Por Humberto Frontado
Sentado en uno de los pollitos de cemento del portal de
la casa de su abuela un niño estaba concentrado viendo los serpenteantes
meandros, cascadas y turbulencias que producía la larga hebra de agua que
corría rauda por todo el centro del camino de tierra hasta desembocar en la
playa del bajo. La impertinente lluvia desgastaba el alma, ya llevaba casi cuatro
días corridos cayendo sin compasión. El cándido estaba neutralizado por el sinuoso
arrullo en profundo Do menor sostenido que emitía aquel pertinaz aguacero.
Todo eso sucedía en la
mística Isla de Coche un pegajoso agosto de extremo calor, que si no es por la
visita inesperada y atravesada de aquel diluvio los cerros se hubiesen muerto
de inanición. La primera agua que cayó se volvió vapor luego de ser chupada por
las sedientas grietas cutánea de los secos montículos, dando origen a un bosque
extendido de pequeñas fumarolas por toda la isla.
Ese chico de la lluvia diez
años después logró extrapolar su sitio natal a Lagunillas, Estado Zulia. Esto
lo hizo en toda su extensión y esplendor a través de la lectura del mundo de
realidad mágica del insigne escritor colombiano Gabriel García Márquez. Pareciera
que la mente del Gabo se trasladaba a cada uno de nuestros pueblos y hurgando
en su esencia nos lo presentó en su espectacular novela.
Esa misma vía principal
aún de tierra la vería más tarde atravesada por un torrente líquido ahora
distinto, ésta vez más espeso y de un color rojo purpura. Era la sangre que
manaba a borbotones del pecho de un intrépido soldado que había sido fusilado
un aciago día en un lejano e imaginario pueblo llamado Macondo. El nombre del
ajusticiado era Aureliano Buendía y todo ocurrió justo cuando se acordó de su
padre mostrándole el hielo.
Valle Seco es un acogedor
pueblo de la isla y es subsidiario de Macondo. Para ese momento trasmutado
tenía casi las mismas características que el naciente territorio mágico. Las
casas se habían construido de caña y barro; solo le faltaba el rio, pero
contaba con una quebrada que en tiempo de lluvia llenaba el pozo de su tía
Chica. En ese escenario seco y salitroso el joven lector recorrió con el viejo
Melquiades, hoja a hoja, un siglo de la estirpe Buendía condenada desde el
principio de los tiempos, saltando entre mitos, viendo la muerte insólita y
repetible, retrotrayéndose en el tiempo hasta llegar al flagelo de la soledad.
Mientras leía veía la casa
de su abuela, en toda su estructura, dándole cobijo a la joven pareja de José
Arcadio y Úrsula Iguarán en todo el recorrido literario; por cierto, José tenía
un parecido a su viejo abuelo y Úrsula a su abuela. Los muebles, comedor, camas
distribuidos en la casa de los Buendía asimismo estaban en esa casa levantada
con tanto sacrificio. Mucho de los cíclicos personajes de Cien Años de Soledad
estaban escondidos en cada una de las familias vallesequeras.
Es increíble como la mente
humana busca, en el caso de la lectura, la manera de adaptarse imaginariamente a
un escenario o un lugar, con el objeto de facilitarla o hacerla más grata. Así
como la mente busca crear o renovar una escena olvidada sobre un evento y hacer
creer al consciente que fue así, así también lo hace con la lectura. Quien lee
no le queda más remedio que darle libertad a la mente para que encuentre el
mejor ambiente.
Por ejemplo, en el mundo
real y mágico de Macondo le encontramos explicación a las cosas como son, hasta
hacerlas verdaderas porque son referidas a una realidad. Cada descendiente de
la estirpe actuó en un trayecto de tiempo en Macondo y allí están para
demostrar que son reales e imborrables. Por eso las leyendas y supersticiones
pasan a ser parte de los pueblos que lo refieren. Así como es real Macondo
también lo es en nuestra mente cada escena llevada a un plano comprometido con
nuestro inconsciente.
En la vieja casa de su
abuela, con las paredes pintadas de blanco, el joven logró ver en uno de los
cuartos las costras de cal desprendidas que en un tiempo fueron desgarradas por
las uñas de una pequeña adicta a comerlas. También está clara la impetuosa
escena cuando las hormigas, en una esquina del patio, arrastraban el cadáver del
niño de Amaranta y Aureliano hacia su madriguera para comérselo. Al otro lado
debajo del árbol de uva de playa, cerca del pozo séptico, estaba atado su
abuelo; el primer hombre de la estirpe, tal como lo predijo el eterno
Melquiades.
Es fascinante como Gabriel movía
su narración por la variadísima cantidad de mitos, se ve una correspondencia
surrealista, sus fabulas y anécdotas que por ser o suceder nos parecen reales o
ciertas y más aún cuando las llevamos a un plano o escenario conocido o
familiar. Había que imaginarlo todo sin poner en duda en ningún momento lo que
se estaba imaginando su lenguaje maravilloso y descriptivo creado bajo la
influencia del modelo de habla popular que conlleva la realidad de la
imaginación.
La circunscripción de los
relatos e historias de cada uno de los personajes permite limitar y acoger todo
este laberinto de linaje en un sinigual recinto estructurado. La imaginación no
tiene límites y lo indescriptible se intercepta a cada momento del relato. Si
en macondo todo es posible entonces todo será posible en nuestra mente así sean
expresiones surrealistas.
Como dijo Mario Vargas
Llosa, que también lo vería en la vieja casa de su abuela, refiriéndose a
Gabriel: “su cabalgata por los reinos del delirio, la alucinación y lo insólito
no lo llevan a construir castillos en el aire, espejismos sin raíces. La
grandeza mayor de su libro reside, justamente, en el hecho de que todo en él –
las acciones y los escenarios, los símbolos, las visiones y las hechicerías,
los presagios y los mitos – están profundamente anclado en las realidades de América
Latina, se nutre de ellas, y, transfigurándola, la refleja de manera certera e
implacable”
Al encontrar acomodo en
la narrativa mágica-realista del Gabo y familiarizarnos con su mitos e historias
vemos que nos lleva a absorber la esencia de los hechos que han moldeado la
razón de ser de toda Latinoamérica. Los incontables mitos esparcidos por toda
la novela no tienen parangón, están a la misma medida de todos nuestros fábulas
y relatos que nos albergan y se han apoderado de nosotros desde siempre y son más
excitantes aun cuando estamos próximo a cumplir los ansiados y casi nunca
alcanzado cien años.
Los mitos dicen que se
convierte en historia, quedan a través de ésta inscrita en el tuétano del alma,
al final terminan por significar todo lo que no puede existir en la irresoluta
realidad, o sea, que resulta ser también verdad verdadera. Con sarcasmo y todo
tipo de condimento aceptamos los precedentes y hasta muy lejanos mitos del
Gabo, logrando hacerlos tradición y originalidad. Nosotros los tomamos a sorbos
y lo vamos adornando aún más, mientras los leemos, con todo lo que tenemos a
mano en nuestra imaginación.
El Gabo fue capaz de
transferir los atributos de su Macondo a todos los lugares que hemos habitado y
nos han servido para asentar placenteros recuerdos y presencia. Los caminos
todavía sin pavimentar sirvieron de norte a Francisco El Hombre para llevar a
cada pueblo la información y relatos que iban fortaleciendo las creencias y
seguridad ante el azote de tantas dudas traídas por inciertos vientos siderales.
Cada pueblo nuestro igual tenía un particular Francisco que se encargaba de
contar lo que sucedía en otras latitudes.
Se dice que los mitos
nacieron de lo que escapaba a la interpretación: los misterios de la vida. El
lenguaje se veía desprovisto de expresiones para revelarlos y aclararlos. Fueron
entonces estos noveles escritores quienes encontraron la piedra filosofal que hizo
a los mitos maleables y que pudieran acoplarse a un entendimiento claro y
acertado. Que nadie ose poner en duda lo que en ellas se cuente, ya que son
historias sagradas y verdaderas.
Aunque el chico conocía el
hielo que se hacía en la nevera a querosén que había en casa de su padre, no
dejó de asombrarse al ver aquella panela de hielo cristalino que parecía un
diamante cortado en perfecta simetría que destilaba infinitos rayos de luces de
todos colores por toda la carpa del viejo Melquiades alias Lolo, que lo vi vivir
doscientos años y también lo vi morir dos veces.
La redondez del tiempo envolvió
a su Pilar ternera mujer lúbrica de arrebatadora presencia y sensualidad que cumplió
ciento cuarenta y cinco años y tuvo que renunciar a la perniciosa costumbre de
estar pendiente de su cumpleaños debido a lo estático y marginal que vivía su
tiempo. También el joven se vió atraído cada noche por su esplendor; ella
poseyó la virtud de convertirse en una obsesión para los hombres como ocurrió
con José Arcadio y su hermano Aureliano. Le sintió y entristeció su sublime despedida,
sentada en su mecedora de bejucos en la calma absoluta de su siesta.
Los vientos arremolinados por
siglos han atrapado en una eterna cuaresma mítica a Coche, también lo hicieron
con mi Macondo, es el mismo polvo y escombros centrifugados por el cólera del
huracán bíblico.
Venezuela, Cabimas, 05-12-2020
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