Por Humberto Frontado
En alta mar
el navegante conjuga la
razón
con el sin límite de su
espacio,
su andar.
En su navío albergará vivir,
telón arriba,
toda la natural decoración
impuesta por el empíreo
cielo.
Con su mirada capitana
surcará partiendo en dos
aquel frágil azul esmeralda
de la bruñida alfombra
marina;
la estela dejada
quedará como mudo testigo
de una exigua vida.
Alimenta con salitrosa pasión
y sacrificio
su amor al infinito mar;
lo considera su altar,
sustancia para vivir o
morir.
Se debe al respeto mutuo,
a la comunión con la salinidad
sin etiquetas del orden
existencial.
Cada estancia en la pesca
tiene un espacio y tiempo,
solo él la intuye, la vive;
sumido en misterios intransferibles,
sin arraigo teórico
mucho menos pitagóricos,
mañana será un punto perdido
en el vacío mar.
Viejo lobo de mar,
embajador con privilegios,
el mar es tu casa;
con puertas abiertas de par
en par
donde te aguardan
sublimes resplandores
de sediento sol,
vientos cegadores,
que, sin interpretación,
te arrastraran
al abismo del sin sentido.
Afianzas tu serenidad
arquetipo
enclavándola en el peñón
de lo que te esperará,
allí reposa la esperanza del
regreso.
Navegas entre dos aguas
inconciliables:
una sensible, singular,
que varía como una veleta;
otra – la racional –
envuelta
en universalidad, sin mareas,
estática en el tiempo y en sí
mismo,
dentro de la botella del
perpetuo navegar.
04-02-2024
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez.
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