Por: Humberto
Frontado
En la década de los noventa
apareció en mi pueblo un curioso personaje del cual se hablaba muchas cosas. Se
decía que era héroe de la segunda guerra mundial y que unas medallas que tenía
lo constataba. También se escuchaba que era de poco hablar y que lo hacía con
el propósito de ocultar su acento ruso. Su casa la tenía en las afuera del
pueblo, al pie de un cerro frente a la playa de Catuche. La había construido
con sus propias manos, siguiendo sus costumbres, usando barro y paja encontrados
en la costa. A las lodosas paredes les incrustó algunas conchas y caracoles
para reforzarlas. El techo lo fabricó de retamas cubiertas con algas secas y
unas hojas de palmeras. El patio lo tenía adornado con varias esculturas de
extrañas formas, hechas con los objetos que día tras día encontraba en la
orilla de la playa y que eran traídos por las olas.
Un día, después del escampar de
una lluvia mañanera, el sol salió en todo su esplendor. Eso me animó a hacer un
recorrido por la playa con mi vieja camioneta Ford. Sin darme cuenta fui a
parar cerca de las rancherías ubicadas en las hermosas playas de Catuche. Allí
estaban algunos conocidos reparando sus redes de pescar, y preparando el fogón
para el desayuno. Saludé a los presentes e intercambié comentarios con los más
allegados y primos. Les pregunté por el paradero del señor ruso que estaba por
esos lados y al unísono contestaron señalando hacia el otro lado de la playa.
Dejé la camioneta y me fui a pie
ya que el camino hacia esa zona se hacía un poco patucoso y se podía atollar la
camioneta. Habiendo caminado unos quinientos metros noté una pequeña vivienda
de la cual salía humo por una especie de chimenea erguida sobre el abigarrado
techo. Vacilé un instante, hasta que decidí saludar al extraño personaje.
Frente al curioso portón hecho con los restos de una oxidada puerta de nevera, di
los buenos días sin obtener respuesta. Subí un poco más el volumen de voz y saludé
nuevamente; esta vez oí salir un ronco grito desde el interior de la casa. La
puerta se abrió lentamente y apareció caminando pausado un hombre flaco alto,
curtido por el sol, con una espesa y larga barba blanca. Se colocó la mano en
la frente haciendo una visera para aclarar la vista y contesto el saludo.
-
¡Buenas!...
¿que desea?... ¿y tú quién eres?
Me acerqué más a la improvisada
puerta y contesté.
-
Soy el
Catire de Quintina, nieto de Leocadia de Valle Seco.
El viejo se pasó la mano por la
barba, como un gesto de aprobación y con la mano me hizo seña para que entrara.
El viejo estiró la mano amablemente y le respondí el saludo. Estreché su mano y
sentí que había agarrado un pedazo de cuero áspero y salitroso. El asintió y
apretó la mano con vigor, demostrando que no era tan viejo, pero de una forma muy
particular que solo la desciframos nosotros los masones. Intercambiamos una
sonrisa simultáneamente y me dijo.
-
Hermano,
gusto en conocerlo, estoy a sus órdenes.
Resulto ser que aquel incógnito hombre
era mi hermano masón. El anciano me llevó al interior de la cabaña y me arrimó,
para que me sentara, un singular taburete hecho con cajas de cerveza. Él
también se sentó en uno más grande hecho a su medida. Antes de que me
preguntara a qué se debía mi visita me le adelanté y le dije.
-
Hermano,
ya he oído hablar bastante de usted; es más, se ha creado una serie de mitos
exagerados de su estancia por aquí. Pero mi presencia en verdad es que deseo
ser su amigo y ahora su hermano, para ayudarlo en lo que pueda.
El viejo levantó sus cejas y
movió su cabeza asintiendo y agradeciendo mi gesto, diciendo mientras caminaba.
-
Me imaginé
que venias a preguntar por los burros que han desaparecido – con una mueca de
asombro en mi cara, le contesté negativamente moviendo la cabeza y así continúo
hablando – ya otros han venido a preguntar por eso, hasta el mismo Jefe Civil
vino. Es verdad que, por mi tradición cultural, tengo apetencia por la carne
equina. Es nuestra costumbre en Rusia comer carne de caballo, mulas y burros;
pero allá en mi tierra esos animales están en estado salvaje o en granjas y su
carne se come en restaurantes o se compra en carnicería especializadas. Yo sería
incapaz de adueñarme o matar un burro ajeno para comérmelo; todos esos asnos
tienen dueños y están marcados. Cuando estoy por los cerros he visto gente que
los mata y descuartizan, solo dejan las tripas y el cuero para los guaraguaos; las
partes con carne la meten a una lancha y la llevan a Margarita; dicen que, para alimentar los tigres y leones del zoológico de
Porlamar o de algún circo que esté de visita.
Mientras el
paisano hablaba notaba su fluidez y elocuente léxico. No pude contenerme y le
pregunté.
-
Paisano…
¿y de donde en verdad es usted?
-
En verdad
si soy ruso, viví en el campo hasta los dieciocho años y me uní al ejército
rojo. Luchando en la segunda guerra mundial en el cuarenta y cuatro deserté del
ejército alemán, al cual obedecíamos, y me fui a unirme al francés de
liberación; tengo honores y hondas heridas por mi actuación. Me ha visitado la
muerte varias veces. Terminada la guerra me vine a Cuba y formé parte de la
guerrilla que conformó Fidel para su revolución en el cincuenta y nueve. Abandoné
la milicia y me fui a México donde viví durante catorce años. Estuve
recorriendo ese país de cabo a rabo siendo parte de los artistas que trabajaban
en uno de los circos más grandes y famosos de Latinoamérica. Mi papel era de
arlequín. Salía a escena ataviado de un ceñido traje de rombos multicolores, una
almidonada gargantilla blanca y un sombrero de espigas curvas terminadas en
cascabeles. Hacía juegos malabáricos con unos discos, pelotas y todo tipo de
objetos. Me casé con una hermosa chata que me dió tres hijas. Mi mujer me abandonó,
y que, por el tipo de trabajo que tenía, en verdad los atendía muy poco y me
arrepiento de eso. Hoy solo me quedan el recuerdo de aquellos bellos momentos.
El ruso hizo un pequeño descanso
y suspiró profundo; los ojos grises catarata se le humedecieron y continúo
diciendo pensativo.
-
Aquí en
este paraíso he conseguido paz y tranquilidad. Llevo aquí cinco años. He
trabajado con mis manos construyendo esta casa y eso me hace sentir vivo.
Con la última confesión del
viejo sentí un dejo de querer terminar aquella amena charla. Lo entendí y me levanté
del improvisado taburete. Le extendí la mano y le agradecí su atención. A
partir de allí logramos una singular amistad; nos reuníamos frecuentemente, siempre
que venía a visitar al compadre también lo visitaba a él para contarnos cosas
de nuestras vidas y a veces algunos cuentos.
En una oportunidad me sorprendió
cuando me contó que estando en Cuba conoció y fue amigo del comandante Ché
Guevara. El argentino en confidencia le comentó su disgusto por la forma de
actuar de Castro y el camino que llevaba la susodicha revolución. Él le
respondió que estaba por repetirse lo que había sucedido en su país. Fue ese
momento el que lo indujo a tomar la decisión de ir a México, no quería vivir
dos veces la frustración y manipulación del omnipotente comunismo.
Estuve visitando durante tres
años al arlequín ruso; siempre me acompañaba en el singular viaje a Catuche el
servicial amigo Justinito, alias Manicuare. Una semana después de haberlo
visitado regresé a su casa y vi algo inusual: no salía humo por la empinada
chimenea. El portón estaba abierto y daba la sensación que había sido
desocupada, se veían tiradas cosas en el suelo. Manicuare, que había revisado el
interior de la vivienda, me mostró el estuche vacío donde antes habían estado
guardadas por años las oxidadas medallas de honor. Salí de la casa con más
dudas que tristeza. En vista que no había nadie en la ranchería cercana me fui
directo al pueblo del Cardón; allí busqué a mi compadre Porfirio quien estaba
sentado leyendo un libro en su silla recostada a la pared. Después de echar un negro
escupitajo de tabaco que aterrizó en el suelo ya teñido de alquitrán, me miró y
sospechando el propósito de mi visita me dijo pausado.
-
¡Que
vaina compadre!… así que el viejo se marchó sin despedirse.
-
Si
cumpa…no entiendo, hay algo raro en esto – dije eso por decir algo y el
Compadre me contestó.
-
Según el
malalengua de Ñoquinto; él y que escuchó en Güinima que habían llegado unos
tipos catires hablando raro y arrestaron al ruso en el camino yendo a su casa, se
lo llevaron en un jeep de la guardia.
- Vas a
ver Porfirio que se van a escuchar historias más locas que esa. En verdad, yo
creo que el viejo arlequín cumplió con el juramento que les hizo a sus hijas y a su
mujer; él les prometió que las volvería a ver en alguna playa.
Venezuela,
Cabimas, 12-11-19.
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