domingo, 21 de noviembre de 2021

LA GRINGA COMEBURROS

(Cuentos de Malengo)

Por Humberto Frontado



            Hace muchos años, en la trastienda de un particular tiempo que transcurrió en círculos a finales de la década de los cincuenta, en la siempre asombrosa e insólita Isla de Coche, se dió un curioso episodio fuera de orden. La pequeña isla contaba para ese entonces con gente que se dedicaba a las mismas faenas que los habitantes de cualquier otro peñasco que flotara en las tórridas aguas del sinuoso Caribe. Actividades como pescar, bucear conchas, comercio o trueque de cosas, crianzas de animales, fabricar botes, atender bodegas, etc.

           Los hombres después de la ardua tarea agarraban los fines de semana para reunirse con los amigos; viernes en la noche y sábado eran para tomar cerveza o ron; y domingo, posterior a la misa, para ir a las peleas de gallo. Cada pueblo tenía un bar que contaba en su patio con un pequeño palenque, donde se jugaban a los gallos. Era increíble la pasión que desbordaban aquellos viciosos hombres, quienes lo jugaban y apostaban todo.

           Otros se reunían en algunas casas, en el zaguán trasero o bajo la sombra de un frondoso guayacán ubicado en el patio, apostando el dinero ganado en el trabajo en los juegos de cartas, ya sea truco o agiley. Los más pequeños apostaban con botones, caracoles o pichas jugando treintaiuno, carga la burra o pareita con las cartas todas arrugadas y ruyías.

           Las mujeres se mantenían bajo el manto del infortunio y arrastradas de los cabellos por un machismo que venía cabalgando en el brioso caballo de la vieja colonial, aceptaban sin remilgos toda esa heredada tradición ludópata. Los hombres habían trabajado arduamente toda la semana y se justificaba ese tiempo de juerga y vicio. Muchas casas se quedaban sin bastimento porque al patrón le había ido mal en las apuestas, había tenido una mala racha de suerte en los gallos o en las cartas.

            Esa época coincidió con la extraña presencia de una persona medio huraña que llegó a la isla. Nadie recuerda haberla visto llegar y hospedarse en alguno de los pueblos, tampoco la vieron en algunas de las bodegas apertrechándose para su estadía, mucho menos en la iglesia o en la plaza.

           Se supo por rumores mucho tiempo después que había desembarcado en un bote por los lados de la Uva, con pocas provisiones y ropa, y se había instalado muy cerca de la playa. En ese sitio fue construyendo un rancho con material que recolectaba por la playa. Adicionalmente, con barro y paja seca que conseguía en la quebrada que daba hacia La Tua Tua fue fabricando adobes, que luego utilizó para levantar las paredes de lo que sería su hogar. Con el tiempo se hizo ver de la gente que frecuentaba el camino para ir a buscar agua a Zulica o de personas que venían de las rancherías de Catuche a buscar agua a La Tua Tua.

           Usaba una improvisada carrucha fabricada con dos barajones y atados a una vieja y oxidada lata, con ella carreteaba aquella masa de barro que lograba apelmazar en la zona húmeda al pie del cerro. La gente no se acercaba a aquella señora flaca, desgreñada, sudada, vestida de harapos que parecía una bruja, procuraban pasar bastante retirado. Con el tiempo fue haciendo algo de contacto con la gente de las rancherías ubicadas en la Uva; comunicándose por señas lograba conseguir algo de pescado y funche.  Se hizo popular con los pescadores y les hablaba en un idioma desconocido, por eso la llamaban la gringa.

          Una vez, la musiua recorriendo la playa encontró un joven burro todo estropeado que se veía agonizar. Presentaba una fea herida en el cuello, con el cuero levantado y donde se asomaban algunos gusanos. Parecía una mordida propinada por otro equino. Como pudo, logró sacar el animal del barrial donde estaba atollado, con agua de la playa le lavó la lesión y le extrajo los gusanos con una espina de cardón. Buscó en la quebrada algunos arbustos rastreros a los que les quitó unas hojas, que luego machacó y mezcló con barro oscuro sacado del cerro; hizo una cataplasma y la colocó en la herida del pesaroso animal.

           La intrépida amazona se trajo el cuadrúpedo animal para su casa, lo cuidó y alimentó hasta que estuvo sano. La mujer al ver al asno en condiciones decidió soltarlo a su destino y le hacía señas para que saliera; sin embargo, el agradecido orejudo se quedó impávido frente al portón, torció el pescuezo para ver a la benevolente dama y en trotecito lento regresó al sitio donde había estado recuperándose. La gringa decidió quedarse con aquel remendado potrillo.

          Con el tiempo la huraña mujer hizo un recorrido por la cabecera y sin darse cuenta estaba en los predios del pueblo del Guamache, se quedó mirando un rato hasta que decidió conocerlo. Caminó un rato entre las miradas suspicaces de los pobladores, con reverencia saludaba y contestaba los saludos, sobre todo de personas viejas. Llegó a una de las bodegas y miró el interior como si buscara algo conocido, hasta que decidió, con algunas señas pedir café. El viejo bodeguero después de un rato de intercambio de señas con la visitante, comprendió su requerimiento y le señaló el pequeño sacó donde tenía café en granos. La mujer esbozó una sonrisa que acompañó con un movimiento de agrado con sus manos. Le despacharon la cantidad que pidió y pagó con un arrugado billete de diez bolívares. El bodeguero quedó extrañado por la denominación tan alta que tenía aquel manoseado papel, tuvo que vaciar unas latas de leche que tenía de caja fuerte, llenas de centavos, lochas y una que otra moneda de plata de real y de medio para poder darle el vuelto a la acaudalada señora.

            Aquella acción en el negocio iba a cambiar drásticamente la apariencia o estatus de la misántropa señora, ya no la verían más tan andrajosa y sucia como antes. Poco a poco la extranjera fue haciendo común su presencia en el pueblo con sus visitas semanales. Hizo varias amistades y agregaba cada vez más palabras a su pobre castellano; también iba añadiendo otras cosas para la alacena como pan, azúcar, casabe y sobre todo los rolitos que le hacían recordar a su tierra.

            Montada sobre su inseparable amigo equino, al cual llamaba curiosamente Uvo, la rumana se atrevió a ir a otros pueblos más retirados de sus predios, así se fue dando a conocer en otras fronteras. Con sus visitas le bastó poco tiempo entender y conocer la idiosincrasia provinciana de ese inhóspito y apartado lugar, no muy diferente de las costumbres tradicionales de la convulsionada ciudad de Rumania, disputada entre rusos y alemanes. En sus andanzas advirtió y puso gran interés en las costumbres y ciertos apegos que tenían las mujeres y los hombres de la pequeña isla, tomó nota de sus conductas en especial la de los fines de semana. Le llamó la atención esa simpática adicción que tenían los hombres a los juegos de azar, sobre todo a las peleas de gallo y los pasatiempos de envite.

            La gente con la que tuvo contacto aquella desgreñada mujer fue recopilando cierta información de su procedencia, hasta establecer que venía de una provincia de Rumania, sus padres ya viejos y traumados por la guerra querían que viniera a América. Con un tío la enviaron en un largo viaje hasta España, ella siguió sola y en un barco se vino a la Isla de Trinidad, donde tomó la decisión de venir a Venezuela. Zarpó hacia Punta de Paria y luego se trasladó a Chacopata; desde partió en bote de vela a San Pedro de Coche. Buscaba un sitio recóndito e inhóspito donde pudiera vivir y olvidar tantas penurias. Ella había sido yoqueta de caballos de paso en su tierra y estuvo muy familiarizada con la actividad hípica de su país.

          Con un parcial dominio del idioma, la rumana bien vestida y acicalada llegó al pueblo de El Guamache preguntando por quienes poseyeran burros para vender; decía que estaba dispuesta a pagar un buen precio por los animales, sobre todo si eran jóvenes. Con la misma misión visitó a los pueblos de Güinima, El Bichar, San Pedro y Valle Seco. En un mes logró comprar diez burros.

          En su casa cerca de la Uva construyó un amplio corral donde guardaba los borricos, tenía como asistente a un joven de la Uva que la ayudaba a cuidar y alimentar los equinos. Parecía que la extraña mujer se traía algo en sus manos y la tiesura de los pueblerinos se notaba cuando se preguntaban: ¿qué hacia esa mujer comprando burros? Unos llegaron a pensar que la susodicha dama hacía brebajes afrodisíacos con las partes de los burros. Otros menos fantasiosos, pero más toscos, comentaban que la doncella se comía a los pobres y tiernos pollinos; de allí que le pusieran el remoquete de “la gringa comeburro”, con el cual se le conocería en todo Coche. Así se tejió un gran velo de misterio y especulación alrededor de la ermitaña dama.

           Un domingo soleado la catirrucia rumana se dirigió a cada uno de los pueblos que tuviera gallera. Haciendo acto de presencia ante aquella manada de viciosos, les invitó cordialmente en su español ya mejorado, a que asistieran después de terminadas las peleas de gallo, a presenciar en la Uva el fabuloso espectáculo de carrera de burros; donde también podían beber gratis algunas cervezas y unos tragos de ron, mientras veían y apostaban en las tres carreras programadas para esa tarde. La gente extrañada reculó hasta que escucharon los términos de bebidas gratis y apuestas. La intrépida mujer se había valido de su experiencia como ecuestre y conocedora del mundo hípico en su tierra para montar y ofrecer un símil en la Isla de Coche.

          Cerca de su casa, casi en la orilla de la playa, construyó un pequeño ovalo, con una vía demarcada por surcos de unos veinte centímetros trazados en ambos lados. La pista tenía la tierra aflojada, rastrillada y emparejada. El circuito ecuestre tenía una distancia de doscientos metros y un ancho de tres. Había sido acondicionado para que el animal se desplazara fácilmente y tuviera máximo agarre con sus cascos. Tenía un sitio de partida y llegada frente a una pequeña tarima hecha para veinte personas.

          Preparó el evento con tres carreras con dos contrincantes por carreras, en la primera competían su consentido Uvo vs. Guamache; en la segunda Bichar vs. Piache; y en la última Valle Seco vs. Güinimo. Con los nombres de los ejemplares se entendió porque la rumana llamaba a su burro Uvo; para ella la “a” al final de un nombre representaba feminidad. El espectáculo se dió sin tropiezo y los asistentes quedaron complacidos, vieron el sitio bueno para el esparcimiento y las apuestas. La anfitriona se acercó a los asistentes y los emplazó a que trajeran en los domingo sucesivo sus propios burros, para que compitieran con los de ella.

          El burrodromo, como lo llamaba la gente, con seis meses de inaugurado, ya se le había extendido el recorrido de pista a trescientos metros y el ancho se amplió a cinco para darle cabida a la participación de cuatro competidores. Al lado de la tribuna principal se anexó otra para veinte personas más. Se subió de tres a cinco carreras en la tarde, incorporando una vez al mes la de las burras pollinas. Se vendía Cerveza, ron y comida que traían las mujeres de Valle Seco y la Uva. Se cuenta que la gringa llegó a tener veinticinco ejemplares en su escuadra equina. El negocio tuvo su época de oro donde se movió mucha actividad hacia esa zona los días domingo; pero lo más notorio e importante fue que sacó a las mujeres de su casa y las trajo con sus maridos a presenciar y a divertirse un rato con las carreras de burro.

          El espectáculo en el Burrodromo, ya casi con dos años, encontró un serio oponente, por arte de magia apareció la radio con la trasmisión los días domingo de las carreras del 5 y 6 del hipódromo La Rinconada. Después de las peleas de gallo, inmediatamente y sin moverse de su sitio, el local se transformaba para las apuestas y el remate de caballos. La gente no tenía que trasladarse caminando a la Uva a ver y apostar las carreras.         

           “La gringa comeburros” siguió con sus burros por un buen tiempo hasta que se hizo insostenible económicamente, decidió dejarlos libre por los cerros, corriendo cada uno su propio clásico de vida. Cuentan que muchos de ellos fueron a parar a las fauces de los felinos traídos por los circos que llegaban de pasada por Margarita. La catirrucia abandonó afligida su uvadal, la escucharon decir una vez que el sutil salitre había disipado las heridas que curtían su alma y así como llegó se marchó.

 

21-11-2021.

 

Corrector de estilo: Elizabeth Sánchez

Fuente consultada: Los Cuentos de Malengo

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