Por Humberto Frontado
Mi nombre es Emilia y me dicen Mimí,
tengo apenas seis añitos. Vivo con mi papá Yeye y mi mamá Nana, también con mi
hermana mayor Zorezore y la bebe Zuzú, que se la pasa pegada todo el día a las
chichis de mi mamá; no le gusta el tete porque la mamila está rota y se oye el gluglú
cuando se le sale el memé por un lado. Mis hermanos varones son Yinyin y Toto,
se la pasan en un infinito corricorri todo el día. Esta mañana me desperté
asustada cuando los gallos morochos Kikí y Kokó pegados a la
ventana cantaron a dúo su himno existencial, el más alto fue kikirikiki que jamás
lo había escuchado en mi vida. El silencio después de aquel agudo sonido me pareció
muy extraño ya que lo normal era escuchar en seguidilla el sordo guauguau de nuestros
dos perros cocó y ñoño, persiguiendo a los gallos por en medio de las matas de
chipichipi del fondo.
Después de hacer mi recorrido
matutino por el patio sentí cierta nostalgia al no escuchar los cadenciosos meemee
de mis amigas las ovejas Yeya y Cucú, que habían tenido con nosotros más de seis
meses. Se corrió el runrún de que papá las había sentenciado cuando dijo “estas
dos chichi están bailando chachachá en un tusero con alpargatas nuevas”. Le habían
comido a papá todas las matas de ají picapica que tenía sembradas y encerradas
con una cerca de alambre de puapua en un rincón del patio; lo que más le dolía a
papá era que las matas estaban cargadas hasta los teqeteqe, y él tenía previsto
desde hacía días hacer un botellón de picapica.
Lo otro que le incomodaba a papá era
que a las lanudas chicas se le estaban despuntando las astas y ya andaban
cachaquecacha a todo el que se le atravesara. También mi mamá había empezado a
decir como un cricrí con el tracatraca que las ovejas se habían vuelto
peligrosas
Después de unos días mamá nos dijo
que papá había llevado a Yeya y Cucú a la casa de su compadre Lolo; allá van a
estar mejor, ellos tienen en Barrio Libertad un terreno bien grande con bastante
monte que comer. Hablando del señor Lolo y su familia, siempre me acuerdo de Nena,
la esposa del compadre, cuando nos contó que una vez en tiempo de cosecha de nísperos
se levantó a medianoche sobresaltada cuando escuchó un estruendoso raquraquraqu;
eran sus hijos que estaban despiertos comiéndose un saco lleno de nísperos. Lo
asombroso fue que en la mañana había quedado un cerro de pepas y conchas en el
medio del cuarto que casi llegaba al techo.
Les cuento que ya casicasi estoy
recuperada de las quemaduras que sufrí en mi cuerpo desde hace cuatro meses. Si
no lo sabían se los voy a contar, resulta que una mañana estaba entretenida
juegaquejuega con Yeya y Cucú entre las matas de caña y de repente escuché extrañada
un rápido tacatacataca salido de los carricochos de mi mamá; ella salía presurosa
de la cocina cargando una pesada olla con agua caliente, la cual pumpum puso en
el piso. Rápidamente despejó el sitio, rodó con sus caderas hacia el rincón su flamante
y consentida lavadora chacachaca, que recién había comprado chinchín al turco Viví
en Lagunillas. Rodó rasras una pequeña mesa al centro de la lavandería para
pelar a la pobre gallina y preparar el sancocho, que era la comida oficial los
domingos.
Mamá había comprado temprano la gallina al
señor Yeyo y la tenía amarrada a un lado de la cerca para que los perros no la
estropearan. En un trastras mamá tomó a la gallina por el cuello y dándole dos tractrac
se lo quebró; como en una especie de ritual le tomó la cabeza y con el pico, hizo
chazchaz una cruz en la tierra con la baba de la víctima; decía que ese era un
conjuro infalible para que muriera tranquila sin moverse. Sorpresivamente ese día
el conjuro no resultó, la moribunda gallina comenzó a brincar como loca cataplancataplan
y se fue aproximando hacia mí que la estaba mirando. Asustada, el corazón con un
tuntuntun acelerado parecía que se me iba a salir por la boca, empecé a recular
arrastrando mis coticitas suasua y de pronto chupulunchupulun… caí de fundillo en
la olla hirviendo. Ayayay… pegué un chillido que se oyó haciendo eco por todo
el campo. De un sopetón fuasfuás mamá me sacó de la olleta y me brindó auxilio
entre
gritos y sollozos; mientras me secaba el cuerpo con un trapo. Mamá sintiendo
que le daba un beriberi, fue echando unos pasitos tuntún hacia atrás y se arrojó
en la mecedora conmigo en brazos casi desmayada. Lo cumbre de todo este paranpanpan
fue que nadie se acordó de la difunta gallina y no se supo a donde fue a parar.
Estuve varias semanas con mi coco y cucú
al aire, no podía hacer pipi ni popó por temor, todo me dolía. Me acuerdo que después
de una semana me tuvieron que poner un bendito supositorio; a partir de allí había
caca por todos lados. Los vecinos que habían llegado ese día y estaban en la
sala con su blabla y chismorreo preguntando como un cricrí qué había pasado, salieron
de pronto corriendo despavoridos exclamando fosfos por el fétido olor a burro
muerto… me reía a carcajadas por dentro jajaja, jejeje, jijiji.
Mientras le daba vueltas rasras a
mi cintura y bailaba mi hulahula miraba desde lejos a papá; me daba cosita verlo
triste por lo que me estaba pasado, pero se me pasó cuando me acordé del paopao
que me había dado cuando me encontró topando la cabeza con la de Yeya. Después de pasar varios días de
sufrimiento adivinen quien apareció chanchanchan... la resucitada gallina, con el
cuello algo deforme y entonando un sutil cacareo ronco que parecía otorgar perdón.
La familia la adoptó como nuestra mascota oficial y me dieron el honor de
bautizarla… la llamé Lilí.
20-11-2022
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez
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