(INTROITUS MENTALES)
Por Humberto Frontado
Hace muchos años atrás, entre finales
del siglo XIX e inicios del XX en la España aldeana, se dieron dos aberrantes
hechos: el primero protagonizado por Juan Díaz de Garayo un asesino serial,
catalogado así luego por la CSI USA, quien dió muerte a media docena de
mujeres, varias de ellas prostitutas. Años más tarde apareció Francisco Leona acompañado
de tres personas más y asesinaron a un niño por cuestiones de brujería. Esos dos malvados criminales con sus historias
fueron convertidos en leyendas por los pobladores, llamándolos los
sacamantecas. Lo cierto es que a partir de allí y aprovechando las macabras
historias ocurridas, alguien más maquiavélico que los propios Juancho y Pancho se
le ocurrió una brillante idea para mantener a los chicos controlados. Creó el
mito de un hombre misántropo, huraño y misterioso que se llevaba a los niños
desobedientes, metiéndolos en un saco que traía en sus hombros, los arrastraba a
una cueva que tenía cerca del lugar y los devoraba uno a uno.
Esta fue la formula rápida y segura de
mantener a los chicos quietos y a raya mientras los mayores hacían los quehaceres
de la casa y del huerto. En las noches aparecía nuevamente para llevarse a los
niños que no se acostaban temprano y hacían berrinches. Así continuó la
historia del sacamantecas. Este relato se exportó tal cual a todos los países del
nuevo mundo cambiando sólo el nombre de “El sacamantecas” por el de “El hombre del
saco”, “El viejo del saco, “El coco”, “El Silbón”, “El viejo de la bolsa”,
“El
viejo del costal”, “El hombre de la bolsa”, etc.
Una vez contó un niño ya viejo que
cuando vivía en los campos petroleros de Lagunillas los visitaba consuetudinariamente
todos los sábados “El hombre del saco”. Ese bendito día ningún niño lograba salir
de su casa, únicamente podían asomarse por la ventana para ver pasar aquel monstruoso
ser. Vestía con harapos viejos, usaba un sombrero negro todo ruñido; su inolvidable
rostro todo sucio lo cubría una larga barba oscura hecha greñas y sus dientes todos
cariados. Los pequeños vivían aterrados ante su presencia, ese día sus conductas
eran intachables y en la noche se iban a dormir temprano, después de ver en el
televisor Sábado Sensacional.
El hombre del saco visitaba el sector buscando bastimento. Apenas entraba en la calle comenzaban a ladrar los perros. El malvado hombre golpeaba y rastrillaba con un palo la pequeña cerca de ciclón azuzando y enfureciendo a los perros por puro placer. Se iba deteniendo en cada portón gritando le ayudaran con cualquier cosa. Un día la benevolente madre del chico al oír ladrar a los perros esperó al indigente en el portón y le obsequió una bolsa de plátanos del comisariato. Al hacer la entrega la doña notó la cara de descontento del viejo y se retiró disimuladamente, escondida entre las matas del jardín le siguió con la vista. El condenado hombre tiró el paquete de plátanos en la pipa de la basura de la casa vecina. La señora salió a la calle hecha una fiera gritándole a toda voz.
- ¡Mira desgraciado!... mañana vienes otra vez a pedir comida… malagradecido…un buen palazo es lo que te voy a dar cuando te vea por aquí otra vez…desgraciado, malacostumbrado.
La señora molesta y desconcertada sacó
la bolsa de plátanos, sin dejar de observar al malayo hombre que caminaba
presuroso hasta la salida de la calle. Esa fue la última vez que se vió al “Hombre
del saco” por los predios de esa calle, que luego se hizo famosa y recibió el
nombre de Broadway. Desde esa vez muchos de los niños del sector se dieron
cuenta que el hombre del saco no era tan fiero como lo pintaban y lograron disipar
algunos miedos.
Con el tiempo ese folclórico
personaje continua presente en las mentes de nuestros niños, porque aún persiste
en los mayores la costumbre malaya de manipularles sus inocentes miedos. Ahora
bien, el hombre del saco se hace más trascendente cuando logra cedernos a cada
uno de nosotros su mugriento y rullido saco. Ahora somos nosotros al igual que él
zaparrastroso sacamantecas tener a cuestas el bendito saco, pero ahora conteniendo
de nuestros miedos. El tamaño del saco será proporcional a las perturbaciones
emocionales que nos envuelven, en él se irán sedimentando todos esos miedos que
la sociedad y nuestro entorno nos imponen y exacerban sistemáticamente.
Hoy en día el saco, además de acumular
nuestros miedos particulares también está abierto a recibir los miedos colectivos.
Eso lo podemos comprobar cuando vemos una noticia a través de los medios de difusión
disponibles, como el de hoy de moda: el whatsapp. Que si el calentamiento
global, las guerras de todo tipo, poder, religión, con razón o sin ella, etc; las
muertes inesperadas de nuestros seres queridos, a manos del hampa, falta de atención
hospitalaria, covid-19. La crisis de inseguridad debido a la criminalidad
desatada, muchas veces producto de la situación económica en el país. Toda esta
maléfica información va nutriendo nuestro saco a cuestas.
El miedo pandémico ofrendado por el
Covid-19 que deambula por nuestra ciudad y va arrasando con quien sea, irrespetando
a los que tienen y a los que no. El miedo de vivir en Cabimas que hoy se ve casi
desocupada, llena de casas y edificios muertos, sin colores, desteñidos y
escarapelados. El miedo con el que manejamos los malabares de nuestra economía
particular, que nos han impuesto los políticos permanentes cual sea el bando.
El miedo hacia el sistema judicial que nos desampara e inclina su maleable brazo
hacia el que ofrezca más verde o tenga pedigrí mafioso. El miedo que provoca el hecho impactante de tener
la ciudad abarrotada de delincuentes que días atrás estaban presos, pero que de
la noche a la mañana, por arte de magia y por obra y gracia del espíritu santo quedaron
todos libres y despachados a la calle, según y que había exceso de huéspedes en
las habitaciones del retén.
Este espectáculo de dantesco terror que
ha sido nuestro desde hace dos décadas, prácticamente nos ha petrificado para
ser testigos mutis de ello; cada sociedad, al igual que cada familia tiene sus
propias facetas de miedos ocultos. Tal es el caso impresionante del municipio
Santa Rita (Zulia) donde el acrecentado miedo colectivo ha logrado desbordar el
saco hasta más no poder en su población. Cuentan que en ese sector la gente huyó
despavorida abandonando sus bienes y residencias por extorsión y amenaza de
muerte. Han dejado sus negocios para mudarse a otras regiones y comenzar de
nuevo.
La Rita es un lugar, muy al estilo de
los vaqueros de antes, ausente de ley y orden. La Guardia Nacional presente vive
un miedo constante, han tenido que anular el tránsito principal de la vía y
acuartelarse por temor a ser atacados, meses atrás hubo un ataque y robo al
parque de armas y municiones donde secuestraron a un funcionario que luego mataron.
Igual sucede con el cuerpo policial, aunque dicen las malas lenguas que ellos son
hampones con chapas de agentes. Las estaciones de servicio son privilegios
otorgados a los conectados a la gran mafia, no hay participación para los
simples mortales; si te atreves estarías a expensas de que te den unos tiros o
te roben el automóvil por haber ingresado a predios del exclusivo club.
Internarse a las aguas del lago de
Maracaibo está prohibido para quien tenga una lancha e intente dar un paseo,
menos aún si pretende pescar. Sólo está permitido el libre tránsito para los
que están conectados a las grandes mafias de narcotraficantes. Santa Rita es un
modelo a escala al que apunta el futuro de nuestro país.
Es cierto que en la década de los
sesentas y setentas Santa Rita era conocida en el territorio por su actividad clandestina
de mercancías prohibidas como whiskies, cigarrillos y armas. La bravura de sus
hombres, sus calles manchadas de sangre brotadas de orgullosas familias que se batían
a tiros debido a viejas rencillas heredadas de sus ancestros. Notorios
apellidos como Melean, Semprún, Gotera, etc. Destacaron personajes como el chino
Pantoja que era un PTJ traído de la capital para limpiar de malandros a La Rita.
La operación de contrabando magnificada por el archiconocido Pólvora. El
sicariato protagonizado por el Guayacán, famoso por su intachable cumplimiento del
deber. Esta fue la historia dorada que
se rodó a modo de película para esa época. Representó una situación que fue
controlada en su momento por las autoridades que no se dejaron amilanar por el
hampa, lamentablemente pareciera que el escenario actual desbordó su cauce y se
ha convertido en un espeluznante monstruo.
Nuestros miedos son como la pizza, no
la inventamos, pero la hemos adoptado tropicalizando su sabor, agregándole nuestra
propia salsa tomatosa de roja angustia; nuestros
distintivos condimentos como cebollaceos temores, salados chorizos de inseguridades,
picantes desconfianzas, mostazinos recelos, pavorosos salamis, sustos oreganosos,
fileteadas amenazas, salteado de sobresaltos de horror, mucha sospechosa mozzarella,
unos cuantos granos de negra pesadilla pimientoza, una pizca de agobiante turbación,
una que otra desazón fóbica, etc, etc.
Este particular miedo devora abruptamente
cualquier ápice de persistencia que brote en nuestros ciudadanos. Cualquiera
que pretenda emprender un negocio de alguna forma, al sacudir la cabeza y ver de
frente la realidad resaltará en la mágica ecuación un factor determinante:
enfrentar el miedo a la extorsión, el cobro de vacuna, al secuestro, al
sicariato, etc. La explosión de una granada fragmentaria al pie de la Santamaría
del negocio o en el portón de la casa de residencia será más que suficiente
para amedrentar al emprendedor más recio y temerario. Ese es el idioma con el
que ha estado hablando impunemente estos últimos años la delincuencia
organizada, para someter a los cuerpos policiales y mantener en zozobra a la población
de Santa Rita de Cascia.
El
hombre es un cobarde, lisa y llanamente. Ama la vida demasiado. Teme demasiado
a los demás – Jack Henry Abbott.
Venezuela,
Cabimas, 19-09-2021.
Nota: Jack Henry Abbott (1944 – 2002)
fue un criminal y escritor estadounidense – Wikipedia.
Corrector de estilo:
Elizabet Sánchez.
Fuente:
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