Por Humberto Frontado
Ya de tarde con los rayos de sol hincándoseles
en la sudada frente, el pequeño Nelson junto a sus compañeros de jornadas, todos
más viejos y duchos que él, deciden regresar al pueblo después de cumplir con
la faena del día. Cada uno tenía terciado al burro un par de latas con agua que
habían conseguido durante las primeras horas en las quebradas al pie de los
pequeños cerros de Zulica: un remoto y solitario paraje ubicado en la Cabecera,
la parte sur de la isla de Coche.
Decían los viejos que el agua de ese
sitio era bendita, ya que era una ofrenda dada por las Ánimas que buscaban perdón.
Cuando estos entes volaban iban ordeñando los escuálidos copos de nubes que vagaban
extraviadas por ese inhóspito paraje. Bajo sus alas traían impregnadas las
gotas que luego sacudían y caían como un rocío en este recóndito lugar. Por eso,
cuando la gente llegaba a ese paraje se persignaba como un gesto de beneplácito
ante las sagradas almas.
Alegres y envueltos todo el tiempo en
un espíritu aventurero en el que prevalecía siempre la competencia por
cualquier pendejada, los jinetes ya prestos para el regreso aseguraron las
cargas sobre los asnos y en un gimnástico brinco montaron en ellos. Se escuchaba la palabra “partida” como el
inicio de una larga carrera para ver quién llegaba primero al pueblo. Todos salían
azuzando sus burros para acelerar el paso. Parsimonioso, Nelson muy calmado esperó
que su fiel amigo equino iniciara su caminar; el joven animal sin guía y con un
movimiento autónomo iba buscando trillas y caminos de menos distancia y
complejidad. Al final siempre hacia su entrada triunfal al pueblo de Valle Seco,
mirando por el rabillo del ojo al resto de los competidores que no dejaban de
darle palo al burro, queriendo asegurar por lo menos un segundo puesto.
En un santiamén Nelson desmontó la
Carga y le dió comida y agua a su consentido pollino llamado Burindán. Ese lozano
animal se lo había regalado su querida madre Ñaña. La siempre ocupada mujer había
conseguido le dieran aquel borriquito que presentaba problemas de salud desde
su nacimiento. Lo trató como si fuera un bebé, lo amamantó con leche de cabra con
un biberón que inventó usando una botella de refresco y una mamila hecha de
trapo. Más tarde le llegó a preparar una especie de suplemento vitamínico, el
cual consistía en una aguada mazamorra hecha con harina de maíz y hierba
triturada. En pocos meses el borrico tomó contextura y se espigó. Ñaña viendo
que su hijo Nelson había estado con ella todo el tiempo en el cuidado y
recuperación del animal, decidió obsequiárselo.
El muchacho sorprendido no cabía
en su alegría cuando recibió aquel original regalo. A partir de ese momento Nelson
y Burindán crearon una afectiva yunta. Salía al monte todas las mañanas con su
mascota a buscar agua y leña para la cocina; por la tarde se iban para la playa,
donde ambos se bañaban y luego esperaban a ver el sol zambulléndose en el mar.
En una oportunidad, Nelson venía por
la playa caminando al lado de su borrico cuando vió que estaba llegando un bote
con un pasajero. Se quedó intrigado al ver aquel hombre catire ya mayor, vestido
todo de un reluciente blanco; con un pantalón de lino, una camisa con puño y
cuello almidonado y un sombrero de paja apretujado sobre su cabeza para que el viento
no se lo arrebatara. Esperó un rato y vió cuando encallo el bote casi en la
orilla. Uno de los tripulantes saltó rápidamente al agua para controlar el
atraco del bote mientras el pasajero se enrollaba los ruedos del pantalón, se
quitaba las medias y los zapatos. El viejo todavía recio bajó de la nave sin
ayuda y no pudo evitar que el oleaje le mojara todo el traje. Ya sobre la arena
se despidió de los pescadores, quienes le indicaban caminara hacia una dirección.
El viejo oteó a su alrededor y vió al
niño con su pequeño burro. Con unas señas con su mano le pidió que se acercara.
El muchacho todo tímido se quedó petrificado, pero con la insistencia del
hombre decidió acercársele. El visitante le dijo en un lenguaje medio retorcido
que le ayudará a llevar su maleta en el burro, que él le iba a pagar. Nelson acompañó al musiú hasta una de las
casas del pueblo donde le alquilaron un cuarto. El muchacho conocía a la gente
que le estaba arrendando al gringo y le ayudó a llevar el equipaje hasta su
cuarto.
Establecido el marchante, tomó unas monedas y se las entregó al chico. El inocente muchacho se quedó un rato mirando las monedas sin encontrar parecido a las que él conocía. Dubitativo buscó un bolsillo donde guardar aquel botín. El viejo aproximándose al burro le preguntó al muchacho.
- ¿cómo se llama el animal?
- Aún no tiene nombre - respondió el niño entre dientes.
El viejo le pasó la mano por la cabeza al pollino y le sugirió al joven.
- ¡Llámalo Burindán!... y verás que será un buen burro.
El viejo bajó la cabeza y se acercó a una de las orejas del animalito y le susurró por un momento algunas palabras. El muchacho extrañado vió con curiosidad aquel acto preguntándose.
- ¿Qué le habrá dicho este hombre a mi borrico?
Lo cierto fue que a partir de aquel
momento Nelson comenzó a notar cierto comportamiento en su amigo. Antes tenía que
arriarlo para que acelerara el paso, tenía que empujarlo para que entrara en el
corral. Comenzó a notar que el burrito tomaba sus propias decisiones y se
adelantaba a las decisiones de su amo. El condenado animal se manejaba por sí
solo. En una oportunidad el joven Nelson fue a tomar la fina varilla de yaque (cují)
que usaba para azuzar al pollino y miró atónito que el animal la había mordisqueado
convirtiéndola en una desmenuzada hebra de pelos.
Con el tiempo Nelson intrigado por la conducta sorprendente de su amigo comenzó a averiguar sobre la posible relación entre ese comportamiento y la visita efímera que hizo aquel catire señor a Valle Seco. Habló con Genarita la hospedera para que le comentara sobre aquel huraño hombre, la mujer le dijo.
- ¡Cara' mijo!... ese hombre casi no salía de ese cuarto... Cuando le llevaba la comida siempre lo encontraba leyendo o escribiendo en unas hojas que tenía… Una vez le pregunté a qué se dedicaba ... y él me contó que era Filósofo y estaba escribiendo un libro... A veces me decía unas cosas que parecían muy interesantes, pero yo no le entendía ni una papa.
Con el tiempo algunos estudiantes y gente
curiosa que había escuchado sobre las peripecias del inteligente Burindán de
Nelson se dieron a la tarea de averiguar al respecto y encontraron que en el Medioevo
había quedado como un aporte filosófico una peculiar paradoja llamada "El
burro de Burindán", atribuible al filósofo Jean Burindán (1300 – 1358). Se
dice que estaba referida a la dicotomía que enfrentó un burro cuando debió elegir
entre beber agua o comer paja. El animal dubitativo no llegó a decidirse por
ninguna de las opciones y el pobre murió de inanición.
Ante este complejo escenario,
es perfectamente racional entender que entre opciones equiparables podemos
escoger arbitrariamente una de ellas en vez de morir de hambre. Se dice entonces
que referido a la profunda connotación de esta parábola fue lo que el viejo musiú
susurró al oído del borrico, además de sugerir lo llamaran Burindán.
08-09-22
Corrector de estilo: Elizabeth
Sánchez
Poniéndome al día con baturrillo,excelente 👌 me encantó
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