(CUENTOS DE MALENGO)
Por Humberto Frontado
Una vez el padre le encargó al hijo le cuidara celosamente
su consentido canagüey, en su última pelea había salido con el ojo derecho malogrado. Ese gallo,
para el momento, era la estrella en las galleras de la Isla de Coche, tenía cuatro
peleas ganadas al filo y era el orgullo de su dueño. Aquel recio hombre iba a
ausentarse por unos días, tenía planes de un largo recorrido con su nave El
Favorable. Iría hasta Chacopata y luego seguir costeando tierra firme en una dilatada
travesía que lo llevaría hasta Río Caribe y luego regresar; era casi una semana
de navegación en bote de velas a tres puños. La misión era bordear la costa
intercambiando mercancía mediante el trueque.
Desde
el mismo día de la partida el niño, que ya rondaba los catorce años y respondía por el
remoquete de “el catire de Quintina”, se entregó con esmero y pasión a la faena
de cuidarle los gallos de pelea a su progenitor. Le preparaba a los pollos más
pichones su pico de maíz, que consistía en el grano molido con una piedra plana;
a los más crecidos les daba maíz entero amarillo. Sacaba los emplumados de las
jaulas uno por uno y los echaba al patio para que estiraran las patas, los
revisaba y los zarandeaba entre sus manos para ejercitarles la estabilidad.
Dependiendo del tamaño les daba una pequeña ración de polvo de maíz, ají chirel
seco, pimienta molida y otras especies; esa era una pócima secreta que hacía
que los gallos fuesen más fieros, aunque algunos versados en la materia decían que
esa condición era innata en la raza del animal.
Por último,
trabajaba concienzudamente con Bebemiao, así se llamaba el gallo mimado de su
padre. Había salido un poco malogrado en su última pelea y lo tenían en reposo
absoluto para que se recuperara pronto. El chico le curaba un pequeño corte
debajo del costillar derecho y una rozadura en el ojo izquierdo que lo hacía lagrimear.
Por eso, la insistencia del padre en el cuido riguroso de ese ejemplar.
Mientras el joven atendía las aves en aquel exclusivo patio, hizo entrada sigilosa el compadre de su papá diciendo.
- ¡epa catire!.. ¿cómo está la lavativa?... ¿y cómo sigue Bebemiao?
- ¡ahí!... recuperándose poco a poco – contestó tímido el muchacho.
- Mijo… mira, antes de que se fuera tu pai de viaje, yo le hablé para que me prestara a Bebemiao para este domingo, pá echarlo a pelea allá abajo.
- ¡Papa no me dijo nada de eso! – comentó el niño con un dejo de desconfianza.
- El compadre Benito me dijo que si, que podía venir a buscarlo… así que temprano lo vengo a buscar – apuntó el hombre casi en un tono amenazador.
El
muchacho continúo atendiendo los plumíferos con esmero, pensando en que, si era
cierto lo dicho por el compadre de su papá, había que acelerar la cura del
pobre Bebemiao.
Llegó
el domingo y bien temprano apareció como había dicho aquel ansioso hombre, entró
al patio y se dirigió al sitio donde estaban las jaulas de los gallos, allí
estaba el muchacho esperándolo y dándole los últimos toques al pupilo. Hablaron
un poco de la actuación del Bebemiao, el niño le explicó que llevara la pelea
pausada, que el gallo sabía cómo terminarla rápido. El hombre salió raudo con
el gallo debajo del brazo hacia la gallera.
Después
del mediodía apareció el compadre con el gallo victorioso pero muy maltrecho. Traía
un espuelazo profundo en el ala izquierda que casi le atravesaba y el ojo derecho
cerrado totalmente. El hombre dió un real de propina al cuidador de gallos y se
marchó a uno de los bares cercano. El niño con el sangrado ovíparo en sus manos
lo colocó sobre una mesita y lo revisó minuciosamente evaluando su estado,
inmediatamente calentó agua y con un trapo húmedo le frotó las magulladuras. Luego
embadurnó cada una de las heridas de un ungüento negro que se usaba para
curarle las peladuras a los burros. Observó que la herida en el ojo derecho se
había hecho más grande, terminó de limpiarlo y alimentarlo. Camino hacia Valle Seco
iba pensando en lo molesto que se iba a poner su papá cuando viera a Bebemiao
en ese estado catastrófico, así que le quedaban tres días para recuperar al malcriado,
antes de que su padre regresara del viaje.
Las
peleas de gallo en la Isla de Coche eran tan igual de tradicional como en el
resto de los pueblos en toda Venezuela. En cada población siempre había en el
patio trasero de algún bar una gallera o palenque donde se llevaban a cabo las
riñas de gallos. Las aves se baten en un duelo mortal, esto es parte de la
cultura general de nuestros pueblos traída por los españoles en tiempos de la
colonia.
Después de realizar el recorrido náutico previsto, regresa el viejo Benito a su casa, apenas llegó saludo a su mujer, comió algo y se fue al patio a ver a sus preciados gallos. Fue directo a la jaula del Bebemiao, quedó perplejo cuando vió hecho un guiñapo a su bendito pollo. Al otro día el viejo navegante se levantó temprano a esperar a su hijo, pero el muchacho no apareció en todo el día, pensó que la madre del joven seguro le había encomendado hacer alguna diligencia. Lo que no sabía aquel hombre era que su hijo regresaba del Cardón de comprar algunas cosas, pero buscaba rutas alternas para evitar se visto por él. El tercer día hizo el recorrido anterior esquivando la presencia del viejo, pero no le sirvió de nada, el hombre le conoció la trampa y lo sorprendió adentro de una de las bodegas donde le dijo molesto.
- ¡Mira!... ¿y tú no me vas a seguir cuidando los gallos?... necesito me ayudes que tengo que desencrestar y desparasitar algunos pollos.
- ¡si… si!... lo que pasa es que le estoy haciendo unos mandados a mama y a mi tío - dijo el joven excusándose ante su padre.
- ¡Ahhh!… mira, escuché ayer que Bebemiao, ¿y que, había peleado? - comentó capcioso el padre.
- ¡no sé! – contestó secamente el niño ante la presión del papá.
- ¡No sabes, ahh!… un pajarito me dijo que peleó y ganó el domingo pasado.
- Papa… lo que pasa es que su compadre Nicolas Salazar vino aquí y me dijo que usted le había dado permiso para llevarse el gallo - comentó el niño en su defensa.
- ¡Yo te dije a ti bien claro!... que ese gallo tenía que reponerse y que lo cuidaras muy bien… no debiste permitir que lo llevara al matadero… – el viejo subió un poco la voz para decir – si el gallo se muere vas a ir tu a que Colas y se lo vas a cobrar.
El muchacho se marchó llorando y muy enojado porque su padre lo había regañado sin razón y por culpa del embustero Colas. Se fue a Valle Seco y juró no volver a atender los gallos del padre. Pasaron dos días y el niño bajaba al Cardón y regresaba rápidamente para no toparse con su padre, a lo que lo veía se escondía. Un día el muchacho se descuidó y al meterse en una de las calles vió que su papá venía a su encuentro, no tuvo chance de recular, al llegar cerca a él le pidió la bendición, y éste le dijo.
- ¿Mira catire y dónde estabas metido?... te estaba esperando desde hace días para darte un regalo.
Cuando aquel hombre había terminado de hablar los ojos del niño se le aguaraparon y lo inundó un hálito de miedo, quedó sumido en un desconcierto y duda.
- ¡Ven!... vamos a la casa – le dijo su padre.
No le quedó otra cosa que obedecerlo. Siguió a su padre caminando cabizbajo pensando en ese regalo, que podía ser un par de correazos o un tablazo por el lomo. Entraron a la casa del viejo y fueron directo hasta el patio, llegaron hasta una de las jaulas donde había tres pichones de gallo. El papá le dijo.
- Agarra uno de los pollos, el que más te guste… esos pichones los trajes de tierra firme, son de raza.
El joven emocionado agarró el que vió más aguerrido, el que tenía el plumaje cenizo y se lo llevó. Al llegar a su casa se lo enseñó a su mamá, ella no le dió muy buena acogida al emplumado.
- ¡Mijo!... Ahora si te acomodaste… vas a seguir los mismos pasos de tu pai, jugador de gallos – sentenció la madre presintiendo lo peor.
El muchacho y su primo José consiguieron con los tíos el material y le construyeron una pequeña jaula al huésped. En las mañanas le trituraban maíz y lo sacaban al patio para que pateara y raspara tierra con las patas, según y que eso era bueno para el desarrollo de sus patas. Después de estar un buen rato alimentando y ejercitando con saltos y zarandeos al pichón de gallo, José observa a su primo y le pregunta.
- ¡Mira catire!… ¿y qué nombre le vas a poner al pollo?
- He estado pensando en eso… – contestó el muchacho - me gusta trueno blanco o rayo veloz.
- Y si lo llamamos… el come crestas o el traga sangre, ya que el de tu pai se llama… el Bebemiao.
Así tuvieron los dos niños buscando el mejor nombre para el feroz animal con plumas. De pronto el catire se quedó pensando un momento y dijo.
- ¡Y si lo llamamos Madre Emilia! – José se quedó absorto diciendo.
- Y porque así, si ese es un nombre de mujer y él es macho.
- Eso no importa… esa virgen es muy milagrosa, según mama… imagina el gallo peleando, siendo cuidado por la virgencita… ese no va a perder nunca.
Madre Emilia fue entonces el nombre con el que quedó el aguerrido pollo cenizo que ya comenzaba a despuntar las plumas principales. Una mañana estaba el blanco joven dedicado a su pollo, entrenando con sus saltos, los alzaba unos centímetros de suelo y los dejaba caer entre sus manos y cada vez que lo hacía decía.
- ¡Vamos Madre Emilia…vamos!
La madre del muchacho que estaba tendiendo ropa en las cuerdas del patio, escuchaba a su hijo emocionado. Se queda viéndolo un rato y le pregunta.
- ¡Mira mijo!… ¿por qué mientas a la Madre Emilia cada vez que zarandeas al pobre pollo?
- Es que así se llama - contesta el inocente muchacho a su madre.
- ¡Mira carajo!… tú estás loco… tú no sabes que esa es una santa y te puede castigar… con eso no se juega – replica la madre desconcertada y molesta.
El
chico no hizo mucho caso a lo que le había dicho su madre. Metió el gallo a su
jaula y se enfiló a trabajar con los gallos de su padre allá en El Cardón. Transcurrió
el tiempo rápidamente y el gallo Madre Emilia ya estaba por cumplir un año, era
todo un erguido espécimen, sus patas eran atléticas con sus espuelas aún sin tratamiento
ni licencia para matar.
Una madrugada mientras dormían, se oye un despavorido grito. El catire estaba sentado en la hamaca, llorando y con los ojos desorbitados, mirando fijo hacia una de las paredes. La madre que había escuchado el grito prendió la lámpara de querosén y al iluminar el cuarto de su muchacho lo encontró asustado, llorando y balbuceando algunas cosas.
- ¿Qué fue mijito?… ¿qué te pasó? – preguntó la madre angustiada.
- Mama la Madre Emilia se me apareció en esa pared del frente… y me dijo en secreto algunas cosas.
La madre no perdió el tiempo y recriminó al asustado muchacho diciéndole.
- ¡Yo te lo advertí!... ¡qué necesidad ah!… eso fue un castigo de la virgen por el pecado de llamar al pollo como ella.
En la
mañana el muchacho después del desayuno fue al patio a ver a su cenizo y le
cambió el nombre, le puso blanco cenizo. Transcurre imperturbable el tiempo en
aquella isla de sempiternos gallos y galleros domingueros. Se dice que del
secreto entre la Madre Emilia y el catire de Quintina debió haberse percolado
algo, porque nunca más se volvió a colocar un nombre de santo o virgen a los
gallos de pelea en Coche.
Venezuela, Cabimas, 05-09-2021.
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