sábado, 29 de febrero de 2020

EL ARLEQUÍN RUSO


Por: Humberto Frontado

           
    En la década de los noventa apareció en mi pueblo un curioso personaje del cual se hablaba muchas cosas. Se decía que era héroe de la segunda guerra mundial y que unas medallas que tenía lo constataba. También se escuchaba que era de poco hablar y que lo hacía con el propósito de ocultar su acento ruso. Su casa la tenía en las afuera del pueblo, al pie de un cerro frente a la playa de Catuche. La había construido con sus propias manos, siguiendo sus costumbres, usando barro y paja encontrados en la costa. A las lodosas paredes les incrustó algunas conchas y caracoles para reforzarlas. El techo lo fabricó de retamas cubiertas con algas secas y unas hojas de palmeras. El patio lo tenía adornado con varias esculturas de extrañas formas, hechas con los objetos que día tras día encontraba en la orilla de la playa y que eran traídos por las olas.
    Un día, después del escampar de una lluvia mañanera, el sol salió en todo su esplendor. Eso me animó a hacer un recorrido por la playa con mi vieja camioneta Ford. Sin darme cuenta fui a parar cerca de las rancherías ubicadas en las hermosas playas de Catuche. Allí estaban algunos conocidos reparando sus redes de pescar, y preparando el fogón para el desayuno. Saludé a los presentes e intercambié comentarios con los más allegados y primos. Les pregunté por el paradero del señor ruso que estaba por esos lados y al unísono contestaron señalando hacia el otro lado de la playa.
    Dejé la camioneta y me fui a pie ya que el camino hacia esa zona se hacía un poco patucoso y se podía atollar la camioneta. Habiendo caminado unos quinientos metros noté una pequeña vivienda de la cual salía humo por una especie de chimenea erguida sobre el abigarrado techo. Vacilé un instante, hasta que decidí saludar al extraño personaje. Frente al curioso portón hecho con los restos de una oxidada puerta de nevera, di los buenos días sin obtener respuesta. Subí un poco más el volumen de voz y saludé nuevamente; esta vez oí salir un ronco grito desde el interior de la casa. La puerta se abrió lentamente y apareció caminando pausado un hombre flaco alto, curtido por el sol, con una espesa y larga barba blanca. Se colocó la mano en la frente haciendo una visera para aclarar la vista y contesto el saludo.
     -      ¡Buenas!... ¿que desea?... ¿y tú quién eres?
    Me acerqué más a la improvisada puerta y contesté. 
     -      Soy el Catire de Quintina, nieto de Leocadia de Valle Seco.
     El viejo se pasó la mano por la barba, como un gesto de aprobación y con la mano me hizo seña para que entrara. El viejo estiró la mano amablemente y le respondí el saludo. Estreché su mano y sentí que había agarrado un pedazo de cuero áspero y salitroso. El asintió y apretó la mano con vigor, demostrando que no era tan viejo, pero de una forma muy particular que solo la desciframos nosotros los masones. Intercambiamos una sonrisa simultáneamente y me dijo. 
     -      Hermano, gusto en conocerlo, estoy a sus órdenes.
    Resulto ser que aquel incógnito hombre era mi hermano masón. El anciano me llevó al interior de la cabaña y me arrimó, para que me sentara, un singular taburete hecho con cajas de cerveza. Él también se sentó en uno más grande hecho a su medida. Antes de que me preguntara a qué se debía mi visita me le adelanté y le dije. 
     -      Hermano, ya he oído hablar bastante de usted; es más, se ha creado una serie de mitos exagerados de su estancia por aquí. Pero mi presencia en verdad es que deseo ser su amigo y ahora su hermano, para ayudarlo en lo que pueda.
     El viejo levantó sus cejas y movió su cabeza asintiendo y agradeciendo mi gesto, diciendo mientras caminaba. 
     -      Me imaginé que venias a preguntar por los burros que han desaparecido – con una mueca de asombro en mi cara, le contesté negativamente moviendo la cabeza y así continúo hablando – ya otros han venido a preguntar por eso, hasta el mismo Jefe Civil vino. Es verdad que, por mi tradición cultural, tengo apetencia por la carne equina. Es nuestra costumbre en Rusia comer carne de caballo, mulas y burros; pero allá en mi tierra esos animales están en estado salvaje o en granjas y su carne se come en restaurantes o se compra en carnicería especializadas. Yo sería incapaz de adueñarme o matar un burro ajeno para comérmelo; todos esos asnos tienen dueños y están marcados. Cuando estoy por los cerros he visto gente que los mata y descuartizan, solo dejan las tripas y el cuero para los guaraguaos; las partes con carne la meten a una lancha y la llevan a Margarita; dicen que, para alimentar los tigres y leones del zoológico de Porlamar o de algún circo que esté de visita. 
     Mientras el paisano hablaba notaba su fluidez y elocuente léxico. No pude contenerme y le pregunté. 
     -      Paisano… ¿y de donde en verdad es usted? 
    -      En verdad si soy ruso, viví en el campo hasta los dieciocho años y me uní al ejército rojo. Luchando en la segunda guerra mundial en el cuarenta y cuatro deserté del ejército alemán, al cual obedecíamos, y me fui a unirme al francés de liberación; tengo honores y hondas heridas por mi actuación. Me ha visitado la muerte varias veces. Terminada la guerra me vine a Cuba y formé parte de la guerrilla que conformó Fidel para su revolución en el cincuenta y nueve. Abandoné la milicia y me fui a México donde viví durante catorce años. Estuve recorriendo ese país de cabo a rabo siendo parte de los artistas que trabajaban en uno de los circos más grandes y famosos de Latinoamérica. Mi papel era de arlequín. Salía a escena ataviado de un ceñido traje de rombos multicolores, una almidonada gargantilla blanca y un sombrero de espigas curvas terminadas en cascabeles. Hacía juegos malabáricos con unos discos, pelotas y todo tipo de objetos. Me casé con una hermosa chata que me dió tres hijas. Mi mujer me abandonó, y que, por el tipo de trabajo que tenía, en verdad los atendía muy poco y me arrepiento de eso. Hoy solo me quedan el recuerdo de aquellos bellos momentos.
     El ruso hizo un pequeño descanso y suspiró profundo; los ojos grises catarata se le humedecieron y continúo diciendo pensativo. 
     -      Aquí en este paraíso he conseguido paz y tranquilidad. Llevo aquí cinco años. He trabajado con mis manos construyendo esta casa y eso me hace sentir vivo.
     Con la última confesión del viejo sentí un dejo de querer terminar aquella amena charla. Lo entendí y me levanté del improvisado taburete. Le extendí la mano y le agradecí su atención. A partir de allí logramos una singular amistad; nos reuníamos frecuentemente, siempre que venía a visitar al compadre también lo visitaba a él para contarnos cosas de nuestras vidas y a veces algunos cuentos.
     En una oportunidad me sorprendió cuando me contó que estando en Cuba conoció y fue amigo del comandante Ché Guevara. El argentino en confidencia le comentó su disgusto por la forma de actuar de Castro y el camino que llevaba la susodicha revolución. Él le respondió que estaba por repetirse lo que había sucedido en su país. Fue ese momento el que lo indujo a tomar la decisión de ir a México, no quería vivir dos veces la frustración y manipulación del omnipotente comunismo.
     Estuve visitando durante tres años al arlequín ruso; siempre me acompañaba en el singular viaje a Catuche el servicial amigo Justinito, alias Manicuare. Una semana después de haberlo visitado regresé a su casa y vi algo inusual: no salía humo por la empinada chimenea. El portón estaba abierto y daba la sensación que había sido desocupada, se veían tiradas cosas en el suelo. Manicuare, que había revisado el interior de la vivienda, me mostró el estuche vacío donde antes habían estado guardadas por años las oxidadas medallas de honor. Salí de la casa con más dudas que tristeza. En vista que no había nadie en la ranchería cercana me fui directo al pueblo del Cardón; allí busqué a mi compadre Porfirio quien estaba sentado leyendo un libro en su silla recostada a la pared. Después de echar un negro escupitajo de tabaco que aterrizó en el suelo ya teñido de alquitrán, me miró y sospechando el propósito de mi visita me dijo pausado. 
     -      ¡Que vaina compadre!… así que el viejo se marchó sin despedirse. 
     -      Si cumpa…no entiendo, hay algo raro en esto – dije eso por decir algo y el Compadre me contestó. 
     -      Según el malalengua de Ñoquinto; él y que escuchó en Güinima que habían llegado unos tipos catires hablando raro y arrestaron al ruso en el camino yendo a su casa, se lo llevaron en un jeep de la guardia. 
     -    Vas a ver Porfirio que se van a escuchar historias más locas que esa. En verdad, yo creo que el viejo arlequín cumplió con el juramento que les hizo a sus hijas y a su mujer; él les prometió que las volvería a ver en alguna playa.

                                                 Venezuela, Cabimas, 12-11-19.

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