(Cuentos de Malengo)
Por Humberto
Frontado
Hace
muchos años, en la trastienda de un particular tiempo que transcurrió en círculos a
finales de la década de los cincuenta, en la siempre
asombrosa e insólita Isla de Coche, se dió un curioso episodio fuera de orden.
La pequeña isla contaba para ese entonces con gente que se dedicaba a las
mismas faenas que los habitantes de cualquier otro peñasco que flotara en las
tórridas aguas del sinuoso Caribe. Actividades como pescar, bucear conchas,
comercio o trueque de cosas, crianzas de animales, fabricar botes, atender
bodegas, etc.
Los
hombres después de la ardua tarea agarraban los fines de semana para reunirse
con los amigos; viernes en la noche y sábado eran para tomar cerveza o ron; y domingo,
posterior a la misa, para ir a las peleas de gallo. Cada pueblo tenía un bar que
contaba en su patio con un pequeño palenque, donde se jugaban a los gallos. Era
increíble la pasión que desbordaban aquellos viciosos hombres, quienes lo jugaban
y apostaban todo.
Otros
se reunían en algunas casas, en el zaguán trasero o bajo la sombra de un
frondoso guayacán ubicado en el patio, apostando el dinero ganado en el trabajo
en los juegos de cartas, ya sea truco o agiley. Los más pequeños apostaban con
botones, caracoles o pichas jugando treintaiuno, carga la burra o pareita con
las cartas todas arrugadas y ruyías.
Las
mujeres se mantenían bajo el manto del infortunio y arrastradas de los cabellos
por un machismo que venía cabalgando en el brioso caballo de la vieja colonial,
aceptaban sin remilgos toda esa heredada tradición ludópata. Los hombres habían
trabajado arduamente toda la semana y se justificaba ese tiempo de juerga y vicio.
Muchas casas se quedaban sin bastimento porque al patrón le había ido mal en
las apuestas, había tenido una mala racha de suerte en los gallos o en las
cartas.
Esa
época coincidió con la extraña presencia de una persona medio huraña que llegó
a la isla. Nadie recuerda haberla visto llegar y hospedarse en alguno de los
pueblos, tampoco la vieron en algunas de las bodegas apertrechándose para su
estadía, mucho menos en la iglesia o en la plaza.
Se
supo por rumores mucho tiempo después que había desembarcado en un bote por los
lados de la Uva, con pocas provisiones y ropa, y se había instalado muy cerca
de la playa. En ese sitio fue construyendo un rancho con material que recolectaba
por la playa. Adicionalmente, con barro y paja seca que conseguía en la
quebrada que daba hacia La Tua Tua fue fabricando adobes, que luego utilizó
para levantar las paredes de lo que sería su hogar. Con el tiempo se hizo ver de
la gente que frecuentaba el camino para ir a buscar agua a Zulica o de personas
que venían de las rancherías de Catuche a buscar agua a La Tua Tua.
Usaba
una improvisada carrucha fabricada con dos barajones y atados a una vieja y
oxidada lata, con ella carreteaba aquella masa de barro que lograba apelmazar en
la zona húmeda al pie del cerro. La gente no se acercaba a aquella señora flaca,
desgreñada, sudada, vestida de harapos que parecía una bruja, procuraban pasar
bastante retirado. Con el tiempo fue haciendo algo de contacto con la gente de
las rancherías ubicadas en la Uva; comunicándose por señas lograba conseguir
algo de pescado y funche. Se hizo popular
con los pescadores y les hablaba en un idioma desconocido, por eso la llamaban
la gringa.
Una
vez, la musiua recorriendo la playa encontró un joven burro todo estropeado que
se veía agonizar. Presentaba una fea herida en el cuello, con el cuero
levantado y donde se asomaban algunos gusanos. Parecía una mordida
propinada por otro equino. Como pudo, logró sacar el animal del barrial donde
estaba atollado, con agua de la playa le lavó la lesión y le extrajo los
gusanos con una espina de cardón. Buscó en la quebrada algunos arbustos rastreros
a los que les quitó unas hojas, que luego machacó y mezcló con barro oscuro sacado
del cerro; hizo una cataplasma y la colocó en la herida del pesaroso animal.
La
intrépida amazona se trajo el cuadrúpedo animal para su casa, lo cuidó y alimentó
hasta que estuvo sano. La mujer al ver al asno en condiciones decidió soltarlo
a su destino y le hacía señas para que saliera; sin embargo, el agradecido orejudo
se quedó impávido frente al portón, torció el pescuezo para ver a la
benevolente dama y en trotecito lento regresó al sitio donde había estado recuperándose.
La gringa decidió quedarse con aquel remendado potrillo.
Con el
tiempo la huraña mujer hizo un recorrido por la cabecera y sin darse cuenta estaba
en los predios del pueblo del Guamache, se quedó mirando un rato hasta que
decidió conocerlo. Caminó un rato entre las miradas suspicaces de los
pobladores, con reverencia saludaba y contestaba los saludos, sobre todo de
personas viejas. Llegó a una de las bodegas y miró el interior como si buscara
algo conocido, hasta que decidió, con algunas señas pedir café. El viejo
bodeguero después de un rato de intercambio de señas con la visitante, comprendió
su requerimiento y le señaló el pequeño sacó donde tenía café en granos. La
mujer esbozó una sonrisa que acompañó con un movimiento de agrado con sus
manos. Le despacharon la cantidad que pidió y pagó con un arrugado billete de
diez bolívares. El bodeguero quedó extrañado por la denominación tan alta que tenía
aquel manoseado papel, tuvo que vaciar unas latas de leche que tenía de caja
fuerte, llenas de centavos, lochas y una que otra moneda de plata de real y de medio
para poder darle el vuelto a la acaudalada señora.
Aquella
acción en el negocio iba a cambiar drásticamente la apariencia o estatus de la
misántropa señora, ya no la verían más tan andrajosa y sucia como antes. Poco a
poco la extranjera fue haciendo común su presencia en el pueblo con sus visitas
semanales. Hizo varias amistades y agregaba cada vez más palabras a su pobre castellano;
también iba añadiendo otras cosas para la alacena como pan, azúcar, casabe y sobre
todo los rolitos que le hacían recordar a su tierra.
Montada sobre su inseparable amigo equino, al
cual llamaba curiosamente Uvo, la rumana se atrevió a ir a otros pueblos más
retirados de sus predios, así se fue dando a conocer en otras fronteras. Con
sus visitas le bastó poco tiempo entender y conocer la idiosincrasia provinciana
de ese inhóspito y apartado lugar, no muy diferente de las costumbres tradicionales
de la convulsionada ciudad de Rumania, disputada entre rusos y alemanes. En sus
andanzas advirtió y puso gran interés en las costumbres y ciertos apegos que
tenían las mujeres y los hombres de la pequeña isla, tomó nota de sus conductas
en especial la de los fines de semana. Le llamó la atención esa simpática
adicción que tenían los hombres a los juegos de azar, sobre todo a las peleas
de gallo y los pasatiempos de envite.
La
gente con la que tuvo contacto aquella desgreñada mujer fue recopilando cierta información
de su procedencia, hasta establecer que venía de una provincia de Rumania, sus
padres ya viejos y traumados por la guerra querían que viniera a América. Con
un tío la enviaron en un largo viaje hasta España, ella siguió sola y en un barco
se vino a la Isla de Trinidad, donde tomó la decisión de venir a Venezuela. Zarpó
hacia Punta de Paria y luego se trasladó a Chacopata; desde partió en bote de
vela a San Pedro de Coche. Buscaba un sitio recóndito e inhóspito donde pudiera
vivir y olvidar tantas penurias. Ella había sido yoqueta de caballos de paso en
su tierra y estuvo muy familiarizada con la actividad hípica de su país.
Con un
parcial dominio del idioma, la rumana bien vestida y acicalada llegó al pueblo
de El Guamache preguntando por quienes poseyeran burros para vender; decía que
estaba dispuesta a pagar un buen precio por los animales, sobre todo si eran jóvenes.
Con la misma misión visitó a los pueblos de Güinima, El Bichar, San Pedro y
Valle Seco. En un mes logró comprar diez burros.
En su
casa cerca de la Uva construyó un amplio corral donde guardaba los borricos,
tenía como asistente a un joven de la Uva que la ayudaba a cuidar y alimentar
los equinos. Parecía que la extraña mujer se traía algo en sus manos y la tiesura
de los pueblerinos se notaba cuando se preguntaban: ¿qué hacia esa mujer
comprando burros? Unos llegaron a pensar que la susodicha dama hacía brebajes
afrodisíacos con las partes de los burros. Otros menos fantasiosos, pero más
toscos, comentaban que la doncella se comía a los pobres y tiernos pollinos; de
allí que le pusieran el remoquete de “la gringa comeburro”, con el cual se le conocería
en todo Coche. Así se tejió un gran velo de misterio y especulación alrededor
de la ermitaña dama.
Un domingo soleado la catirrucia rumana se
dirigió a cada uno de los pueblos que tuviera gallera. Haciendo acto de
presencia ante aquella manada de viciosos, les invitó cordialmente en su
español ya mejorado, a que asistieran después de terminadas las peleas de gallo,
a presenciar en la Uva el fabuloso espectáculo de carrera de burros; donde también
podían beber gratis algunas cervezas y unos tragos de ron, mientras veían y apostaban
en las tres carreras programadas para esa tarde. La gente extrañada reculó
hasta que escucharon los términos de bebidas gratis y apuestas. La intrépida
mujer se había valido de su experiencia como ecuestre y conocedora del mundo hípico
en su tierra para montar y ofrecer un símil en la Isla de Coche.
Cerca
de su casa, casi en la orilla de la playa, construyó un pequeño ovalo, con una vía
demarcada por surcos de unos veinte centímetros trazados en ambos lados. La
pista tenía la tierra aflojada, rastrillada y emparejada. El circuito ecuestre tenía
una distancia de doscientos metros y un ancho de tres. Había sido acondicionado
para que el animal se desplazara fácilmente y tuviera máximo agarre con sus cascos.
Tenía un sitio de partida y llegada frente a una pequeña tarima hecha para
veinte personas.
Preparó el evento con tres carreras con dos contrincantes por carreras,
en la primera competían su consentido Uvo vs. Guamache; en la segunda Bichar vs.
Piache; y en la última Valle Seco vs. Güinimo. Con los nombres de los
ejemplares se entendió porque la rumana llamaba a su burro Uvo; para ella la “a”
al final de un nombre representaba feminidad. El espectáculo se dió sin
tropiezo y los asistentes quedaron complacidos, vieron el sitio bueno para el
esparcimiento y las apuestas. La anfitriona se acercó a los asistentes y los
emplazó a que trajeran en los domingo sucesivo sus propios burros, para que compitieran
con los de ella.
El
burrodromo, como lo llamaba la gente, con seis meses de inaugurado, ya se le
había extendido el recorrido de pista a trescientos metros y el ancho se amplió
a cinco para darle cabida a la participación de cuatro competidores. Al lado de
la tribuna principal se anexó otra para veinte personas más. Se subió de tres a
cinco carreras en la tarde, incorporando una vez al mes la de las burras
pollinas. Se vendía Cerveza, ron y comida que traían las mujeres de Valle Seco
y la Uva. Se cuenta que la gringa llegó a tener veinticinco ejemplares en su escuadra
equina. El negocio tuvo su época de oro donde se movió mucha actividad hacia
esa zona los días domingo; pero lo más notorio e importante fue que sacó a las
mujeres de su casa y las trajo con sus maridos a presenciar y a divertirse un
rato con las carreras de burro.
El espectáculo
en el Burrodromo, ya casi con dos años, encontró un serio oponente, por arte de
magia apareció
la radio con la trasmisión los días domingo de las carreras del 5 y 6 del
hipódromo La Rinconada. Después de las peleas de gallo, inmediatamente y sin
moverse de su sitio, el local se transformaba para las apuestas y el remate de
caballos. La gente no tenía que trasladarse caminando a la Uva a ver y apostar
las carreras.
“La
gringa comeburros” siguió con sus burros por un buen tiempo hasta que se hizo insostenible
económicamente, decidió dejarlos libre por los cerros, corriendo cada uno su
propio clásico de vida. Cuentan que muchos de ellos fueron a parar a las fauces
de los felinos traídos por los circos que llegaban de pasada por Margarita. La catirrucia
abandonó afligida su uvadal, la escucharon decir una vez que el sutil salitre había
disipado las heridas que curtían su alma y así como llegó se marchó.
21-11-2021.
Corrector de estilo: Elizabeth Sánchez
Fuente consultada: Los Cuentos de Malengo
Muy buena narrativa
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