Por Humberto Frontado
Enredado
quedó mi volantín
entre cabuyas y su rabo de tela.
Viendo hacia abajo todo tembloroso
sus alas rotas se mecían,
presas de aquel monstruo traicionero.
Desde
abajo lo miraba impávido,
crucificado, diminuto e impotente.
Aún con vida se estremecía
entre las tres rayas eléctricas,
agitándose como un pájaro herido.
Día tras
día, camino a la escuela,
veía cómo se le iba desgajando
sus carnes ante el seco viento.
El papel descolorido,
deshilachándose en guiñapos.
Lentamente devorado
ante un cielo indiferente.
Esquelético
mostraba
sus tres varillas de caña brava,
aún atadas en las aristas
y tostadas por el candente sol.
Resistiendo el olvido,
como un fantasma
de lo que una vez fue alegría.
Aún
recuerdo los intentos vanos
de rescatarte con mis amigos;
piedras lanzadas, palos alzados.
Risas que se volvieron silencio,
y tú, cada vez más lejos,
más exánime.
Largas
noches recordando
esos increíbles momentos
de volátiles aventuras entre los dos,
cuando el viento nos hacía cómplices
y el cielo era nuestro reino.
Te
hice correlón cuando menguaba
el inconsciente viento seco de verano,
y corrí contigo hasta
que mis pulmones ardieron;
hasta que fuiste solo
un punto en las alturas.
Gracias
por compartir y ser tolerante
con mis exigencias de vuelo.
Permitir dejarte llevar en mis sueños aún,
por ser mi nave en el azul infinito,
por enseñarme a soltar y a perder.
Quedan
aún en mi mente
los brillosos colores de tu cuerpo.
Ese rojo que desafiaba al sol,
ese azul que robaba pedazos de cielo.
Tu larga cola ungida en polvo cósmico.
Solo
queda la desesperanza
azotada por el impertinente viento
que todavía sacude implacable tus restos,
descuadriculado, sin forma.
Un recuerdo sin dueño,
y yo, aquí abajo,
aprendiendo a volar sin ti.
06-04-2025
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez
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