domingo, 22 de agosto de 2021

UN MAESTRO QUIJOTESCO

Por Humberto Frontado



            Hace muchos años, durante los últimos días de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez se inició esta interesante y triste historia. Un joven estudiante se había graduado con honores en el Liceo Fermín Toro de Caracas. El padre militar al servicio del dictador siempre lo había incitado para que hiciera carrera en la Escuela Militar. Por otro lado, su madre quería que estudiara para seminarista en la Universidad Católica Andrés Bello, ansiaba que su hijo fuese cura. El muchacho se vió tan presionado por ambos flancos que tuvo varias noches sin dormir, pensando cuál sería la mejor solución para asegurar su futuro.

          Esa mañana el bachiller se levantó temprano y mientras se cepillaba los dientes, de repente vió el espejo iluminado por su intensa sonrisa. Había aparecido en su testa la solución a su desdicha. Se vistió rápidamente siguiendo el protocolo marcial enseñado por su padre y al que estaba acostumbrado, la misma rutina usada todos los días; sólo que en esta ocasión en lugar de ir al Liceo se fue directo a casa del tío, antes que se marchase a su trabajo. El tío era Licenciado y tenía un alto cargo en el Ministerio de Educación. Le confesó estar contrapuesto a los designios de sus padres, dijo que no quería seguir estudiando y pretendía ponerse a enseñar a otros. Le explicó que comenzaría a dar clases en una pequeña escuela y que para eso bastaba su título de bachiller; después con el tiempo podría optar por estudiar la licenciatura. El tío le advirtió sobre la molestia que causaría esa decisión a su padre, recomendándole continuar estudiando y hacer una licenciatura como profesor. Le explicó que con las nuevas modificaciones del magisterio ya estaban solicitando títulos en Licenciatura para dar clases. El joven se levantó de su asiento y mirando fijo a su familiar le dijo.

          -        ¡Ya basta tío!... yo no quiero seguir bajo el yugo de mi padre… yo quiero ser libre, dueño de mis decisiones.

            El Licenciado se levantó también y poniendo las manos en los hombros de su sobrino pensó un instante y le dijo que lo iba a ayudar; le buscaría el empleo de maestro que quería. El muchacho aprovechando la venia de su consanguíneo le comenta.

           -        Tío le pido, por favor, que el empleo esté un poco retirado de aquí de la Capital.

           Al siguiente día el diligente tío le consiguió el puesto de maestro tal como él quería, era una pequeña escuela que estaba ubicada en una pequeña isla llamada Coche, que junto a Cubagua y Margarita conformaban el Estado Nueva Esparta. Más lejos de la Capital no lo vas a conseguir, le dijo el tío.

       -        Ya envié un telegrama al inspector de la zona educacional en Porlamar notificando tu llegada a Coche, si quieres puedes salir pasado mañana de aquí.

           El día de salida, con su pequeña maleta, se acerca a su madre que estaba en la sala bordando. Ella sospechando la partida, echó a un lado el tejido y se levantó. Su hijo le tomó las manos y le contó rápidamente todo sobre su decisión. La madre triste le dijo.

         -        Está bien hijo, esa es tu decisión… te pido por favor, no te despidas de tu padre… yo me encargo, buscaré la forma de decirle todo y que entienda... no va a ser nada fácil.

           Se abrazaron un momento, le dió un tierno beso en la frente. La mujer no pudo contenerse y rompió a llorar mientras él se marchaba.

           Fue un extenso recorrido que partió desde el Terminal del Nuevo Circo de la zona Metropolitana hasta Cumaná. Allí pernoctó en una posada cerca del pequeño terminal de pasajeros. En la mañana el dueño de la posada se ofreció llevarlo hasta su destino en su vehículo, aprovechó también para explicarle todo lo que tenía que hacer para llegar a su meta. El largo viaje le sirvió al joven para reflexionar profundamente sobre la decisión que había tomado. Esos últimos años su pensamiento había sido impregnado de ciertos delirios de libertad y cambios insuflados por sus compañeros de clase en el Liceo.

          Ya cerca de la costa sintió el penetrante olor salino del mar, había llegado al pequeño pueblo de Chacopata. Después de dar las gracias al señor que lo había traído se dirigió hasta la playa donde había una ranchería; saludó a los pescadores que allí estaban y les preguntó por algún bote que fuese a salir ese día a la Isla de Coche. Éstos haciendo un alto a la faena de remiendo del mandinga le explicaron, señalando hacia el pequeño muelle, que un bote estaba por salir hacia ese destino. El joven dió las gracias y se encaminó hacia el embarcadero. Al llegar cerca del bote indicado vió a un joven arreglando algunas cosas, le preguntó por el Capitán y éste le dijo que estaba por llegar. Al rato arribó un carro trayendo una persona mayor pero aún fuerte, ataviado de un sudoroso y salobre sombrero de paja, pegó un profundo chiflido al ayudante para que fuera a su encuentro. Entre ambos trajeron la mercancía hacia la nave. El hombre veterano estaba curtido por el salitre; tenía el  rostro lleno de intrincadas arrugas que trazaban un sereno mapa de sitios y edades andadas, enmarcados en una seguridad única amasada por la experiencia. El joven se acercó y preguntó.

          -        Buenos días… Maestro… ¿es cierto que usted está a punto de zarpar a Coche?

          -        Si ya voy saliendo… ¿por qué? - pregunta sin mirar al joven.

          -        Ah, porque quiero, por favor, me lleve a Guamache... yo le pago el viaje.

           El viejo levantó la mirada y con una sonrisa asintió con su cabeza y le dijo que esperara un momento. Entre los dos navegantes bajaron a la lancha la mercancía que habían cambiado por pescado salado traído desde Coche. Ese era una forma de sustento para el cochero desde hacía mucho tiempo, sólo que antes ese viaje se hacía con el bote a vela.   Entre la mercancía había sacos de harina de maíz y arroz, latas de manteca, papelón y una cesta con algunas vituallas; además, unas latas de aceite para el motor.

           El bachiller esperaba impaciente la orden de embarque, estaba parado cerca de la popa del bote con su pequeña maleta de cuero a un lado, en su mano derecha un portafolio también de cuero donde traía algunos libros.

        -        ¡A bordo que la mar tá guena! – gritó el Capitán al extraño pasajero para que subiera al bote – quítese los zapatos y arremánguese el pantalón.

           Trastabillando un poco logró entrar al bote ocupando el sitio que le indicó el viejo marino con su mano. Se sentó en el travesaño colocando su maleta al lado, los zapatos y su maletín sobre las piernas. Ya listo el Capitán para encender el motor el joven lo miró y carraspeando la garganta le dijo.

          -        Capitán disculpe… escuché cuando dijo … ¡a bordo que la mar tá guena!... he de decirle que así no se dice… lo correcto es decir… ¡a bordo que el mar está bueno!... eso es gramática… ¿sabe algo de lingüística?

           -        ¡No, mijo!... no sé nada de eso – le contesta inocente el analfabeto marino.

           -        He de decirle que usted ha perdido buena parte de su vida.

           El viejo lobo de mar hizo caso omiso a la impertinencia de aquel barbilampiño. Ya sin amarras prendió el motor, levantó la voz para animar al viajero diciendo.

           -        ¡Ajuala haiga guen tiempo, para llegar bien rapidito!

           El insolente muchacho no se pudo contener y levantando la voz reprochó nuevamente al viejo diciéndole.

          -        Capitán, por favor, no se dice… ¡ajuala haiga guen tiempo!… Se dice… ¡ojalá haya buen tiempo!

           El viejo navegante sonriente asintió con la cabeza y enfiló su nave hacia el objetivo trazado. Cuando llevaba apenas unos minutos de viaje el ayudante le hace unas señas al capitán para que observara al capitalino y se cruzaron una pícara sonrisa. El mozalbete iba mareado agarrándose fuerte del borde del bote.

           Cuando iban un poco más de la mitad del recorrido se oyó una discordancia en el ruido envolvente y continuo que traían desde que salieron, el motor comenzó con una intermitencia en su sonido hasta que se sumió en un profundo silencio y dejó de trabajar.

          -        ¿Qué pasó capitán? – preguntó extrañado el cuasi maestro.

          -        Se paró el motor – contestó calmado el viejo marino – voy a ver que tiene.

           Mientras el capitán y su marino luchaban por reparar el rancio fuera de borda, el joven notó que el nivel de agua dentro de la lancha estaba subiendo rápidamente. Nervioso les comenta a los ocupados marinos.

          -        ¡Epa, amigos!… parece que le está entrando agua al bote.

          Los dos tripulantes al escuchar lo que había dicho el joven se voltean en dupla y miran hacia el interior del bote, de inmediato dejan de atender la máquina y comienzan a revisar la estructura de la nave; lograron localizar la entrada de agua, era una fisura entre dos tablas inferiores de estribor. Después de evaluarla el Capitán miró a su marino y movió negativamente su cabeza indicando que había un problema grave. Oteó con agudeza el horizonte hacia la Isla de Coche y buscó referencias con tierra firme. Moviéndose rápido tomó un largo mecate y ató una de las puntas a la base del motor y la otra a una lata vacía de manteca que serviría como una boya marcadora. Al terminar se dirigió al bachiller y le pregunta.

         -        Mijo… ¿usted sabe nadar?

         -        No, yo no sé nadar – contestó el joven moviendo la cabeza nerviosamente.

        -     ¿Cómo va a ser paisano?... ¡que vaina caraaajo!.. quiere decir que usted ha echado por la borda toda su existencia estudiando tantas soqueteadas pá nada… bueno lo dejo a cargo del bote, cuídeme al viejo Evinrude.

           El muchacho todo nervioso y casi a punto de romper en llanto no atinó a entender lo que el viejo capitán le había dicho. Los vió saltar uno a uno por la borda y echarse a nadar, poco a poco se fueron desvaneciendo en la lontananza. El bote iba hundiéndose lentamente con su ocupante que no dejaba de aferrarse a su entrañable maletín de cuero.

            Los dos tripulantes nadaron hasta llegar extenuados a la isla, viendo el triste ocaso que los acogió.  Los dos náufragos fueron rescatados casi llegando a tierra, fueron atendidos en el pueblo mientras contaban la odisea. Ya en la noche dieron parte al Jefe Civil, mencionando que venía con ellos un joven que iba a trabajar en Coche. Nunca supieron su nombre, ni qué venía hacer. La familia no supo más de él, ni se dignaron buscarlo porque su padre lo había execrado. Se dijo que el tío le contó al padre del muchacho sobre su osada decisión; y que él mismo solicitó le asignaran una escuela bien lejos para que se jodiera y se arrepintiera.

          Aunque era siempre Moco en Valleseco el que entre palos echaba el fatídico cuento, no se le atribuyó responsabilidad en él. Lo cierto es que la historia quedó como un mito reflexivo: “nos sirve más una práctica personal para hacer una cosa, que una colección de conocimientos que nunca aplicaremos”.

 

Venezuela, Cabimas, 22-08-2021.


            Nota: Este relato esta inspirado en una de las lecciones de vida de la tradición popular Sufí, protagonizadas por el maestro Mulla Nasrudín.

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