miércoles, 12 de febrero de 2020

LA SANTIGÜERA



Por: Humberto Frontado


     Estando en la escuelita de la maestra Rosario, que para ese tiempo era kínder y guardería, comencé a sentir algo de fogaje y malestar en el cuerpo. Días antes había vivido el episodio de contagio de sarampión junto a mi hermano. Las enfermedades venían una detrás de otras. Ya unos meses antes me había dado paperas y lo recordaba muy bien porque me colocaron un pañal de tela blanca que me cubría los cachetes; lo ataban encima de la cabeza con un nudo del que salían dos lazos parados que parecían dos orejas de conejo almidonado. Eso fue suficiente para que mis hermanos estuvieran con la “mamadera de gallo” todos esos días.



     Con el sarampión me embadurnaron de pie a cabeza con un agua blanquecina que llamaban Caladril. Parecía un mismo muñeco de yeso. Tantas enfermedades seguidas hicieron pensar a mis padres que había que hacer algo al respecto. No era normal que un muchacho a esa edad estuviera todo el tiempo enfermo. Lo primero que pensaron era que me habían echado “mavita”, “mal de ojo” o alguna brujería. Inmediatamente mi mama, ni corta ni perezosa, concertó una cita con la señora Carmen. Ella vivía cerca de la casa casi fondo con fondo; para ese entonces no había cercas que separaran las casas en el campo.

     La señora Carmen era católica y además faculta; se caracterizaba por tener en su casa un bello altar donde rezaba y santiguaba a la gente, especialmente a los niños. Se decía que su poder de sanadora de almas lo había adquirido por una cesión de la persona que la había santiguado a ella cuando era niña. Ese señor notó en ella algo especial, sintió que la envolvía un halo sanador. Al transcurrir el tiempo el señor, ya viejo, se enfermó y busco ceder sus poderes de curación a otra persona y se acordó de Carmen. Le hizo entrega de unas papeletas escritas por él. Allí estaban anotadas diferentes oraciones, una para cada acto especial de despojo del mal.

     Aquella tarde llegamos a la hora pautada entre la señora y mi madre; por la forma amena como se saludaron entendí que ya se conocían. El altar estaba en un rincón de la sala cerca a la entrada, en él había varios santos blancos y otros negros, así como algunas vírgenes todos ellos entre velas y flores. 

     La señora Carmen se colocó un collar, conformado por un poco de metras marrones, alrededor del cuello con un gran crucifijo. Meditó un instante y tomó una profunda respiración que se oyó en toda la sala. Con un movimiento de su cabeza indicó a mi mamá que me colocara frente a ella. Me puso su pesada mano encima de la cabeza y comenzó a rezar. A medida que lo hacía daba cierta entonación a sus palabras subiendo y bajando la voz; la intensidad de la presión en mi cabeza respondía a los mismos ciclos. Así estuvo como veinte minutos. Al terminar el rezo se quitó el crucifijo y se persignó con él y luego lo hizo conmigo. Con un movimiento delicado se desplazó hacia mi mama diciendo.

     – ¡ya está listo!

     Mi mama la miro con cara de satisfacción y me pareció que le entregó algo disimuladamente. Debió haber sido alguna limosna o diezmo por el servicio recibido.

A partir de allí quedé sanado, todas esas malas intenciones hacia mi desaparecieron debido a la santiguada. Lo cierto es que después de unos días me dió lechina y otra vez me pintaron de blanco; lo cumbre fue que a mí me envaino más días de lo que le daba a los demás, así me lo recordaba mi mamá.

Venezuela, Cabimas, 24-04-17

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Resumen de la ultima entrega

MUSA ANFIBIA

Por Humberto Frontado        Busca atravesar los prolongados esquicios de la noche, donde los destellos de la incipiente luna llena ...