Por Humberto Frontado
Un escuálido niño cumpliendo su
trabajo de mandadero, serpenteaba raudo entre los transeúntes que se
desplazaban por la avenida principal de la pujante ciudad de Cabimas. Tenía
ratos en ese menester hasta que un escueto aviso colocado en la cartelera de las
películas del prestigioso Cine Principal llamó su atención. Era un anuncio sobre
un espectáculo que por primera vez se llevaría a cabo en el cine, dos días después.
Se trataba de una función vespertina que realizaría el circo chino “El Dragon
Rojo” antes de proyectar la tan anunciada película de “El Santo contra las
Momias de Guanajuato”. Informaba de un evento internacional con malabaristas, impactantes
actos de magia oriental y una exquisita contorsionista.
El muchacho quedó cavilando sobre
aquel raro espectáculo mientras caminaba cumpliendo su quehacer; iba pensando
en el costo de la entrada y sobre lo que tenía que hacer para pagar el boleto. Prontamente
se puso a trabajar en la consecución del dinero. Comenzó con ahínco a hacer
diligencias a los comerciantes de la zona, trabajó llevando recados y mercancía
de un lado para otro entre los pequeños negocios que constituían el Pasaje
Sorocaima y el Mercado Municipal en el centro. Al medio día de la fecha del acto
del circo vió que todavía le faltaba un medio para completar el uno cincuenta
que costaba la entrada para los niños. Se dejó de pendejadas y fue hablar con uno
de los viejos comerciantes al que le hacía frecuentes mandados. Pidió le
prestara el faltante, comprometiéndose pagarlo con trabajo. El anciano pasándole
la mano por la cabeza, con un gesto de aprobación se lo prestó.
Al llegar a su casa contó a su madre
que tenía que bañarse y salir pronto ya que se había comprometido hacer un
mandado a uno de los turcos de la avenida. La mujer concentrada en su quehacer
no le prestó mucha atención. El muchacho
salió con premura hacia el cine y se quedó cerca de la entrada mirando a la
gente que entraba. Después de un rato vió que venía hacia la boletería uno de
los hombres más populares en el mercado. Se trataba del señor Vicuña,
especialista en bebidas y licuados; creador, según él, de la mejor pera de la
bolita del mundo. Caminó hacia el viejo y
entregándole el dinero de la entra le pidió que le comprara la entrada, además
le dijo que lo acompañaría a entrar, ya que no dejaban pasar niños sin
representantes.
En el interior del cine aquel niño
quedó impresionado por el conjunto de luces, además del movimiento de gente que
había en el recinto, sentándose alrededor de una gran circunferencia. Sentado
el chiquillo en una de las largas banquetas de madera pintadas de azul, espera
impaciente el comienzo del acto. Justo a la hora que se había indicado suena
sorpresiva una fanfarria con acordes achinados, anunciando el comienzo de la distracción.
Todos los artistas con sus vistosos atuendos lentejuelados desfilaron entusiasmando
a los espectadores. Se fueron presentando los actos, cada uno superado por el
siguiente.
Llegó el turno del Malabarista
haciendo una entrada estrepitosa, tirando cuatro platos de liviano peltre al
aire que pasaban casi rozando las cabezas de los presentes para luego aterrizar,
como atraídos por un magneto, sobre una varilla agarrada con la boca, otro en
el pie derecho y los otros dos en los índices de cada mano sin parar de girar;
mientras se balanceaba en equilibrio sobre un cilindro de madera con el pie
izquierdo.
Siguió el acto de magia, donde se tomaron
tres voluntarios del público para adivinar cartas que escogían momentos antes;
lo más deslumbrante fue cuando el mago le adivinó a los tres el último número
de su cédula.
Continuó el espectáculo de la mujer
serruchada por la mitad, aquella impecabilidad en el corte sin roja salpicadura
y la falta de un agudo grito de dolor dejo impávido al muchacho; el resto de
los espectadores aclamaron el acto con un seco “oooh” de asombro. Para el final
dejaron el acto que el chico estaba esperando ansiosamente, lo intrigaba el
retorcido e incierto nombre de la presentación.
Aparecieron dos asistentes con una
pequeña tarima, cubierta de una tela rojo púrpura con un borde dorado, y fue
colocada en el centro del círculo. Mas tarde enmarcada en una música de
ancestral timbre oriental apareció danzando la contorsionista. Movía con ella un
sinuoso y fino pañuelo morado que hacía resaltar el blanco de aquel sutil
rostro de porcelana casi geishado. Aquella preciosa y delicada niña fue subida tenuemente
a la roja tarima por los dos asistentes. Transcurrido un corto periodo estático
se fue moviendo lentamente, como si se estuviera derritiendo con el calor de la
tarde. De espaldas al niño, se fue doblando a tal extremo que logró pasar entre
sus piernas y quedar mirando de frente, sin mostrar el menor esfuerzo. El
muchacho impresionado veía aquellos movimientos de la niña como si emulara los
sinuosos desplazamientos de una culebra, el equilibrado balanceo de una cerbatana
mientras caza o el original arqueo defensivo de un alacrán.
La albina artista cerró el espectáculo
colocándose boca abajo y pasando sus pies hacia delante por encima. Colocó
ambos pies sobre la cabeza y luego a los lados. Por último, los levantó y movió
en un cordial saludo para todos los presentes. Otra gran fanfarria se dejó
escuchar, anunciando el final de toda aquella impresionante gala artística. El público
aplaudió emocionado a todos los virtuosos que se presentaron en el centro del
redondel. El muchacho se apresuró hacia la salida ya que se le había hecho
tarde. Al entrar a su casa pidió la bendición a su madre y pasó a la cocina a
ver si le habían dejado algo, miró a su mamá y le leyó el pensamiento: “el que está
en la calle come calle”; así que ni se molestó, total ya había cenado y quedado
satisfecho al contemplar tan inolvidable espectáculo.
Al momento de acostarse comenzó a
preguntarse cómo hacer para emular lo que había hecho la simpática chinita. Estuvo dando vueltas a la cabeza pensando en
preguntarle al chino de la tintorería para que lo asesorara sobre el tema; o
hablar con el maestro de deportes, cuando se reintegrara a clases al terminar
las vacaciones. Pensaba que seguramente el maestro lo pondría a hacer gimnasia,
con rutinas diarias de ejercicios de flexibilidad con lo cual lo lograría. Así siguió
toda la noche pensando en las contorsiones hasta que quedó sumido en un
profundo sueño.
En la mañana temprano despertó agitado,
se incorporó sentándose en la orilla de la cama mientras ajustaba sus
pensamientos. Volvió en sí, recordando que había tenido un agitado sueño donde recreaba
un episodio de su niñez cuando había ido a ver el circo chino. No supo si fue
parte del sueño, pero vino el recuerdo a su mente de una escena más dramática. Vió
a su adorable chinita tomar el puesto de la pobre Cándida Eréndira cuando fue tomada
por sus asistentes: uno por los brazos y el otro por las piernas y comenzaron a
exprimirle el copioso sudor que le había provocado la intensa actividad sexual
que había tenido ese día; así retornaba nuevamente a la actividad para lograr pagar
la deuda que, por su descuido, había contraído con su abuela desalmada. Frente
al espejo mientras se cepillaba los dientes, veía atrás cuando daban por
finalizado la sustracción de fluidos corporales y acicalaba a la sufrida
muchacha.
Pensó que estaba en un momento y espacio
donde todo era permitido. Osó entonces pensar en todo conjugando el verbo
“contorsionar”. Repetía gritando “Yo me contorsiono, tú te contorsionas,
vosotros os contorsionáis hasta desaparecer”. Riéndose con estruendosas
carcajadas logró ver en el espejo un abstracto ser sin forma ni sentido. Se preguntó si hábilmente había contorsionado su
cartera y su paupérrimo salario… Si he doblado las articulaciones del
presupuesto mensual llevándolo al margen dinámico de su elongación, ¿qué no
puedo hacer?... El septuagenario hombre en un trance estático pensó que podía contorsionar
su cuerpo hasta desaparecer, olvidarse de todas y cada una de sus infinitas
preocupaciones. Así lo hizo, consiguió doblar su cuerpo de una forma tal que logró
introducir la cabeza en su ducto rectal, lo último que dijo “se fue la luz”.
18-06-2022
Corrector de estilo: Elizabeth
Sánchez
Increíble. Te quiero mucho hermano
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