Por Humberto Frontado
Aquí
estoy, después de haber gastado capitulo y medio de los doce que tengo de vida,
boca abajo, entubado y conectado a una cantidad de equipos y artilugios
médicos, yerto esperando lo peor. Esa posición (Prono) según y que es la más
recomendada para lo que tengo, sin embargo, respiro con dificultad a través del
aparato autónomo. No tenía la más mínima idea del tiempo que iba a estar en esta
incómoda posición, mis carnes flácidas son vestigio claro de todo el peso que
he perdido.
Todo
el equipo médico está reunido a mi alrededor hablando y vanagloriándose de lo
positivo que había sido el tratamiento colocado, a sabiendas de no haber dado a
tiempo con el correcto. Dos enfermeros vestidos como astronautas están haciendo
los preparativos para voltearme y quitarme el bendito respirador.
De un
solo sopetón, en una operación rápida me dieron una vuelta como si fuera un
pollo televisado, sentí una estridente estrujada en el alma; fue un dolor
intenso y lo expresé con un agudo gemido que no conmovió a los insensibles seres
vestidos de cloro blanco extra protegidos. Tendido de espalda el galeno de
guardia extrajo de mis entrañas una kilométrica manguera a través de la boca. Emití
por el destapado conducto un ronquido opaco, que luego vino acompañado de la
necesidad de expulsar algo de líquido que salió a cierta presión por la nariz y
boca, era una sola llave de salida.
Me ayudaron a reponerme subiendo la cabecera de la cama. El médico ajustándose la mascarilla y el protector plástico salpicado me dijo con voz de bengay compasivo.
- Considera viejo año que después de todo lo padecido has llegado bastante lejos. Hazte cuenta que se te ha dado una nueva oportunidad, has nacido otra vez para lo que te resta de vida.
Esas ungüentosas
palabras revolotearon un buen rato sobre mi mareada cabeza y las escuchaba repitiéndose,
como si vinieran de una cinta sinfín de un viejo reproductor de casetes. Hasta que
hilvanadas se solidificaron en mi mente haciéndose marco de un solo
pensamiento: Mi existencia, que ha de transcurrir en una serie de trescientos
sesenta y cinco pasajes, han pasado velozmente sin pena ni gloria. En pocas y
secas palabras diré que seré recordado solo por la particular forma de haber reconfigurado
la vida de cada uno de los mortales que habitan este mundo.
Confesar
esto, por supuesto, no me exime de mi responsabilidad. Desde el primer día de
mi corta existencia he sabido que traigo impregnado en mi piel la acumulación
de mugre salitrosa heredada de mis predecesores y así lo continúo otorgando sin
compasión. Para completar la desgracia se le añade una pandemia que no se le
prevé control. No he sido bendecido con una “caída y mesa limpia” o “borrón y
cuenta nueva”. Tengo entendido que así funciona este proceso y soy al igual que ustedes que
me acompañan parte de un trayecto que hemos de andar.
Al
inicio de mi etapa me agarró una fastidiosa tos seca, aumento de temperatura e
inmediatamente la pérdida del olfato y el gusto iniciando mi calvario de vida; con
esos síntomas me diagnosticaron positivo para la Covid-19 y todo cambió. Pase
por lo menos por cuatro diferentes tratamientos que no daban pie con bola. Encerrado
durante meses en cuarentena permanente, enterándome sobre familiares y
amistades desaparecidas, envuelto en incertidumbres y soledad. Quedé sin pelo, mi larga y frondosa cabellera
fue afeitada cuando entré a la UCI y mis dientes y mi tracto digestivo se
debilitaron por la gran ingesta de medicamentos.
He
salido de lo peor y, para mal o para bien, considero que los he iniciado en la nueva
era covidiana, porque tengo el pálpito de que esto continuará per secula. Veo en
ustedes el obstinamiento producto de los imperativos rituales que tienen que
consumar diariamente; compra de nuevos e imprevistos insumos, principalmente
medicamentosos, formas particulares de sobrellevar la rutina del encierro, casi
sin respirar, día a día. Les he dejado el legado de un raro bicho infeccioso
microscópico.
Qué más
quisiera yo que librarlos, antes de fenecer, de la presión a la que se han
visto sometidas sus pares de orejas con la cinta sujetadora de las mascarillas;
de sacarlos de la hibernación alcohólica. Les cambié el olor de su loción
preferida por un olor seco de alcohol isopropílico; les establecí una serie de
hábitos o rituales que los ayudarán a futuro tales como uso de mascarillas,
guantes, lavado de manos, medición de saturación de oxígeno, hacer colas eternas
para todo, incluso en las farmacias. Ya no me queda mucho tiempo y el que me
queda es para rezar y pedirle al gran arquitecto que interceda por ustedes para
que tengan un año nuevo diferente y brinde oportunidad de vivir una vida
tranquila sin muchos tropiezos.
Me pareció
ridículo cuando me vi en una imagen compartida en una sesión de Zoom, mientras
estaba en la UCI con otros enfermos; hasta se hizo viral en Instagram compitiendo
con los chicos de las escuelas que hacen espacio para sus horas de clases en
internet desde sus hogares. Me entristece que cuando me muera no habrá velatorio
por la pandemia, cremarán mi esquelético cuerpo, las cenizas las llevará un bisicletero
“delibery” hasta la empetrolada orilla del lago y la arrojaran a las
contaminadas aguas.
Estoy
consciente que pasaré a ser el año más recordado de la historia, no por lo
bueno sino por lo desastroso. El año que represento lo recordaran como sinónimo
de retraso, adaptación, emergencia, dolor y desafío. Me considero el peor para
el que hoy esté con vida: pandemia, promesas de nuevas guerras, incendios
catastróficos, explosiones, y un largo etcétera.
Con
el pretexto de la pandemia que paralizó al mundo muchos aprovecharon para
despilfarrar recursos, y la corrupción galopó a rienda suelta hasta el
cansancio. Viejo y desvencijado confieso que, ante la crisis, les di
oportunidad de que se reinventaran, de que hicieran sus vidas un baluarte,
valoraran las pequeñas cosas, encontraran áreas de oportunidades inimaginables,
también de hacer un excelente y verdadero entorno familiar que es la base del
crecimiento y desarrollo. Les di la oportunidad de poner más atención en sus
hijos y que entendieran que educarlos no es solo responsabilidad de los
maestros.
En mis
últimos días, sabiendo que los tengo contados, todavía sigo con el tratamiento;
tomo mis pastillas y los odiosos pufs. Cansado de los ejercicios respiratorios ayer
contemplé apenado y casi llorando las manecillas de un viejo reloj de pared que
marcaban el rápido paso indubitable de mis horas. Me llamaran despectivamente
“el año de la peste”, “quédate en casa” o “mantén la distancia”. Los invito a
mi velorio; con el problema de la gasolina no voy a usar carroza fúnebre,
vendrán a cargarme los seis negritos de Ghana (África), los llamados ”
Pallbearers” con su oscuro esmoquin. Estoy ansioso de introducirme en el ataúd,
contagiarme de la pegajosa coreografía al son de la melodía de Astronomía y
olvidarme de esta pastosa pesadilla.
Falta poco para exhalar e incorporar
mi último aliento a esta rancia atmósfera contaminada y sin dolientes. Hasta
ahora no he podido ver de cerca ni la chiva, ni la burra negra, ni la yegua
blanca que tengo pendiente para dejarle a los esperanzados, a los que creían en
mí. He
sido atípico, difícil, sui generis, pero aun así he sido idílico presagiándoles
lo que ocurrirá en el año veintiuno aún vacunándose. Me despediré comiendo las
doce uvas y escuchando la vieja canción de Alfredo Sadel de fin de año: “faltan
cinco pá las doce, el año va terminar…”. Así que me voy reconociendo que no he
sido el mejor pero les dejo algunos momentos lindos ¡Feliz año 2021!
Venezuela, Cabimas, 26-12-2020