lunes, 10 de febrero de 2020

EL BUSCAENTIERROS

Por:  Humberto Frontado



     Eran las cuatro de la mañana cuando, acostado en la hamaca, me despertó las ganas de orinar. Con los ojos entreabiertos voy dando forma de lo que, en penumbra, veía en el techo a medida que se aclaraba la vista. Moví la cabeza hacia el lado derecho y enfoqué la mirada hacia el oscuro rincón. De pronto, distingo una silueta, que progresivamente se iba aclarando. Era un hombre de tez negra, vestido con ropa de lino blanco, con un sombrero de pajilla también blanco. Cerré los ojos lentamente, esperando que lo que había visto era parte de algo soñado; era algo que no había podido distinguir bien en la oscuridad. Abrí los ojos nuevamente y pestañé intermitente varias veces, para aclararlos, antes de volver a enfocar hacia la esquina. Soló estaba allí la calichosa pared, que en ese momento enmarcó una copiosa nube de dudas que invadió mi mente. Cerré los ojos de nuevo y el miedo me hizo desistir de la idea de ir a hacer pis al final de aquel oscuro patio. Había que atravesar un largo pasillo con árboles y otros cuartos. En fin, el sueño venció y me quedé dormido hasta que amaneció.
     Al despertar, y con intensas ganas de orinar, todavía tenía clara la imagen del mulato almidonado flotando en la blanca esquina. Ya con el cuarto iluminado, por el sol mañanero, miré el misterioso lugar, detallé el área que había ocupado aquella extraña figura. Me levanté de la hamaca y la recogí dejándola guindada, atada con sus cabuyeras. Había dormido esa noche en el cuarto de los primos, en la casa de mi tía Juanita. Comencé la rutina diaria, caminé hasta las matas de plátano, que estaban al final del estirado patio y por fin oriné a raudales. Ya en la cocina mi tía me dió un pocillo con café y lo bebí de un sólo envión; al ver aquella acción exclamó.
     - ¡Muchacho!... te tragastes el café caliente como si nada. Parece que tuvieras “galillo de diablo”.
    En verdad, quería irme rápido porque mama me estaba esperando en casa de abuela para desayunar. Pretendía, también, contarle pronto lo que había sucedido. Mi madre me tenía servido otra taza de café y una arepa con mantequilla; ese era una comida imperdible. Pidió que me sentara rápido en el taburete de la abuela antes de que ésta llegara; a veces se entretenía recogiendo las uvas de playa que caían de la mata. Aquella suculenta arepa la devoré en un santiamén. Al entregarle el plato vacío a mi madre le dije inquieto.
-      Mama cuando me desperté, en la madrugada para ir a orinar, vi en el rincón del cuarto la imagen de un hombre negro vestido de blanco.
    A medida que contaba la anécdota, hacían presencia en la cocina mi abuela Quintina y mis hermanos. Mi madre comenzó a reírse a carcajada asintiendo con la cabeza y mi abuela también sonrió maliciosamente. Llegando al final de la narración, mi madre me pasó la mano por la cabeza y dijo muy tranquila.
     - ¡Ah sí!, mijo… ese es Simón Bermúdez. A mí también me salió una vez, hace muchos años atrás y en el mismo cuarto. Él anda buscando a alguien para decirle donde está ubicado lo que enterró.
    En ese momento llegó la bisabuela Leocadia tanteando las paredes, debido a su ceguera, y mi mama sin mucha alharaca le contó brevemente lo sucedido. Mi bisabuela exclamó. 
     - ¡Ah cará!... otro más. Hasta cuando va a estar jodiendo ese hombre con esa vaina.
     Mi abuela le contestó.
     - Será hasta que alguien encuentre el bendito entierro.
    Yo no entendía lo que estaba sucediendo. Esperé que mi abuela se desocupara para que me aclarara todo; ella era mi confidente y tenía una forma plausible de contar las cosas: hasta lo más escabroso e inteligible ella, con un sencillo ejemplo, lo hacía visible. Caminé hasta el fondo del patio de la casa y allí estaba ella lavando su ropa. Le pedí que me explicara lo que estaba pasando y con una sublime calma, mientras exprimía, me dijo.
     - Mijo, lo que pasa es que Simón Bermúdez fue un hombre de mucha plata. Además de comerciante estaba metido en el negocio del contrabando de mercancía, desde las islas del Caribe. Él vivió y murió en esa casa que está al lado de la de tu tía Juanita. Se dice que, presintiendo la muerte, agarró toda su plata y la enterró en algún lugar de su casa. También, se dice que: “su alma estará en pena hasta que algún cristiano desentierre el cofre con las morocotas de oro”. Si quieres pídele a tu madre que te cuente: ¿qué fue lo que le pasó?... cuando quiso sacar el entierro.
     Fui en carrera a la cocina para hablar con mi madre y ya había salido hacia la casa de mi tía Juanita. Cuando llegué al encuentro de las dos hermanas mi tía me dice con una sonrisa.
     -  Así que a ti también te salió el viejo Simón, …!que vaina carajo!.
    Moví la cabeza asintiendo. Miré a mi madre con una expresión de angustia y le conté que había hablado con mi abuela. Le pedí entonces que me revelara lo que había sucedido cuando pretendió sacar el entierro. Mi madre comenzó su relato diciendo.
     - Bueno mijo, si es cierto, a mí también me salió Simón en ese mismo rincón donde se te apareció. Yo estaba muchacha y le conté todo a mi tío Chico, porque papá estaba navegando en ese momento. Tío me dijo desafiante: “hay que ponerle fin a esa cuestión”. Nos pusimos de acuerdo para ir a buscar la preciada vasija a las doce de la noche: esa es la hora en la que se acostumbra sacar los entierros. La casa de Simón estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Las puertas y ventanas estaban rotas; los vecinos usaban el recinto para guardar los burros. Llegué algo nerviosa, al frente de la casa, acompañada de mi tío que traía una pala y una lámpara de querosén encendida. Entramos a la hora pautada y comenzamos deseosos buscando el destello de luz que nos indicara donde estaba el sitio exacto del entierro: según el mito esa luminosidad la señala el difunto para facilitar la búsqueda de lo escondido. Si la luminosidad es rojiza, se trata de oro; sí es blanca, de seguro se trata de plata. Caminamos, revisando toda la casa y el patio, sin obtener resultados; lo hicimos dos veces por si acaso. A las doce y media le pedí a mi tío que nos fuéramos; sin mostrarle miedo le dije: que lo que hacíamos era una pérdida de tiempo y nos marchamos del sitio. Mi tío Chico, atado a una esperanza, después de transcurridos unos días, me contó que había hablado con gente que habían encontrado otros entierros, y ellos coincidían en que no se había dado el asunto porque “tío había estado presente y no había sido invitado”. Me sugirió entonces que tenía que ser yo sola la que tenía que buscarlo. Le dije, algo molesta, que yo no iba a hacer eso; en ese momento juré que yo no iba a buscar más esa vaina y le dije: que lo busque otro si quiere. 
     Después de la desconcertante confesión de mi madre yo también le perdí interés al tema de los entierros. En una oportunidad que tenía que ir al muelle a jugar con los primos atravesé caminando la vieja casa de Simón toda destartalada. Me detuve un rato examinando sus dimensiones, ubiqué imaginariamente sitios estratégicos donde el difunto podía haber escondido la apetecida botija de morocotas. Con un palo de retama escarbé superficialmente, como esperando encontrar alguna señal.  Después de un rato de intermitentes tanteos escuché pasos, detrás de lo que quedaba de pared, me asomé y no vi nada. Un gélido corrientazo siquitrilló todo mi cuerpo. Sin ponerme a buscar explicación al hecho eché a correr despavorido, llevándome por delante algunas retamas y tunas que había en el camino; ya cerca del muelle detuve un poco la carrera en un disimulado trote. Me encontré con los muchachos y nos pusimos a jugar el tocaito lanzándonos del muelle.
  Posteriormente transcurridos cincuenta y cinco años me encuentro nuevamente con la insólita historia del viejo Simón Bermúdez. Todos esos años frecuenté mi visita de ley a Valle Seco, esta vez por problemas de salud de mi padre. La trama se fue armando cuando una mañana me encuentro en la calle con un amigo llamado Simón Karam (libanés) que vivía al lado de la casa de abuela. Nos saludamos cordialmente y me contó que le iba muy bien en los negocios.
     Este otro Simón llegó a Coche hace muchos años y se casó con una cochera, con la que tuvo dos hijos. Llevó una vida de hippie ermitaño, se lo pasaba en una moto recorriendo los pueblos de Coche. Vendía productos cosméticos que él mismo prepara. Tenía adobos de barro para protegerse del sol; de algas para las arrugas; de nácar para embellecer. En su casa poseía un molino, fabricado con un motor de lavadora, con el que molía las conchas de caracoles y pedazos de barro hasta convertirlo en fino polvo. Ese material lo conseguía alrededor de la isla. Elaboraba sus cremas y otros menjurjes con fórmulas que, según él mismo comentaba, provenían de su tierra natal. En sus conversaciones no dejaba nunca de mencionar la gran fortuna que tenía en su país; pero, aun así, él prefería la vida tranquila que tenía aquí en Valle Seco. En la playa poseía una excelente clientela conformada por los turistas que venían a bañarse en la cálida playa frente a los Hoteles Paradise y Punta Blanca.
     Una tarde me sorprendió cuando, estando sentado en los pollitos del porche de la casa de mi abuela, se acercó a mí y me dijo, bajando la voz.
     - He sabido, que a ti te visitó una vez el ánima del difunto Simón Bermúdez (dios lo tenga en la gloria). Te tengo una propuesta para que la trabajemos juntos. Si me acompañas a buscar el entierro del occiso te doy la mitad de lo que encontremos.
   Me contó que tenía un aparato que había inventado con unas varillas metálicas. Emocionado me pidió que lo esperara; que iba a buscar el artefacto para enseñármelo. Raudo entró a su casa y súbitamente apareció con dos cabillitas de bronce de cierto espesor. Estaban dobladas en el extremo posterior por donde las agarraba.
    Hizo una demostración de la sensibilidad de la herramienta detectora de metales. Con las barras en posición horizontal, realizó un movimiento brusco de su pie derecho, golpeando el piso; fue como si hubiese pasado un interruptor, que daba inicio al sondeo. Observé que las varas se movían sin orientación, luego como si estuvieran atendiendo alguna fuerza magnética, se orientaron conjuntamente y cruzándose en la punta fueron señalando expresamente hacia el sitio donde antes estaba la casa del difunto Simón; ya que ahora solo queda un terreno baldío. El libanés que seguía con su mirada el recorrido que hacía el par de alambres se detuvo donde creyó era suficiente. Buscó mis ojos y con una expresión de seguridad y convicción, asintió con la cabeza diciéndome mudamente “que el artefacto nos estaba revelando misteriosamente el sendero a la riqueza”.
    Quedé en silencio, incrédulo ante el experimento que acababa de mostrar el loco Simón Barro, como lo llamaban en todo el pueblo. Insistió varias veces, cada vez que me veía, pero yo eludía su oferta. En una oportunidad me mostró parte de lo que había recuperado en una de sus exploraciones en El Vichar; había unas llaves oxidadas, algunas piedras de fantasía y unas monedas desgastadas. No fue suficiente para mí y en verdad no creía nada de lo que me estaba planteando.
     Pasaron los días y se decía que Simón Barro, se había dedicado en cuerpo y alma a buscar, montado en su moto y con su detector portátil, todos los entierros que se habían quedado aboyados en Coche y que nadie había podido encontrar por su testarudez e incredulidad.
    El año pasado Simón Karam viajó a su tierra natal y estuvo unos meses; al parecer, reclamando la herencia que le había dejado su padre; una gran cantidad de edificaciones y terrenos en su pueblo natal. De regreso a Coche se encontró con una nefasta escena. Unos ladrones se introdujeron a su casa y le robaron todas sus pertenencias. La gente comentaba que lo habían dejado en la carraplana y que él no se pudo recuperar del hurto. Ante una situación así, por lo general los libaneses tratan de no perder los estribos y menos mostrarlo en público, ya que tal comportamiento demuestra una debilidad de carácter. No salía de su casa y entró en un agudo estado de depresión. Una semana después del aciago acontecimiento los vecinos lo encontraron muerto tirado en el piso del baño. Según el informe médico murió de un infarto. Los vecinos dicen que lo mató la inmensa rabia que lo envolvió al ver que había perdido todo. Tanto trabajo y sacrificio en la búsqueda de las morocotas y objetos de valor que recolectó en los innumerables entierros que había descubierto en los pueblos de Coche, inclusive el del negro Simón Bermúdez.

                                Venezuela, Cabimas, 16-12-19


1 comentario:

  1. Este es un relato que recoge a groso modo los mitos que se tejen sobre los entierros dejados por difuntos en nuestros pueblos. Desde tiempos de Piratas y Corsarios hasta la actualidad todavía hay personas escarbando sueños para hacerse ricos; con tan solo lograr desenmarañar por palpitos y varillas mágicas los intrincados lugares escogidos para guardar secretamente eternos tesoros...

    ResponderEliminar

Resumen de la ultima entrega

DESPARASITACIÓN DE UN PAÍS

Por Humberto Frontado        D esde primigenios tiempos republicanos del país se instalaron incipientes familias de parásitos, que l...