negativo buscaremos una excusa siempre para justificar nuestro fracaso, nos cegamos en buscar ayuda y solo confiamos en nosotros mismos.
       No podemos negar, que el ombligo ha sido fuente de mitos, fantasías, tabúes y veneraciones, y es naturaleza nuestra buscar un significado, una utilidad, un simbolismo a esa concavidad que todos poseemos. Hay una fábula turca que dice: “después que Alá dio vida al primer hombre, el diablo se sulfuró tanto, que escupió candela sobre la barriga del recién nacido dejando en ese lugar un pequeño agujero”. En este caso los turcos son los únicos que si tiene la respuesta clara de quién les corto el maruto. Ya para finalizar, de seguro también debe haber una partera en Cúcuta, Colombia que se debe estar lamentando de haber cortado el ombligo del maquiavélico Maduro en Venezuela. Ya para finalizar hazte una pregunta: ¿quièn me habrá cortao el maruto?

miércoles, 12 de febrero de 2020

LA SANTIGÜERA



Por: Humberto Frontado


     Estando en la escuelita de la maestra Rosario, que para ese tiempo era kínder y guardería, comencé a sentir algo de fogaje y malestar en el cuerpo. Días antes había vivido el episodio de contagio de sarampión junto a mi hermano. Las enfermedades venían una detrás de otras. Ya unos meses antes me había dado paperas y lo recordaba muy bien porque me colocaron un pañal de tela blanca que me cubría los cachetes; lo ataban encima de la cabeza con un nudo del que salían dos lazos parados que parecían dos orejas de conejo almidonado. Eso fue suficiente para que mis hermanos estuvieran con la “mamadera de gallo” todos esos días.



     Con el sarampión me embadurnaron de pie a cabeza con un agua blanquecina que llamaban Caladril. Parecía un mismo muñeco de yeso. Tantas enfermedades seguidas hicieron pensar a mis padres que había que hacer algo al respecto. No era normal que un muchacho a esa edad estuviera todo el tiempo enfermo. Lo primero que pensaron era que me habían echado “mavita”, “mal de ojo” o alguna brujería. Inmediatamente mi mama, ni corta ni perezosa, concertó una cita con la señora Carmen. Ella vivía cerca de la casa casi fondo con fondo; para ese entonces no había cercas que separaran las casas en el campo.

     La señora Carmen era católica y además faculta; se caracterizaba por tener en su casa un bello altar donde rezaba y santiguaba a la gente, especialmente a los niños. Se decía que su poder de sanadora de almas lo había adquirido por una cesión de la persona que la había santiguado a ella cuando era niña. Ese señor notó en ella algo especial, sintió que la envolvía un halo sanador. Al transcurrir el tiempo el señor, ya viejo, se enfermó y busco ceder sus poderes de curación a otra persona y se acordó de Carmen. Le hizo entrega de unas papeletas escritas por él. Allí estaban anotadas diferentes oraciones, una para cada acto especial de despojo del mal.

     Aquella tarde llegamos a la hora pautada entre la señora y mi madre; por la forma amena como se saludaron entendí que ya se conocían. El altar estaba en un rincón de la sala cerca a la entrada, en él había varios santos blancos y otros negros, así como algunas vírgenes todos ellos entre velas y flores. 

     La señora Carmen se colocó un collar, conformado por un poco de metras marrones, alrededor del cuello con un gran crucifijo. Meditó un instante y tomó una profunda respiración que se oyó en toda la sala. Con un movimiento de su cabeza indicó a mi mamá que me colocara frente a ella. Me puso su pesada mano encima de la cabeza y comenzó a rezar. A medida que lo hacía daba cierta entonación a sus palabras subiendo y bajando la voz; la intensidad de la presión en mi cabeza respondía a los mismos ciclos. Así estuvo como veinte minutos. Al terminar el rezo se quitó el crucifijo y se persignó con él y luego lo hizo conmigo. Con un movimiento delicado se desplazó hacia mi mama diciendo.

     – ¡ya está listo!

     Mi mama la miro con cara de satisfacción y me pareció que le entregó algo disimuladamente. Debió haber sido alguna limosna o diezmo por el servicio recibido.

A partir de allí quedé sanado, todas esas malas intenciones hacia mi desaparecieron debido a la santiguada. Lo cierto es que después de unos días me dió lechina y otra vez me pintaron de blanco; lo cumbre fue que a mí me envaino más días de lo que le daba a los demás, así me lo recordaba mi mamá.

Venezuela, Cabimas, 24-04-17

lunes, 10 de febrero de 2020

MEMORIAS DE UNA DIESTRA


Por: Humberto Frontado


        Era como las cinco de la mañana cuando desperté obligado por un dolor agudo en mi mano derecha. Me dí cuenta que mi diestra había estado de cojín entre mis dos rodillas durante varias horas. La pobre mano estuvo bajo el peso de la pierna derecha ya que estaba acostado en posición fetal hacia el lado izquierdo. Ya boca arriba comencé a estirar la mano y hacer movimiento para desentumecerla. La abría y cerraba por varios minutos hasta que caí nuevamente dormido. Inmediatamente quede sumido en un sueño protagonizado por mi mano derecha en el que me contaría, con lujo de detalle, su histórica epopeya. Con una luz que salía desde su palma comenzó a proyectar sus memorias en una gran pantalla. Podía ver en detalles todo lo que estaba exponiendo.

         Apareció una imagen de cuando era recién nacido; la pequeña e inocente mano estaba posada en el pecho de su madre que le daba el nutrimento de calor y energía. Entendí que a través de ese contacto se desarrolla nuestra existencia. Continuo con otra imagen donde esa pequeña mano se aferraba a un dedo pulgar bastante grande y áspero con algunos tiznes de carbón, dejado por alguna olleta, y en su uña residuos de masa de maíz recién amasada. No quería dejar de apretar ese dedo, parecía que era su continuidad. Otra imagen fue sobre un efímero apretón delicado y amoroso de un orgulloso padre; parecía que hacia la promesa de que iba a prestar más atención a esas manos cuando estuviese más grande, justo en el momento cuando decidiera tirar una piedra o una pelota.

       Comenzó a crecer, se hizo más fuerte, podía apretar y tomar cosas con seguridad y fuerza. Esa confianza le permitió incursionar en la escritura, pintura y más tarde con un poco de rudeza a la escultura. Podía amasar arcilla casi sólida hasta hacerla maleable. Comenzó a diferenciar lo bueno de lo malo y a tomar lecciones de boxeo para defender el resto del cuerpo. Comprendió que necesitaba en ocasiones el apoyo de su gemela, la olvidada mano izquierda; la pobre intentaba a veces iniciar una acción, pero al final quedaba relegada, nunca le dieron responsabilidades importantes.
Las imágenes todas secuenciales eran nítidas y precisas, dejando claro el mensaje que me daba mi entrañable amiga mi mano derecha. Una imagen embarazosa fue en mi adolescencia cuando encompinchada con mi volátil mente rompió mis votos de celibato. Siguió su camino levantándose en alto para criticar y mostrar su carácter. Abrirse oportunamente ante la presencia de alguien para iniciar su aceptación y confianza; también a veces para detener alguna acción injusta.

       En su adultez esa mano me demanda que ha sido usada como martillo, alicate de presión, destapador extremo, destornillador; casi una navaja suiza para todo uso. Las cicatrices en ella conforman un mapa histórico de mi desarrollo. Ese registro de heridas es prácticamente su memoria. En la oscuridad son nuestros ojos, permiten desplazarnos entre obstáculos. En ocasiones especiales disfruta cuando se integra a su gemela para aplaudir un evento familiar.

        Cuenta que a veces tocando el cuatro o la guitarra en su delirio desaparecen sus achaques y dolores. En su niñez hizo un trato vergonzoso con mi nariz para que el dedo índice la acicalara; ese pacto aún se mantiene. De ese dedo tengo que estar pendiente siempre porque quiere liderar a su grupo, tomándose atribuciones y haciendo señalamiento que en ocasiones nos deja mal a todos. Por cierto, él fue el que apago el proyector y me despertó.

 02-04-17

EL BUSCAENTIERROS

Por:  Humberto Frontado



     Eran las cuatro de la mañana cuando, acostado en la hamaca, me despertó las ganas de orinar. Con los ojos entreabiertos voy dando forma de lo que, en penumbra, veía en el techo a medida que se aclaraba la vista. Moví la cabeza hacia el lado derecho y enfoqué la mirada hacia el oscuro rincón. De pronto, distingo una silueta, que progresivamente se iba aclarando. Era un hombre de tez negra, vestido con ropa de lino blanco, con un sombrero de pajilla también blanco. Cerré los ojos lentamente, esperando que lo que había visto era parte de algo soñado; era algo que no había podido distinguir bien en la oscuridad. Abrí los ojos nuevamente y pestañé intermitente varias veces, para aclararlos, antes de volver a enfocar hacia la esquina. Soló estaba allí la calichosa pared, que en ese momento enmarcó una copiosa nube de dudas que invadió mi mente. Cerré los ojos de nuevo y el miedo me hizo desistir de la idea de ir a hacer pis al final de aquel oscuro patio. Había que atravesar un largo pasillo con árboles y otros cuartos. En fin, el sueño venció y me quedé dormido hasta que amaneció.
     Al despertar, y con intensas ganas de orinar, todavía tenía clara la imagen del mulato almidonado flotando en la blanca esquina. Ya con el cuarto iluminado, por el sol mañanero, miré el misterioso lugar, detallé el área que había ocupado aquella extraña figura. Me levanté de la hamaca y la recogí dejándola guindada, atada con sus cabuyeras. Había dormido esa noche en el cuarto de los primos, en la casa de mi tía Juanita. Comencé la rutina diaria, caminé hasta las matas de plátano, que estaban al final del estirado patio y por fin oriné a raudales. Ya en la cocina mi tía me dió un pocillo con café y lo bebí de un sólo envión; al ver aquella acción exclamó.
     - ¡Muchacho!... te tragastes el café caliente como si nada. Parece que tuvieras “galillo de diablo”.
    En verdad, quería irme rápido porque mama me estaba esperando en casa de abuela para desayunar. Pretendía, también, contarle pronto lo que había sucedido. Mi madre me tenía servido otra taza de café y una arepa con mantequilla; ese era una comida imperdible. Pidió que me sentara rápido en el taburete de la abuela antes de que ésta llegara; a veces se entretenía recogiendo las uvas de playa que caían de la mata. Aquella suculenta arepa la devoré en un santiamén. Al entregarle el plato vacío a mi madre le dije inquieto.
-      Mama cuando me desperté, en la madrugada para ir a orinar, vi en el rincón del cuarto la imagen de un hombre negro vestido de blanco.
    A medida que contaba la anécdota, hacían presencia en la cocina mi abuela Quintina y mis hermanos. Mi madre comenzó a reírse a carcajada asintiendo con la cabeza y mi abuela también sonrió maliciosamente. Llegando al final de la narración, mi madre me pasó la mano por la cabeza y dijo muy tranquila.
     - ¡Ah sí!, mijo… ese es Simón Bermúdez. A mí también me salió una vez, hace muchos años atrás y en el mismo cuarto. Él anda buscando a alguien para decirle donde está ubicado lo que enterró.
    En ese momento llegó la bisabuela Leocadia tanteando las paredes, debido a su ceguera, y mi mama sin mucha alharaca le contó brevemente lo sucedido. Mi bisabuela exclamó. 
     - ¡Ah cará!... otro más. Hasta cuando va a estar jodiendo ese hombre con esa vaina.
     Mi abuela le contestó.
     - Será hasta que alguien encuentre el bendito entierro.
    Yo no entendía lo que estaba sucediendo. Esperé que mi abuela se desocupara para que me aclarara todo; ella era mi confidente y tenía una forma plausible de contar las cosas: hasta lo más escabroso e inteligible ella, con un sencillo ejemplo, lo hacía visible. Caminé hasta el fondo del patio de la casa y allí estaba ella lavando su ropa. Le pedí que me explicara lo que estaba pasando y con una sublime calma, mientras exprimía, me dijo.
     - Mijo, lo que pasa es que Simón Bermúdez fue un hombre de mucha plata. Además de comerciante estaba metido en el negocio del contrabando de mercancía, desde las islas del Caribe. Él vivió y murió en esa casa que está al lado de la de tu tía Juanita. Se dice que, presintiendo la muerte, agarró toda su plata y la enterró en algún lugar de su casa. También, se dice que: “su alma estará en pena hasta que algún cristiano desentierre el cofre con las morocotas de oro”. Si quieres pídele a tu madre que te cuente: ¿qué fue lo que le pasó?... cuando quiso sacar el entierro.
     Fui en carrera a la cocina para hablar con mi madre y ya había salido hacia la casa de mi tía Juanita. Cuando llegué al encuentro de las dos hermanas mi tía me dice con una sonrisa.
     -  Así que a ti también te salió el viejo Simón, …!que vaina carajo!.
    Moví la cabeza asintiendo. Miré a mi madre con una expresión de angustia y le conté que había hablado con mi abuela. Le pedí entonces que me revelara lo que había sucedido cuando pretendió sacar el entierro. Mi madre comenzó su relato diciendo.
     - Bueno mijo, si es cierto, a mí también me salió Simón en ese mismo rincón donde se te apareció. Yo estaba muchacha y le conté todo a mi tío Chico, porque papá estaba navegando en ese momento. Tío me dijo desafiante: “hay que ponerle fin a esa cuestión”. Nos pusimos de acuerdo para ir a buscar la preciada vasija a las doce de la noche: esa es la hora en la que se acostumbra sacar los entierros. La casa de Simón estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Las puertas y ventanas estaban rotas; los vecinos usaban el recinto para guardar los burros. Llegué algo nerviosa, al frente de la casa, acompañada de mi tío que traía una pala y una lámpara de querosén encendida. Entramos a la hora pautada y comenzamos deseosos buscando el destello de luz que nos indicara donde estaba el sitio exacto del entierro: según el mito esa luminosidad la señala el difunto para facilitar la búsqueda de lo escondido. Si la luminosidad es rojiza, se trata de oro; sí es blanca, de seguro se trata de plata. Caminamos, revisando toda la casa y el patio, sin obtener resultados; lo hicimos dos veces por si acaso. A las doce y media le pedí a mi tío que nos fuéramos; sin mostrarle miedo le dije: que lo que hacíamos era una pérdida de tiempo y nos marchamos del sitio. Mi tío Chico, atado a una esperanza, después de transcurridos unos días, me contó que había hablado con gente que habían encontrado otros entierros, y ellos coincidían en que no se había dado el asunto porque “tío había estado presente y no había sido invitado”. Me sugirió entonces que tenía que ser yo sola la que tenía que buscarlo. Le dije, algo molesta, que yo no iba a hacer eso; en ese momento juré que yo no iba a buscar más esa vaina y le dije: que lo busque otro si quiere. 
     Después de la desconcertante confesión de mi madre yo también le perdí interés al tema de los entierros. En una oportunidad que tenía que ir al muelle a jugar con los primos atravesé caminando la vieja casa de Simón toda destartalada. Me detuve un rato examinando sus dimensiones, ubiqué imaginariamente sitios estratégicos donde el difunto podía haber escondido la apetecida botija de morocotas. Con un palo de retama escarbé superficialmente, como esperando encontrar alguna señal.  Después de un rato de intermitentes tanteos escuché pasos, detrás de lo que quedaba de pared, me asomé y no vi nada. Un gélido corrientazo siquitrilló todo mi cuerpo. Sin ponerme a buscar explicación al hecho eché a correr despavorido, llevándome por delante algunas retamas y tunas que había en el camino; ya cerca del muelle detuve un poco la carrera en un disimulado trote. Me encontré con los muchachos y nos pusimos a jugar el tocaito lanzándonos del muelle.
  Posteriormente transcurridos cincuenta y cinco años me encuentro nuevamente con la insólita historia del viejo Simón Bermúdez. Todos esos años frecuenté mi visita de ley a Valle Seco, esta vez por problemas de salud de mi padre. La trama se fue armando cuando una mañana me encuentro en la calle con un amigo llamado Simón Karam (libanés) que vivía al lado de la casa de abuela. Nos saludamos cordialmente y me contó que le iba muy bien en los negocios.
     Este otro Simón llegó a Coche hace muchos años y se casó con una cochera, con la que tuvo dos hijos. Llevó una vida de hippie ermitaño, se lo pasaba en una moto recorriendo los pueblos de Coche. Vendía productos cosméticos que él mismo prepara. Tenía adobos de barro para protegerse del sol; de algas para las arrugas; de nácar para embellecer. En su casa poseía un molino, fabricado con un motor de lavadora, con el que molía las conchas de caracoles y pedazos de barro hasta convertirlo en fino polvo. Ese material lo conseguía alrededor de la isla. Elaboraba sus cremas y otros menjurjes con fórmulas que, según él mismo comentaba, provenían de su tierra natal. En sus conversaciones no dejaba nunca de mencionar la gran fortuna que tenía en su país; pero, aun así, él prefería la vida tranquila que tenía aquí en Valle Seco. En la playa poseía una excelente clientela conformada por los turistas que venían a bañarse en la cálida playa frente a los Hoteles Paradise y Punta Blanca.
     Una tarde me sorprendió cuando, estando sentado en los pollitos del porche de la casa de mi abuela, se acercó a mí y me dijo, bajando la voz.
     - He sabido, que a ti te visitó una vez el ánima del difunto Simón Bermúdez (dios lo tenga en la gloria). Te tengo una propuesta para que la trabajemos juntos. Si me acompañas a buscar el entierro del occiso te doy la mitad de lo que encontremos.
   Me contó que tenía un aparato que había inventado con unas varillas metálicas. Emocionado me pidió que lo esperara; que iba a buscar el artefacto para enseñármelo. Raudo entró a su casa y súbitamente apareció con dos cabillitas de bronce de cierto espesor. Estaban dobladas en el extremo posterior por donde las agarraba.
    Hizo una demostración de la sensibilidad de la herramienta detectora de metales. Con las barras en posición horizontal, realizó un movimiento brusco de su pie derecho, golpeando el piso; fue como si hubiese pasado un interruptor, que daba inicio al sondeo. Observé que las varas se movían sin orientación, luego como si estuvieran atendiendo alguna fuerza magnética, se orientaron conjuntamente y cruzándose en la punta fueron señalando expresamente hacia el sitio donde antes estaba la casa del difunto Simón; ya que ahora solo queda un terreno baldío. El libanés que seguía con su mirada el recorrido que hacía el par de alambres se detuvo donde creyó era suficiente. Buscó mis ojos y con una expresión de seguridad y convicción, asintió con la cabeza diciéndome mudamente “que el artefacto nos estaba revelando misteriosamente el sendero a la riqueza”.
    Quedé en silencio, incrédulo ante el experimento que acababa de mostrar el loco Simón Barro, como lo llamaban en todo el pueblo. Insistió varias veces, cada vez que me veía, pero yo eludía su oferta. En una oportunidad me mostró parte de lo que había recuperado en una de sus exploraciones en El Vichar; había unas llaves oxidadas, algunas piedras de fantasía y unas monedas desgastadas. No fue suficiente para mí y en verdad no creía nada de lo que me estaba planteando.
     Pasaron los días y se decía que Simón Barro, se había dedicado en cuerpo y alma a buscar, montado en su moto y con su detector portátil, todos los entierros que se habían quedado aboyados en Coche y que nadie había podido encontrar por su testarudez e incredulidad.
    El año pasado Simón Karam viajó a su tierra natal y estuvo unos meses; al parecer, reclamando la herencia que le había dejado su padre; una gran cantidad de edificaciones y terrenos en su pueblo natal. De regreso a Coche se encontró con una nefasta escena. Unos ladrones se introdujeron a su casa y le robaron todas sus pertenencias. La gente comentaba que lo habían dejado en la carraplana y que él no se pudo recuperar del hurto. Ante una situación así, por lo general los libaneses tratan de no perder los estribos y menos mostrarlo en público, ya que tal comportamiento demuestra una debilidad de carácter. No salía de su casa y entró en un agudo estado de depresión. Una semana después del aciago acontecimiento los vecinos lo encontraron muerto tirado en el piso del baño. Según el informe médico murió de un infarto. Los vecinos dicen que lo mató la inmensa rabia que lo envolvió al ver que había perdido todo. Tanto trabajo y sacrificio en la búsqueda de las morocotas y objetos de valor que recolectó en los innumerables entierros que había descubierto en los pueblos de Coche, inclusive el del negro Simón Bermúdez.

                                Venezuela, Cabimas, 16-12-19


martes, 4 de febrero de 2020

LA LOQUERA BOCONO

Por: Humberto Frontado


    Hace unos cuantos años atrás, buscando una dirección en el viejo centro de Cabimas, me topé con una situación algo curiosa para contar. Todo sucedió cuando cumplía una diligencia que me había asignado mi padre. Durante las vacaciones escolares de la Escuela Técnica, y ya conocedor de la ruta Lagunillas - Cabimas, me ordenaron viajar a entregar un recado a un bistío. Una vez que llegué a la parada de los carritos “porpuestos”, frente a Radio Libertad, me fui directo a cumplir mi objetivo.
    Antes de salir mi papá me había explicado, a grandes rasgos, en donde iba a encontrar al viejo tío. Me mencionó que éste tenía un gatico o bodega, ubicado por detrás de la zona de comercio del viejo casco de Cabimas; en una concentración de varias casas hechas de madera, justo detrás de la venta de Hielo El Toro.
    Después de pasar la plaza Bolívar caminé hasta la esquina de la Librería Valencia. Allí le pregunté por la dirección a una señora que estaba vendiendo calabazates. La anciana mujer tenía cara de conocer a todo el mundo en el sector. Efectivamente, sí sabía sobre el bendito gatico. Ella me contestó que esa bodega de tablas quedaba justo al lado de la “Loquera Bocono”. La miré con cara de asombro y le respondí que la bloquera más bien quedaba hacia las afueras de Cabimas, yendo a Punta Gorda. Ella movió la cabeza frunciendo el ceño, apuntó con el dedo, embadurnado de azúcar, hacia el callejón y dijo en voz alta.
    – llegáis hasta el final, cogéis a la izquierda y cruzáis una calle.
    Siguiendo las instrucciones de la dulce y amable señora llegué hasta el final de la estrecha calle y viré una cuadra a la izquierda. Pensando luego, que si me hubiese metido por el Pasaje Sorocaima hubiese cortado bastante distancia. Por fin llegue al susodicho gato de mi tío. Allí estaba él, le pedí la bendición, y después de hablar un buen rato, no aguanté las ganas y le pregunté intrigado sobre la bendita bolquera Boconó, pensando que era una sucursal. Mi tío extrañado se sonrió y me corrigió, diciendo.
    – querrás decir... Loquera Bocono.
    Se quitó el sombrero marrón que tenía y con un pañuelo, que sacó del bolsillo, se secó la frente, y me contó que ciertamente el lugar se llamaba “La Loquera Bocono”. Y que se trataba de una escuela para locos creada por una señora gocha, de Boconó, llamada Goya. Señalándo una pequeña casa de madera me dijo. 
    – esa, es la escuela y ya tiene más de diez años que comenzó a funcionar. Ahora te voy a contar la historia – dijo mi tío, acomodándose en su taburete - Resulta que la señora Goya tiene un hijo llamado Ali y es loco, además lo apodan “El Camarada”. Con él comenzó su encomiable proyecto. lo enseñó a leer y a escribir primero. Después le dió lecciones para sacar cuentas de suma y resta. Ali, hoy por hoy, se defiende barriendo las calles y vendiendo agua en su burro. Con esa acción la señora Goya vió una gran oportunidad para ayudar a los demás locos de la ciudad y así decidió crear la escuela. En una oportunidad alguien le dijo a Goya que su labor era imposible y que perdía su tiempo. Ella le contestó que “todos nacíamos aprendidos y que solo había que buscar el camino para que aflorara el conocimiento”; y esa sería su misión. En ocasiones ha recibido reconocimiento y donaciones de los dueños de los negocios del centro, de los Masones y del Club de Leones. La alcaldía le ha traído pupitres, pizarrón y para los alumnos, libros silabario, cuadernos caribe y tizas de colores – cerró diciendo mi tío.
    En todos esos años de enseñanzas la escuela logró graduar a varios locos tales como: el “Pingüino”, con su flux extragrande y corbata, vendiendo quintos vencidos de lotería del Zulia. La loca “Petra” con su popular refrán de “seré loca, pero de eso ná”. Tuvo unos meses en clase a “Culebra Boba” pero cada vez que le daba la crisis del Mal de San Vito, corría desbocado llevándose todo por delante. También estuvo presente en el aula el popular “Tobías”, a quien prefería atender solo, porque a lo que los otros locos le decían “todavía”, comenzaba a pelear y a perseguirlos por todo el salón tumbando los pupitres.
   Otros que salieron graduados fueron los locos: “Cuatrocientos”, “Julio”, “Monolongo” y “el Bolivita”. “Barbarita” fue la única mujer que acepto ir a la escuela. Goya insistió, pero no pudo ayudar a “la Mediometro” por su problema de epilepsia, a lo que se veía presionada durante la enseñanza comenzaba con la crisis.
     Misia Goya en una oportunidad pasando cerca de la Sanidad vió que estaban reunidas para su chequeo mensual tres mujeres, por cierto, muy conocidas en el centro de la ciudad; se trataba de “La Puyona”, “la Ampolleta” y “la Escopeta”. Se acercó a ellas con mucho respeto y le planteó su loable objetivo, no había terminado de hablar de su propuesta cuando le soltaron una seguidilla cruzada de improperio y malas palabras. Goya quedó petrificada por la conducta de las alteradas damiselas y decidió no insistir. Con la mala experiencia comprobó el viejo refrán de que, “es mejor tratar locos con mañas que gente de baja calaña”

Venezuela, Cabimas, 06-11-19

domingo, 2 de febrero de 2020

UNA COLITA RAPIDA Y FURIOSA



    Ya habiendo terminado la tarea que me había asignado la maestra Rosario para ese día, estaba un poco aburrido y andaba buscando desesperado algo que hacer. Me fui al fondo de la casa y jugué un rato en el patio correteando unas gallinas que estaban entre unas matas de caña dulce que estaban en una esquina de la cerca del fondo. Escuche a mi mamá que me gritó desde la cocina diciendo.
    – ¡muchacho! … deja a esas pobres gallinas, que me las vas a estropear.
    Hice caso rápidamente, antes de que aterrizara una violenta cotiza en mi cabeza, y caminé hacia el frente de la casa; pude observar que en el porche se encontraban en amena tertulia mi papá con su compadre, el señor Nino Pérez. Inmediatamente me mentalicé y recordé la lista de prohibiciones que teníamos los niños mientras alguien nos visitaba: no podíamos entrar a la casa, y menos pasando entre dos personas.
    En silencio total me retiré de los compadres y seguí caminando parsimoniosamente hasta observar que estaba estacionada frente a nuestra casa la camioneta ranchera del compadre Nino, como le decíamos. Marche alrededor de aquel espacioso vehículo, detallando acucioso su parachoques trasero. Pensé velozmente que se estaba presentando, sin querer queriendo, una buena oportunidad para romper con el empalagoso fastidio que me aturdía. Me quedé cerca de la camioneta simulando que jugaba metras con unas piedras. Después de un rato escuche al compadre Nino despedirse de mi papá. Caminó hasta la camioneta y se metió en ella. Mi padre, con su mirada, siguió por un momento la retirada de Nino y luego regreso a la casa. Ese era el preciso momento que estaba esperando agazapado para dar una colita en la camioneta.
    Rápidamente y caminando agachado, para que no me viera Nino, me coloque detrás de la ranchera. Me agarré de un saliente que tenía las luces traseras y me subí al parachoques. Sentí cuando prendieron la camioneta y comenzó a desplazarse. Era la primera vez que hacia esa travesura y presentía que lo iba a disfrutar en pleno.
    No había recorrido ni diez metros cuando la bendita camioneta, cual toro de rodeo, realizó un brusco corcoveo en el instante que le metieron la segunda velocidad. Ese súbito movimiento hizo que perdiera el equilibrio y no pude sostenerme. Me fui de espalda contra el asfalto de la carretera. Mi cabeza reboto con el pavimento y perdí el sentido. El compadre Nino siguió su recorrido y yo regresé en mí; quise pararme y no pude. Medio escuché a mama que gritaba diciendo algo desde el porche. Levante la cabeza y vi que venía hacia mí. Logré incorporarme y quise huir de la escena de la fechoría, pero me fui de bruces. Mi mama me tomó en sus brazos y miró a todos lados sin hallar que hacer. En ese momento apareció Nino quien por el retrovisor se había percatado del hecho y dió rápidamente la vuelta a la manzana.
    Me montaron raudamente en la camioneta y me llevaron a la medicatura. Una edificación de madera que estaba cerca de la iglesia Santa Rosa de lima. Recobre el conocimiento cuando el doctor me empezó a examinar. Sentí que me tocaba la parte posterior de la cabeza y mirando a mi mama le dijo.
    – éste muchacho menos mal que tiene la cabeza bien dura; apenas se hizo una cortada para un puntico; lo malo es que tiene un chichón mollejuo detrás de la cabeza.
    Me pusieron un gorro con hielo, me sacaron una placa de rayos equis y me dejaron en observación por varias horas. Ya recuperado me enviaron de reposo a la casa.
    En la mañana siguiente recibí la visita de mi padrino que al rato de estar en el cuarto se sorprendió cuando comencé a vomitar un líquido sanguinolento, con el que manché toda aquella sábana blanca. Mi mama sorprendida exclamó.
    – ¡pero bueno, ese muchacho está vomitando sangre!, vamos a llevarlo al médico.
    Papa con más serenidad, curucuteó los residuos del vómito y aclaró prontamente la cosa preguntando.
    – ¿qué comió este muchacho en la mañana?
    Mi hermana que estaba escuchando exclamó, con los ojos espabilaos y en tono acusador.
    – casi nada, se comió toda la bolsa de uva que trajo mi padrino.
    Me limpiaron y me volvieron a acostar. Logre escuchar a papa desde la sala reprocharle a mi hermano lo desobediente que éramos.  Escuchar aquello me ponía triste y me decía a mí mismo.
    - si es verdad papa tiene razón.
    Pero ya recuperado volvía a mis andanzas y con algo de temor logré más colitas, eso sí, tomando todas las precauciones. No podíamos ver carro que llegara y estacionara en la calle. Nos montábamos en el camión del señor pelón, en la camionetica del señor Matías, en el carrito del compadre Resortes, y pare de contar.

Venezuela, Cabimas, 17-11-19.

CREMATORIO D´EMPAIRE




    Domingo en la tarde ya presto para salir de Lagunillas hacía Cabimas. Me sentía un poco angustiado porque iba a dar comienzo a una nueva experiencia. Iría a una nueva ciudad a continuar mis estudios, lo haría en la Escuela Técnica Industrial de Cabimas. Rompí mi pesadumbre cuando mi padre con un chiflido característico indicaba que estaba listo para partir. Mamá aceleró el paso, con lo que me había preparado para el viaje, y se introdujeron al carro, un nuevo y flamante “Ford Falcón” de 1972. Me despedí de mis hermanos con una mirada rasa que terminó violentamente al lado opuesto para que no notaran mis copiosas lágrimas. Me subí al carro como un vacío autómata y mi melancolía fue tal que dejé fija mi mirada en el paisaje, todo el trayecto, sin ver nada.
    Llegamos a la casa donde me iba a hospedar, era de unos tíos. Me dieron la bienvenida, luego charlaron un largo rato con mis padres hasta que llegó el momento de despedirse. Fueron hasta la puerta principal, allí hablaron un poco más y se despidieron nuevamente. Mis papas me echaron la bendición, y mi madre me dijo al oído.
    - Ya sabes, te portas bien y le haces caso a tus tíos.
    Terminando de darme sus concejos y aun inclinada hacia mí, dejó caer disimuladamente unas monedas en el bolsillo del pantalón. Ya metidos en el carro para irse, sentí de pronto las ganas de echarle garras a la manilla de la puerta del carro y regresar con ellos. Solo vi que se alejaban y mis ojos se empañaron otra vez por un raudal de lágrimas que rápidamente enjugué con mis manos. Mis tíos notaron mi pesar y me consolaron con un sutil apretón de hombro y diciendo.
    - Tranquilo, ya te vas a acostumbrar.
    Con unas palmadas en la espalda, que sirvieron de impulso, terminé de entrar a la casa; me llevaron a conocer la habitación que iba a ocupar. Aquel espacio era inmenso, comparado con el que tenía disponible en mi casa. Había un abanico de techo y la cama era un catre de lona. Abrieron la puerta del fondo para que explorara un poco, por mi cuenta, y vi una voluminosa planta de níspero a un lado del terreno. Al lado izquierdo de la casa, dando hacia el frente, mi tía poseía un pequeño jardín con unas matas de rosas rojas y blancas; también margaritas de varios colores.
    Después de estar un buen rato, recorriendo el amplio patio, caí en cuenta que estaba respirando un raro olor algo penetrante. Busqué con la vista el origen de aquel extraño hedor y noté una pequeña nube blanca, que se disipaba, por encima de unos árboles vecinos, y se ubicaba justamente en el extremo izquierdo de la cerca de bloque que daba al fondo. Comenté en silencio.
    - Seguro son los vecinos quemando basura en el patio.
    Me introduje en la casa para librarme del pestilente tufo y también para revisar mi pantalón, para ver cuánto me había dado mi bondadosa madre.
    Comencé las clases el día después, el instituto técnico quedaba relativamente cerca, como unos diez minutos caminando. Asistía dos turnos y al mediodía venia almorzar con mi tía. Ese primer día de clase y ya de regreso en la tarde, llegando a la casa, me consigo nuevamente con el olor del día anterior. Aquel fatídico aroma inundaba todo el sector. Entré a la casa y dejé los libros en el cuarto y rápidamente fui al fondo de la casa para cerciorarme del origen de aquella fétida emanación y allí estaba, la humarada saliendo del mismo lugar. Adentro en la casa y ya sentado para almorzar emplacé a mi tía y le pregunté sobre la incómoda esencia y me dijo con toda su calma.
    - ¡ah sí!... eso es que se ponen a quemar basura en el fondo de la casa; eso es en el hospital D´Empaire. Ya cuando nosotros llegamos aquí nos encontramos con ese olor y nos acostumbramos a vivir con él.
    El segundo día, después de haber cenado y hecho las tareas, fui a una bodeguita, ubicada en la esquina de la calle, donde vendían dulces caseros. Con el dinero que tenía compre un calabazate que según la vendedora estaban recién hechos. Aproveche el momento para comentarle a la doña sobre el olor que inundaba la barriada y me dijo bajando la voz.
    - ¡Ah sí! …ese humo sale del crematorio del hospital. Eso tiene tiempo.
    La viejita hizo una mueca con su boca, mostrando su inconformidad. Regresé a la casa y me fui directo al cuarto. Con toda la parsimonia de alguien que degluta una exquisitez, me fui comiendo el suculento calabazate, estaba crujiente y tierno por dentro. Disfruté tanto aquel bocadillo que lo del hedor lo obvié por un momento. Me acosté y nada, no podía conciliar el sueño, el pestilente aroma anegaba todo mi cuarto. Le di toda la velocidad al abanico y no logre ningún resultado. Me levante en la oscuridad y detalle la pared donde tenía recostada la cama de lona y observe que, en la parte superior, pegada al techo, había tres líneas de bloques agujereados cubiertos con una malla metálica que evitaba la entrada de los mosquitos. Concluí en silencio diciéndome.
    - Mi tía no tiene ese tipo de bloques en su cuarto. Con razón no la molesta el humo, pero yo que padezco problemas respiratorios la voy a pasar terrible.
    A partir de allí todas las noches eran lo mismo, un infierno para encontrar el sueño, no podía respirar por el humo y su repugnante extracto a carne chamuscada con otros indescifrables componentes. Así pasaron los otros tres días; mientras estaba ocupado en el instituto mi existencia se justificaba, pero, aquello cambiaba drásticamente al regresar a aquella parcela radioactiva.
    El viernes antes de levantarme, todavía sobre la lona de mi catre, me puse a pensar sobre la determinación de averiguar la procedencia o explicación de aquella molesta pestilencia. Mi mente hizo un rápido recorrido en el tiempo y recordé que ese día tenía taller de carpintería y salíamos temprano en la tarde, así tendría tiempo para averiguar el asunto antes de que llegaran mis padres a buscarme.
    Al sonar el timbre del recreo, que para nosotros los de los talleres significaba la señal de salida, raudo salí a mi extraña misión. Al pasar cerca del hospital el nefasto hedor estaba a su máxima expresión y la columna de humo se veía desde cierta distancia. Entre a la casa pedí la bendición y sin esperar la respuesta me dirigí rápidamente, con todo y cuadernos de clase, al fondo del terreno. Cuando me acerque a la pared del hospital escuche que había gente hablando. Busque en la lavandería dos cajas vacías de cervezas que tenía mi tío y las apile en el lado opuesto de donde provenían las voces. Cuando subí las cajas no lograba ver nada, faltaba más altura. Observé que en el jardín de las rosas estaba el cuñete para pintura que usaba mi tía para regarlas. Lo tomé y rápidamente lo coloqué encima de los vacíos de cerveza. Subí lentamente y por fin sobrepasé aquella tapia.
    Agazapado pude ver, por el borde de la cerca, a dos señores de espalda que abrían una puerta de lo que parecía un gran horno, ya que se veía internamente un intenso fuego. Sacaban de unos recipientes metálicos algunas bolsas y las echaban en el ardiente agujero. Encima del inmenso horno se levantaba una chimenea por donde salía el fatídico humo. En cauteloso silencio seguí viendo el trabajo de aquel par de señores hasta que sucedió algo que casi me hace trastabillar en el andamiaje. De uno de los acerados tobos, el empleado sacó un brazo humano y como si fuera un trozo de leña lo lanzó al horno. Continuaron con la faena y de un tazón metálico lanzaron, con cuidado de no salpicarse, una carga de restos sanguinolentos que parecían tripas. Aquel amasijo húmedo que lanzaron hizo que la chimenea expeliera una humareda mucho mayor. Todo el ambiente se impregnó de aquella pegajosa y maloliente fragancia.
    Con la vista enfocada en los dos empleados y su actividad no noté que por la salida del edificio apareció otro hombre que traía otros envases metálicos y me pilló. El tipo entregó los envases a sus amigos y luego se dirigió hacia donde estaba yo asomado. Inmediatamente me bajé como pude y me recosté a la pared, desde allí alcancé a escuchar los gritos de advertencia del señor.
   - ¡Hey! ...deje de estar averiguando nojoda o llamo a la policía.
    Continúe un rato pegado al muro, pasando el susto, hasta que ya no los sentí más. Desarmé el improvisado andamio y me fui al cuarto a pensar en la espantosa escena que había contemplado. En el cuarto espere callado hasta que llegaran mis padres a buscarme. En el camino a Lagunillas les conté todo lo sucedido y vieron el asunto como una loca aventura de un chiquillo travieso. El domingo de regreso y ya en la casa de mi tía decidí contarle también la historia, la cual escuchó sin ningún asombro y como si nada me dijo. 
    - Por más que denunciemos lo sucedido no van a hacer absolutamente nada. Nosotros tenemos ya dos años poniendo la queja en la alcaldía y nada. Siguen con la quemazón.
    Con esa respuesta de mi querida tía, me sentí frustrado al tal punto que ni me dió ganas de ir a la esquina a comprar calabazate y, sabiendo que estaban acabados de hacer los condenados.
    Terminé ese funesto primer año gracias a dios superando los obstáculos de salud. Los otros cincos años los estudie viajando de pasajero desde Lagunillas. Eso es otra historia.
    Tres años después el Hospital Dr. Adolfo D´Empaire fue mudado a una nueva edificación en la Avenida Andrés Bello de Ambrosio en el año 1967, donde la pestilente nube de humo, parece, que desapareció con la modernidad. 

Resumen de la ultima entrega

MAMA MÍA TODAS

Por Humberto Frontado         M ama mía todas, en secreto compartías nuestra mala crianza y consentimiento; cada uno se creía el m...