Por Humberto Frontado
Lan… lan…
lan… se escuchaba,
era un áspero sonido de ascendencia suiza
por su exagerada precisión;
venía gimoteando apresurado
desde los pueblos de más abajo,
cimbrando las delgadas paredes de bajareque
de las casas que encontraba a su paso.
Era la alerta del sincrónico pastoreo
para tomar el imaginario tren laboral.
El joven
capitán cual flautista de Hamelím,
con su vieja pala sonora y una oxidada cabilla
guiaba el recorrido de una ficticia nave
que se dirigía hacia la salina de la Isla de Coche;
sitio de trabajo, de vida e intercambio,
de sueños compartidos.
Juanita,
una niña de apenas doce primaveras,
soñolienta y restregándose los ojos
se apuró a tomar su pocillo de guarapo
mientras su madre agarrándola por la mano
la inserta al arroyo de gente que caminaba apresurada.
Era su primer día de aquel inacabable trabajo.
Aferrada
a la yunta de su madre,
la joven comenzó su jornada
rompiendo incertidumbres y exageraciones;
ajustándose a las exigencias de los experimentados,
dejándose atraer por esa simetría sensual
de los blanquecinos cristales angulares.
En
poco tiempo se deslizó
por cada una de las fragosas actividades
hasta estacionarse como llenadora de sacos de sal.
Bastaron veinte primaveras
para encallecer sus manos y espíritu,
para endurecer su carácter y su piel.
Lágrimas
cansadas y salitrosas
reflejan el agotado sol untado de ocaso,
se desplazan surcando las agrietadas mejillas
cinceladas por el seco viento y la sal.
De
aquel emporio solo subsiste
un estoico edificio azul blanquecino
que se niega a morir
y un añejo pillote de sal
carcomido por la intemperie.
Ellos fueron testigos
de una gran convulsión familiar
que labró en aquella agraciada extensión salina.
Cíclicamente se reunían cada vez que había cuajo
que proveyera un excelso parto salino.
“A la
memoria de Juana Malavé Pacheco”.
20-10-2024
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez.
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