Ya habiendo terminado la tarea
que me había asignado la maestra Rosario para ese día, estaba un poco aburrido
y andaba buscando desesperado algo que hacer. Me fui al fondo de la casa y
jugué un rato en el patio correteando unas gallinas que estaban entre unas
matas de caña dulce que estaban en una esquina de la cerca del fondo. Escuche a
mi mamá que me gritó desde la cocina diciendo.
– ¡muchacho! … deja a esas pobres
gallinas, que me las vas a estropear.
Hice caso rápidamente, antes de
que aterrizara una violenta cotiza en mi cabeza, y caminé hacia el frente de la
casa; pude observar que en el porche se encontraban en amena tertulia mi papá
con su compadre, el señor Nino Pérez. Inmediatamente me mentalicé y recordé la
lista de prohibiciones que teníamos los niños mientras alguien nos visitaba: no
podíamos entrar a la casa, y menos pasando entre dos personas.
En silencio total me retiré de
los compadres y seguí caminando parsimoniosamente hasta observar que estaba
estacionada frente a nuestra casa la camioneta ranchera del compadre Nino, como
le decíamos. Marche alrededor de aquel espacioso vehículo, detallando acucioso su
parachoques trasero. Pensé velozmente que se estaba presentando, sin querer
queriendo, una buena oportunidad para romper con el empalagoso fastidio que me
aturdía. Me quedé cerca de la camioneta simulando que jugaba metras con unas
piedras. Después de un rato escuche al compadre Nino despedirse de mi papá. Caminó
hasta la camioneta y se metió en ella. Mi padre, con su mirada, siguió por un
momento la retirada de Nino y luego regreso a la casa. Ese era el preciso
momento que estaba esperando agazapado para dar una colita en la camioneta.
Rápidamente y caminando agachado,
para que no me viera Nino, me coloque detrás de la ranchera. Me agarré de un
saliente que tenía las luces traseras y me subí al parachoques. Sentí cuando prendieron
la camioneta y comenzó a desplazarse. Era la primera vez que hacia esa travesura
y presentía que lo iba a disfrutar en pleno.
No había recorrido ni diez metros
cuando la bendita camioneta, cual toro de rodeo, realizó un brusco corcoveo en
el instante que le metieron la segunda velocidad. Ese súbito movimiento hizo
que perdiera el equilibrio y no pude sostenerme. Me fui de espalda contra el
asfalto de la carretera. Mi cabeza reboto con el pavimento y perdí el sentido. El
compadre Nino siguió su recorrido y yo regresé en mí; quise pararme y no pude.
Medio escuché a mama que gritaba diciendo algo desde el porche. Levante la
cabeza y vi que venía hacia mí. Logré incorporarme y quise huir de la escena de
la fechoría, pero me fui de bruces. Mi mama me tomó en sus brazos y miró a
todos lados sin hallar que hacer. En ese momento apareció Nino quien por el retrovisor
se había percatado del hecho y dió rápidamente la vuelta a la manzana.
Me montaron raudamente en la
camioneta y me llevaron a la medicatura. Una edificación de madera que estaba
cerca de la iglesia Santa Rosa de lima. Recobre el conocimiento cuando el
doctor me empezó a examinar. Sentí que me tocaba la parte posterior de la
cabeza y mirando a mi mama le dijo.
– éste muchacho menos mal que tiene
la cabeza bien dura; apenas se hizo una cortada para un puntico; lo malo es que
tiene un chichón mollejuo detrás de la cabeza.
Me pusieron un gorro con hielo,
me sacaron una placa de rayos equis y me dejaron en observación por varias
horas. Ya recuperado me enviaron de reposo a la casa.
En la mañana siguiente recibí la
visita de mi padrino que al rato de estar en el cuarto se sorprendió cuando
comencé a vomitar un líquido sanguinolento, con el que manché toda aquella
sábana blanca.
Mi mama sorprendida exclamó.
– ¡pero bueno, ese muchacho está
vomitando sangre!, vamos a llevarlo al médico.
Papa con más serenidad, curucuteó
los residuos del vómito y aclaró prontamente la cosa preguntando.
– ¿qué comió este muchacho en la
mañana?
Mi hermana que estaba escuchando
exclamó, con los ojos espabilaos y en tono acusador.
– casi nada, se comió toda la
bolsa de uva que trajo mi padrino.
Me limpiaron y me volvieron a
acostar. Logre escuchar a papa desde la sala reprocharle a mi hermano lo
desobediente que éramos. Escuchar
aquello me ponía triste y me decía a mí mismo.
- si es verdad papa tiene razón.
Pero ya recuperado volvía a mis
andanzas y con algo de temor logré más colitas, eso sí, tomando todas las precauciones.
No podíamos ver carro que llegara y estacionara en la calle. Nos montábamos en
el camión del señor pelón, en la camionetica del señor Matías, en el carrito
del compadre Resortes, y pare de contar.
Venezuela, Cabimas, 17-11-19.
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