Por Humberto Frontado
- ¡Mamá! … allí está llamando el cabezón Freddy en el portón, preguntando si le vamos a agarrar la dupleta – llamaba exasperado el niño a su madre desde su cuarto.
- ¡Dile que sí! … agárrale un tique – contesta la mujer desde la cocina mientras lavaba los corotos del desayuno.
- ¿Cuál agarro? – pregunta desconcertado el cándido chiquillo.
- ¡Cualquiera mijo! … cualquiera que te guste – resuelve la ocupada mujer sin darle importancia por lo que decidiera su hijo.
El inocente muchacho se encara,
asistido por el dupletero, a una cuadrada cartulina blanca llena de números y raros
nombres entrecruzados llamada dupleta. Su nombre provenía de dupla o par de
aciertos que se debía cumplir en un juego para hacerse acreedor de un premio. Este
juego era de azar y ofrecía la oportunidad, al que a ella se asociaba, a
ganarse unos reales. Estaba asociado a las carreras de caballo del domingo en
el hipódromo de la Rinconada pertenecientes al juego del 5 y 6. Había que
escoger dos nombres de caballos en dos carreras que habían sido escogidas por
la persona que generaba la dupleta.
La dupleta fue un juego que se
popularizo en Venezuela a finales de la década de los sesentas y daba la
oportunidad de ganar hasta 120 bolívares exponiendo un bolívar, que era lo que valía
el tiquete. Permitía que la gente de bajo recurso también pudiera jugar a los
caballos, si no tenías los cuatro bolívares mínimos que costaba sellar el cuadro
más barato.
Ya de tarde en ese ansiado domingo llegó el muchacho después de darse la última carrera, con una expresión de alegría en su rostro, llamando a su madre.
- ¡Mamá! … ¡mamá!
- ¿Qué fue mijito? … ¿porque vienes con tanto aspaviento y alboroto? – pregunta sorprendida la madre al hijo desde su cuarto.
- ¡Mamá! … ¡ganamos la dupleta! … ahí viene el cabezón Macúma a traernos la plata que nos ganamos – responde el ansioso y agotado niño.
- ¡Se armó un limpio! - fue lo que alcanzó a decir entre dientes y persignándose la sorprendida mujer.
Se entregaba lo recaudado y se mostraban
los números de la colecta. Fueron recogidos noventa y cinco bolívares; a la
banca le quedaban cinco y al ganador noventa. El chico también salió ganando ya
que le dieron cinco bolívares por haber acertado los dos ganadores. Las
dupletas llegaron para completar la semana del azar. Las damas apostaban durante
seis días jugando animalitos y la Lotería del Zulia y el domingo a la dupleta.
Dos años después, en un sábado
cualquiera, ocurrió que un trabajador petrolero después de su almuerzo salió a
trabajar con la guardia de tarde, dejándole a su esposa cuatro bolívares debajo
del pote de café con instrucciones precisas para que fueran a sellarle un
cuadrito de caballos. El cuadro del 5 y 6 de cuatro bolívares era famoso por
ser el más económico. Había una forma sencilla de hacerlo. Se agarraban tres
caballos a un bolívar cada uno, luego se acompañaban de tres favoritos que no
tenían valor, más la compra del formulario y su sellada que valía un bolívar.
El cuadro había que marcarlo bien ya que cualquier error era fatal, había que
comprar otro formulario; así que si ibas fallo, con sólo los cuatro bolívares
te regresabas a casa a aguantar los regaños. Había que rellenar los recuadros y
hacerlo con firmeza, para que se copiara bien con el papel carbón que tenía
entre las hojas. El original más la primera copia eran para el hipódromo y la última
copia para el cliente.
La experiencia que tenía el párvulo
para escoger los caballos era mínima. Leía el nombre del caballo y si sonaba
bonito o expresivo con eso bastaba. Los caballos con nombres en ingles eran los
preferidos en seleccionar por ejemplo: Black Night o Water Star. A veces era
por el nombre del jinete, porque era conocido por la radio y luego en la televisión
(Juan Vicente Tovar, Gustavo Ávila o Balsamino Moreira).
A medida que transcurría el tiempo aquel niño
comenzó a codearse con el medio hípico dándose cuenta que muchas veces era preferible
exponer unos bolívares más en el cuadro para aumentar las probabilidades de
acertar los seis o cinco ganadores, así como estudiar detenidamente las estadísticas
asociadas a cada caballo. Para ello se valía de la Fusta Hípica o del periódico
Panorama del sábado, que incluía el suplemento y la página de los datos hípicos.
El aficionado hípico se convirtió en
un estudioso de los caballos, llegó a dominar las variables que había que tomar
en cuenta para acertar más las carreras. Lo primero que tomaba en cuenta era la
distancia, que podía estar entre 1000 y 1600; el número de apariciones que
tenía el ejemplar y las que había ganado; la posición de partida que tenía el caballo
y su desempeño por dentro y fuera de la pista; el jinete y sus escrutinios,
especialmente con el caballo que montaba ese momento.
Aquel muchacho había despertado y creía
haber descubierto la fórmula secreta para hacerse de dinero. Bien lo decían los
que estaban enviciados con las carreras y dejaban todo el dinero en ellas, además
de jugar y conocer las estadísticas “había que arriesgar para ganar”. Ya los
cuadros no eran de 4 bolívares, llegaban a costar ocho y hasta doce bolívares. Sin
embargo, lo que vió el joven y lo desencantó al punto que dejó de jugar, fue que
aun costando más los cuadros seguía teniendo los mismos resultados, máximo cuatro
aciertos.
Transcurrieron los años y aquel
muchacho entró a la universidad, recordando nuevamente sus experiencias hípicas
de niño. Durante una de las clases de estadísticas el profesor habló de las
probabilidades, habló en forma sencilla y entendible lo más básico. La
probabilidad de salir cara o sello cuando se lanzaba una moneda. Los ejemplos
se iban haciendo más complejos cuando habló del dado y sus seis caras y la probabilidad
de salir la cena o el uno.
El bachiller no aguantó y apresurado
por desentrañar el misterio pregunto cuál era entonces la probabilidad de
acertar el cuadrito de cuatro bolivaritos en el 5 y 6. El profesor mareó al
estudiante al hablar de las variables y la ponderación de efecto sobre los
resultados. Se defendió como gata patas arriba y dijo que era un cálculo
complejo y difícil de conseguir y que averiguaría un poco más sobre el asunto
en particular y se los traería luego. No se volvió a escuchar más del asunto en
clases y se pasó a otros puntos no tan impresionantes de la estadística.
No había transcurrido mucho tiempo
cuando de nuevo una tarde el joven universitario, acostumbrado a ir con sus
colegas a un bar ubicado en una esquina detrás del módulo de la Universidad del
Zulia en Cabimas, se topó con su destino hípico. El barcito se llamaba El
Margariteño, atendido por Luis su propio dueño; era un oasis perfecto para celebrar
la pasada de una materia o la calentura de haberla reprobado. También para
curar un despecho o un rechazo de alguna chica pretenciosa. En el interior del bendecido
barcito el bachiller escuchaba disimulado la conversación que llevaban a cabo dos
personas en la barra, no parecían estudiantes más bien profesores. El oído del
bachiller se agudizó cuando notó que los tipos hablaban de las carreras de
caballo de esa semana y de los resultados de las pasadas. Lo cumbre y lo que
hizo que interviniera en la conversación fue cuando hablaron de las
sinvergüenzuras que se estaban suscitando en el hipódromo de la Rinconada
durante las carreras que alteraban las posibilidades del triunfo.
Los dos tipos hablaron sobre el
dopaje de los caballos para ralentizarlos, los jinetes comprados que frenaban o
castigaban sin compasión y a su conveniencia. Hablaron también de lo que ocurría
en el establo minutos antes de entrar el caballo a la carrera, a manos del
entrenador y el preparador en detrimento físico del equino. El joven no podía
creer lo que los dos rematadores de oficio habían expuesto. Se preguntaba cómo
era posible todo eso en el hipódromo cuando hay autoridades y fiscales que debían
evitar eso. La respuesta de los señores derrumbó toda la estructura de
credibilidad que tenía el chico en el mundo hípico. En su casa ya para dormir
no podía conciliar el sueño pensando en la mala experiencia moral que había
vivido, pensó en el engaño que había detrás de todo ese mundo, en las personas
que habían perdido sus reales en esa vil trampa.
Al día siguiente tenía clases de estadística, fue el primero en entrar; espero que el profe comenzara la clase y levantó la mano abruptamente. El profe sorprendido le señala con la mano que se exprese. El estudiante en tono recriminatorio le pregunta.
- Profesor, disculpe… ¿Qué pasó con lo que iba a conseguir sobre el resultado probabilístico de acertar un cuadro de caballo de cuatro bolívares? Usted nos prometió que lo iba a averiguar.
- Bachiller…- contestó el profesor sorprendido – yo les dije que ese era un cálculo difícil de realizar por las variables implícitas en él.
El joven impaciente le interrumpe diciendo.
- ¿Qué tal profesor …si decimos que el resultado del planteamiento va a depender directamente de la Lógica Hípica?
- ¿A qué se refiere usted bachiller con ese término? – increpa medio molesto el pedagogo – explíquese bachiller.
- Fácil profesor …en este caso el resultado no va a depender de las probabilidades estadísticas, ni a las abigarradas ecuaciones que podamos encontrar… De que vale evaluar un sinnúmero de variables probabilísticas para obtener el resultado de una determinada carrera si unos condenados sinvergüenzas drogan o lastiman al caballo favorito, además un desconsiderado y bandido jinete lo aplaca o lo tortura con la fusta para que no gane. Es una cosa que no tiene sentido. Esa misma Lógica Hípica la puede usted aplicar también para advertir quién ganará en unas elecciones presidenciales con una institución electoral amañada, y así en otros tantos escenarios donde se pueda filtrar la picardía de aquel que se vale de lo que sea con tal de ganar.
Argentina,
Buenos Aires, 27-04-2021
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