Por Humberto Frontado
Como en todo pueblo de antier, en
sus albores había a quien se le atribuía la responsabilidad de traer y llevar las
informaciones que descollaran en los pueblos vecinos y el propio. Hombres que
contaban al pie de la letra sobre los sucesos y también quienes la relataban
con algunos aderezos particulares que los sustraían de la cotidianidad. Esas personas
además de relatar los sucesos se autodenominaban cronistas del pueblo. Si
alguien quería enterarse de algún acontecimiento recurría a la reminiscencia de
ese memoriado personaje.
Era innegable que en esa época se respetaba
al hombre que profesaba tal trabajo. En una silla recostada a la pared de su
casa, con un despellejado pocillo de peltre se tomaba a pequeños sorbos una
borra de café que ya había sido hervida por tercera vez. Atendía a cualquiera
que viniera a preguntarle lo que sea: tumultos ocurridos en las fiestas patronales
o cualquier celebración, desvaríos de parejas, información meteorológica interpretada
de los halos de café reflejados en el tiesto esmaltado. El prestigio que habían
logrado esos particulares personajes se fue desechando cuando fueron remplazados
por gente inescrupulosa, que otearon el cargo como una atalaya para la mentira
y joder a los demás. Comenzaron a adulterar las notas de prensa y hacer las noticias
insólitamente creíbles, así como concebir inverosímiles cuentos, cachos, etc.
Así se alcanzó a instaurar en cada
pueblo el embustero de profesión. Cada sector tenía dos o tres mentiroso de
mala calaña. En el pueblo de Valle Seco se rompió el molde y en una época gloriosa
para la estirpe llegó a haber más de una docena. Era tanta la gente contando
las cosas todas embrolladas y en un sentido jocoso que se llegó a un punto en
que se pensaba que nada era cierto, todo era una confusión. La gente que iba hacia
abajo más bien venía de allá, pero con menos velocidad en el andar. La sal era el
azúcar y era mucho más salada y viceversa. El café lo molían con moñinga de chivo,
decían que tenía un oxigenado sabor con más bouqet, pero con un pequeño y agradable
amargor.
El pueblo de Valle Seco llegó a
permanecer estático por un lapso de espacio que no se sabía si era corto, grueso
o ancho de tiempo. Para los botes que salían con rumbo a la Isleta, era tan
incierta su orientación a medio camino que el capitán rodeaba la isla y
atracaba nuevamente en el muelle; optaron por amarrar las lanchas al muelle y
no salir más. Los pescadores venían con los botes cargados de peces y casi
llegando a la playa los reembolsaban al mar para decir luego que habían pescado
mucho, pero con mucha mala suerte; así se justificaban y se echaban a reír a mandíbula
batiente para celebrar su descalabro.
Un día llegó temprano el jefe civil para
poner orden en el pueblo y después de escucharlos un largo rato regresó a su
pueblo comenzando el crepúsculo, desconcertado montó su burro al revés y veía que
cuando avanzaba hacia El Cardón se alejaba más de éste, apareció después de
tres días de delirante travesía. La gente al notar que la máxima autoridad había
estado zozobrando en toda esta envolvente atrocidad comenzó a preocuparse,
pensaban que la perversidad que se había desencadenado podía, como una maléfica
pandemia, trasmitirse al resto de los pueblos de la Isla de Coche. Se decía que
el acérrimo apego que había alcanzado la gente a las embustes y la echadera de lavativa
fue como una enfermedad. Todas las personas sin excepción, grandes y chicos sentían
una satisfacción desmedida por la mentira. Los padres sabiendo que los hijos le
mentían, le respondían con una mentira aún más grande, como si se tratara de un
desafío evolutivo más que moral y racional. Igual sucedía con toda la gente, no
había distingos; en este sistema el pobre sentía satisfacción de engañar al que
tenía más, total ese señor de más rango y posición era un doble mentiroso, al
cual no le salían con gracia porque ya era su costumbre y los inventaba sin sazón
ni encanto.
Los médicos aprovechaban sus
mentiras para asustar a los enfermos más de la cuenta y hacerlos recuperar prontamente.
En la salina era todo un descalabro, la gente decía que tenía el saco lleno cuando
sólo tenía la mitad. El celador les decía que faltaba un cuarto de medio saco
para que se lo creyera el mentiroso hombre y se lo hicieran vaciar y llenar más
adelante antes de subirlo a la gabarra. Llegó a darse un fenómeno insólito, a las
pobre gallinas se les llamaba para que comieran maíz, sus dueños metían la mano
en el saco y hacían el amago con la mano como si regaran el maíz en el patio,
ante el engaño las aves se quedaban mirando como “gallina que come sal”. A los
burros se les daba agua primero a reventar y luego se les daba un gran haz de
paja que ya no querían; todo era un caos, era una rochela permanente en el
pequeño pueblo.
Lo último que sucedió fue cuando Moco
uno de los embusteros más famosos del lugar desapareció sin dejar rastros, la
noticia causó gran conmoción, corrió como pólvora, fue llevada a toda la isla por
su archienemigo Mojito. Uno de sus principales rivales en las peleas de embuste
en todo coche. Contó con lujo de detalles todo lo sucedido: a unos les contaba
que Moco había zozobrado y se había ahogado entre Chacopata y Coche, habían conseguido
su bote a la deriva frente a Araya. A otros les dijo que se lo había llevado la
Chirigua, tomándolo por el pescuezo como un pollo, lo arrastró hacia los cerros
y todo por falta de respeto: había echado un mal chiste sobre ella, tildándola de
mujer fácil.
Al
saberse la noticia, todo el pueblo entró en una tregua de compasión y tributo;
guardaron reposo en sus mentiras y desvaríos. Apesadumbrados, rindieron culto a
uno de los inspiradores de esos grandes momentos que habían vivido de diversión
y sin razones. De desinterés por las cosas a las que habían estado encadenado y
los hacía insípidos y faltos de vida. Las embustes habían llegado a establecer
un nuevo canon de vida en la isla.
Sintieron que con tantas viles mentiras
que antes los arropaban y martirizaban, se acogieron abiertamente a las fútiles,
dulces, jocosas, sin malicias que los hizo vivir en un mundo sin fin; construidas
de pequeñas mentiras piadosas donde las verdades llegan a ser intrascendentes y
sin prestancia. En ese sumiso tributo estuvieron todos en sus casas acatando un
duelo de apretado silencio. El acontecimiento fue borrando esas ansias absurdas
de mentir, la gente fue retornando al ritmo de vida acostumbrado, los hombres salían
a pescar y de regreso se metían al chinchorro a esperar la comida, los
muchachos a ir a la escuela y las mujeres a ocuparse de todos los quehaceres de
la casa.
Una semana después de la partida del finado
Moco ocurrió algo trascendental en el pueblo. Apareció de la nada y resucitado el
viejo Mónico. Salió de su casa trastabillando, todo débil y encandilado, lleno
de polvo. Sorprendió a todo el pueblo inclusive a sus hijos y a Genara, su
mujer, que lloraba desconsolada. El condenado hombre había permanecido escondido
todo ese tiempo, metido en un hueco que el mismo había cavado tiempo atrás bajo
su cama. Había forrado el agujero con tablas y servía para esconder a los hijos
cuando llegaba el ejército a querer llevárselos reclutados para el servicio
militar. Permaneció todo ese tiempo enguacalado en el hoyo, sigiloso, comiendo
casabe con pescado salado, con una pequeña tapara con agua.
Sin parangón esa ha sido la más grande
mentira que se ha tejido en toda la Isla de Coche, siempre será recordada como
un tributo al viejo Mónico… campeón de los embusteros.
01-05-2022
Nota: En
la literatura popular venezolana, un “cacho” es un cuento corto anecdótico,
cuyas principales características son la mentira, la exageración y lo jocoso.
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