Por: Humberto Frontado
Estando en la escuelita de la maestra
Rosario, que para ese tiempo era kínder y guardería, comencé a sentir algo de
fogaje y malestar en el cuerpo. Días antes había vivido el episodio de contagio
de sarampión junto a mi hermano. Las enfermedades venían una detrás de otras.
Ya unos meses antes me había dado paperas y lo recordaba muy bien porque me
colocaron un pañal de tela blanca que me cubría los cachetes; lo ataban encima
de la cabeza con un nudo del que salían dos lazos parados que parecían dos
orejas de conejo almidonado. Eso fue suficiente para que mis hermanos estuvieran
con la “mamadera de gallo” todos esos días.
Con el sarampión me embadurnaron de pie a
cabeza con un agua blanquecina que llamaban Caladril. Parecía un mismo muñeco
de yeso. Tantas enfermedades seguidas hicieron pensar a mis padres que había
que hacer algo al respecto. No era normal que un muchacho a esa edad estuviera
todo el tiempo enfermo. Lo primero que pensaron era que me habían echado
“mavita”, “mal de ojo” o alguna brujería. Inmediatamente mi mama, ni corta ni
perezosa, concertó una cita con la señora Carmen. Ella vivía cerca de la casa
casi fondo con fondo; para ese entonces no había cercas que separaran las casas
en el campo.
La señora Carmen era católica y además
faculta; se caracterizaba por tener en su casa un bello altar donde rezaba y
santiguaba a la gente, especialmente a los niños. Se decía que su poder de sanadora
de almas lo había adquirido por una cesión de la persona que la había santiguado
a ella cuando era niña. Ese señor notó en ella algo especial, sintió que la envolvía
un halo sanador. Al transcurrir el tiempo el señor, ya viejo, se enfermó y
busco ceder sus poderes de curación a otra persona y se acordó de Carmen. Le
hizo entrega de unas papeletas escritas por él. Allí estaban anotadas diferentes
oraciones, una para cada acto especial de despojo del mal.
Aquella tarde llegamos a la hora pautada
entre la señora y mi madre; por la forma amena como se saludaron entendí que ya
se conocían. El altar estaba en un rincón de la sala cerca a la entrada, en él
había varios santos blancos y otros negros, así como algunas vírgenes todos
ellos entre velas y flores.
La señora Carmen se colocó un collar,
conformado por un poco de metras marrones, alrededor del cuello con un gran
crucifijo. Meditó un instante y tomó una profunda respiración que se oyó en
toda la sala. Con un movimiento de su cabeza indicó a mi mamá que me colocara
frente a ella. Me puso su pesada mano encima de la cabeza y comenzó a rezar. A
medida que lo hacía daba cierta entonación a sus palabras subiendo y bajando la
voz; la intensidad de la presión en mi cabeza respondía a los mismos ciclos.
Así estuvo como veinte minutos. Al terminar el rezo se quitó el crucifijo y se
persignó con él y luego lo hizo conmigo. Con un movimiento delicado se desplazó
hacia mi mama diciendo.
– ¡ya está listo!
Mi mama la miro con cara de satisfacción y
me pareció que le entregó algo disimuladamente. Debió haber sido alguna limosna
o diezmo por el servicio recibido.
A partir de allí
quedé sanado, todas esas malas intenciones hacia mi desaparecieron debido a la
santiguada. Lo cierto es que después de unos días me dió lechina y otra vez me
pintaron de blanco; lo cumbre fue que a mí me envaino más días de lo que le
daba a los demás, así me lo recordaba mi mamá.
Venezuela, Cabimas, 24-04-17
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