Por Humberto Frontado
Protagonista de una particular ópera
más bufa que todas la que se han presentado en los confines de este mundo. El
Fígaro cabimero se presenta en un sólo acto en horas de la mañana. Con su
vestimenta cómoda a prueba de calor abre su barbería a la espera de algún considerado
cliente. A medida que pasan las horas el calor se hace mayor y es cuando
enciende el estoico aire de ventana, el cual ha capeado todos los apagones
habidos y por haber. Este barbero insigne es uno de los sobrevivientes que aún
siguen activos de la camada de grandes barberos que han hecho historia estilística
en lo que fue la pujante ciudad de Cabimas.
En esta ópera montada no hay sopranos,
ni barítonos y mucho menos mesosopranos, únicamente se escucha con altibajos un
viejo radio reproductor que entona una sola emisora y es oficialista. El viejo Fígaro
en su endémico parloteo entona las más inverosímiles historias de la Cabimas de
antielito, como bien dice.
Como personaje principal de la obra
habla de un origen que se remonta al viejo Churuguara del Estado Falcon. Sólo le
han quedado pasajes tiernos de su recorrido por los cerros pastoreando chivos
con su madre. Atraídos por el resplandor de la incipiente explotación petrolera
los padres del Fígaro se lo trajeron a Cabimas en un viaje de casi una semana,
cruzando caminos de tierra y uno que otro petrolizado. Como muchos de los
venidos de la falconía, su familia se instaló en la comarca que había sido
bautizada con el nombre de Corito.
Desde pequeño comenzó su faena de
mandadero, barre patio, asistente de bodeguero, etc. Su mamá no lo envió a la
escuela porque siempre lo vió aventajado; ella decía que había nacido aprendido
y que además había nacido varias veces, ya que por lo andariego que era
enfrentó a muerte todas las enfermedades habidas en aquella época, desde el
común beriberi hasta la implacable sífilis. Un viejo doctor en Cabimas llamado
Alejandro lo usó como conejillo de indias para probar la eficiencia de un brebaje
que había inventado para curar la sífilis. El ilustre galeno buscaba sanear a
Cabimas de la enfermedad que había matado a más gente que todas las demás
epidemias y enfermedades juntas que habían llegado.
Trabajando en una contratista petrolera fue
testigo de un accidente ocurrido durante el hincado de una fundación de pozo en
la desembocadura del rio Úle. El obrero resbaló y cayó en el mecanismo que
hacía actuar al martillo muriendo en el acto. Decía que se cumplía el dicho de
llorando y vistiendo el muerto; colocaban al finado a un lado y continuaban la
operación como si nada. Se apartó de ese tipo de trabajos. Tuvo un pertinaz sueño
que nunca se cumplió, quería ser reportero para estar al tanto de todo lo que
sucedía en la ciudad que lo había acogido.
Se definió adeco por nacimiento y
siempre se vanagloria de haber viajado por todos los rincones de Venezuela con
un permiso que le había otorgado un comandante de la guardia nacional. Ayudó un
tiempo a uno de sus tíos a distribuir en Cabimas el cocuy, sobre todo en la
zona de tolerancia y la colonia inglesa.
No tiene edad definida y su nombre
no es el verdadero, sólo sabe que el tío que era barbero quería que él también incursionara
en una de las profesiones más antiguas de las que hemos tenido memoria. El tiempo
y la actividad logró despojarlo del manto prejuicioso del populacho cuando farfullaban
que la labor de barbero la ejecutaban únicamente los maricos. A los catorce
años se hizo barbero y su tío lo bautizó con el nombre empresarial de Alexander
y así se quedó por siempre. Trabajó en el centro de la ciudad en varias peluquerías
hasta que se independizó e inauguró la barbería Alexander, la cual también cambió
de sitio con el tiempo, hasta que se estableció en la urbanización la Rosa, frente
a la calle El Rosario.
Las barberías han tenido un gran
valor en la cultura tradicional de los pueblos. A lo largo de los años han sido
espacios casi exclusivos de los caballeros, donde podían reunirse para hablar
de política, echar unos cuentos o tratar algún problema de la cotidianidad. Estuvo a punto de utilizar la barbería como
sintió odontológico, ya que un compadre le aconsejó incursionar en la
extracción de dientes y muelas usando su espléndida silla; bastaba con cambiar
la tijera y la navaja por unas tenazas fuerte. Esa propuesta duró poco, al
verse expuesto expuesto a la sangre se desmayó.
En la actualidad son pocos los que asisten
a cortarse el pelo en su peluquería, ya nadie lo conoce. Muchos de los que se
sentaron en su longeva silla se han quedado en el camino, apenas uno que otro
ha sobrevivido a la injusta rueda del tiempo. La anciana navaja tiene años que
no sabe lo que es deslizarse por la ladera de un enjabonado pescuezo, eso quedó
como recuerdo vagando en el salón desguarnecido de luz.
El revistero dejó de actualizare desde hace
tiempo, sólo quedan algunos cuentos de Condorito y El Conejo de la Suerte y una
que otra revista de Variedades de la década de los ochenta. Muchas de las cosas
que tiene han sido obsequios de gente que lo conoce. Uno de esos regalos es su
silla de barbero; es una reliquia que la cuida más que a otra cosa puesto que
es la que le dado el sustento por más de cincuenta años.
El telón de la ópera está cercano a
su ocaso; el icónico poste de rayas rojas y blancas dejará de dar las sinuosas vueltas
que hipnotizan al cliente y los dejan a merced de la magia del eterno Fígaro.
21-05-2023
Corrector de estilo: Elizabeth
Sánchez