domingo, 16 de enero de 2022

TRES EQUINOS EN EL PATÍBULO

Por Humberto Frontado



            Esta desgarradora historia se llevó a cabo en la década de los sesenta en la pujante Cabimas. La ciudad se abría al progreso como cualquier otra urbe que intempestivamente se dejaba ungir por la arrolladora ola negra del petróleo. En este caso la marea provenía del pozo Zumaque Dos. Dia a día ocurrían cambios en la población, sobre todo en la actividad comercial. En esa época circulaban por las incipientes calles asfaltadas los últimos carros importados de Estados Unidos; sin embargo, persistió por muchos años y de espaldas al progreso el transporte de mercancía o la prestación de algún servicio utilizando la fuerza de pacientes y obedientes burros.

          En el centro de la ciudad, en el sector llamado “Las Tierritas” había un popular sitio llamado La Burrera; allí se daban cita los dueños de los carretones que se usaban para transportar mercancía halados por burros o mulas. Era un centro de acopio de mercancía que luego era distribuida hacia toda la población. La Burrera estaba ubicada en las inmediaciones del pujante local comercial “Hielo el Toro”, donde la gente se abastecía de hielo y agua potable, la cual era vertida en grandes latas desocupadas de aceite y manteca. Una lata de agua costaba para ese entonces una locha.

          Los carretones estaban diseñados para cargar hasta treinta latas de agua y tirados por un equino sin problema. El vehículo tenía adaptado un par de cauchos de automóviles. Por décadas la actividad comercial se desarrolló en gran parte por este tipo de transporte, hasta que llegaron las camionetas y camiones importados que lo fue desplazando. Por otro lado, el agua que antes era potabilizada y vendida en la Planta el Toro ahora era distribuida por tubería hasta las casas.

           En una casa cercana al “Nuevo Teatro Internacional”, como lo llamaron en esos momentos por su remodelacion, se dieron cita tres curiosos personajes curtidos de sol y trabajo; eran conocidos en toda la ciudad debido a la actividad que desempeñaban. Repartían su mercancía a domicilio y ya eran parte de casi todas las familias cabimeras. El primero que se presentó fue el obediente Alí, “El Camarada”. Muchos lo tildaban de loco, pero en contraste no había nadie que le ganara en rapidez haciendo sumas y restas. Venía acompañado de su viejo burro y amigo Pancho, al que le prometió conseguirle en ese local un trabajo suave y tranquilo acorde con su edad. Ató su burro de un estantillo que había en un rincón del local, le pasó la mano por el lomo como una sutil caricia de despedida, se acercó a una de sus orejas y le susurró algo, el burro hizo una seña de agradecimiento moviendo su cabeza.

           Más atrás llegó José el carbonero, especialista en llevar a las damas cabimenses el mejor carbón para planchar, pregonaba que lo traía especialmente de Maracaibo. Su burro llamado Justino, también de avanzada edad se distinguía por su color negro intenso. El tiznado hombre se metió la mano en el bolsillo y sacó un caramelo de Vaca Vieja, al quitarle el papel hizo un sonido que sacudió al viejo asno, esa era la golosina que más le gustaba. Mientras el animal mascullaba el rompe muela, José se despidió de él. Le pasó la mano por su cabeza y le dijo que iba a estar en un sitio mejor, rápidamente se volteó para no mostrar las lágrimas que bajaban abruptas de sus ojos.

           Una hora más tarde apareció Juan que traía a Rufina, su vieja damisela equina con los ojos aguarapados. Igual que los anteriores, Juan también ató a su entrañable amiga y habló un rato largo con ella. Se despidió con una suave caricia por su costillar. La equina dejó correr sendas lagrimas por sus lanudos cachetes y agitó su cabeza, emitiendo un pequeño roznido con el que expresó toda su angustia. Juan se dió la vuelta para acortar su sufrir y se apresuró al encuentro de los otros dos colegas mercantes, mientras se enjugaba las lágrimas. Los tres verdugos, sin voltear la mirada, se dirigieron raudos hacia la pequeña oficina que estaba en la entrada del local de espectáculo para cerrar sus negocios.

           Allí quedaron atados y solitarios los tres equinos, ya sin sus dueños, esperando instrucciones de sus nuevos amos. Los tres animales, sumidos en la tristeza causada por la despedida, se saludaron y se dieron cuenta que ya se conocían, a diario se cruzaban en las calles que transitaban durante sus recorridos de trabajo. En otras ocasiones se veían cuando se concentraban en La Burrera. En ese sitio los machos equinos hablaban de su trabajo, de los tratos que les daban los amos y, el tema más común en ellos, hablar de su fortaleza y de sus dotes. Las burras en cambio conversaban sobre sus crías dejadas a la distancia y en el tiempo. A veces hacía acto de presencia algún mulo o mula y eran vistos por sus parientes como gallinas que miran sal. Decían que esos allegados se la tiraban de “gran cacao” por su prestancia y abolengo, de hecho, hacían honor a su trabajo por lo aguajeros que eran, de todas maneras, trabajan de sol a sol para ganarse su bocado.

           El sitio se prestaba para que la comuna de equinos mostrase sus cualidades histriónicas, al unísono comenzaban a hacerse notar emitiendo sus rebuznos y raros sonidos que demarcaban sin querer sus procedencia. Muchos tenían ascendencia gocha, otros coriana o guara, siempre destacaba la maracucha por lo escandalosa y arbolaria. Procedían de las provincias desde donde migraron hacia Cabimas para la búsqueda de trabajo.

          Después de estar un rato cada uno sumido en su particular pensamiento el primero en romper el silencio fue Justino, comenzó diciendo.

         -       ¡Muchachos!… yo pienso que lo que vayamos a hacer aquí en este nuevo trabajo no va a ser más fuerte o peor del que hayamos hecho durante tantos años. Yo tenía más de veintinueve años con José, él me trataba bien, aunque a veces me exigía demasiado, sobre todo cuando se iniciaba en algún nuevo empleo que quería asegurar. Muchas veces pienso que este color negro intenso que tengo se arreció más con tanto tiempo tiznándome con el carbón.

       -       ¿Es verdad que ese carbón venía de Maracaibo? – pregunta tímida Rufina.

          -       ¡No hombre!… ¡qué va!... que Maracaibo ni ocho cuartos… ese lo hacían en La Montañita. Era leña cortada de unos terrenos que se limpiaban para meter ganado, eso era por los lados de la Misión y desde allí yo mismo la carreteaba hasta el sitio donde hacían el carbón. Con José trasportaba los sacos por todos los barrios de Cabimas… Estoy de acuerdo que soy viejo y necesito otro trabajo menos agotador… además, mi amo José me dijo que las mujeres ya no quieren el carbón porque han comprado planchas eléctricas, son más livianas y dan una planchada más limpia. Por eso él me encontró este nuevo trabajo… y a ti Pancho, ¿cómo te fue con Alí?

        -       Bueno en verdad… Alí fue un padre para mí, cuando nací la mamá de Alí me encomendó a él. Al crecer y agarrar fuerzas me hizo su eterno acompañante. Por un lado, salía la madre de Alí con mi mamá a trabajar; y por el otro nosotros, a carretear cosas por todos lados. Después transportaba agua desde la Planta y la llevábamos a todas las poblaciones. Al llegar a casa, Alí me preparaba maíz y mucha paja que cortaba en pedazos pequeños para masticar con más facilidad y cuidar mis dientes. Nunca hubo un fuetazo, si quería que agilizara el paso sólo tenía que pedírmelo y lo obedecía. Una vez no ví una tronera que había en el camino y la carreta se volteó. Dos latas cayeron al suelo, él agarro una y se colocó delante de mí, se bañó de pies a cabeza riéndose, luego me baño a mí también. Aquello fue grandioso, ya que había un calor tan insoportable que hasta el cuero me ardía… al igual que Justino ya estoy viejo… mis hijos los veo de vez en cuando por los caminos, todavía me quedan fuerza para carretear unos años más.

          El burro Pancho con la voz quebrada hizo unos sonidos que parecían unos suspiros en seguidilla y luego pasó la palabra a la vieja Rufina, quien dijo.

      -       Bueno muchachos mi vida ha sido todo un rosario de venturas y desdichas con Juan. Comencé desde muy joven a cargar las cántaras de leche. Las transportaba muy temprano desde una hacienda en la Misión. Caminaba por toda la vereda del lago hasta llegar a la Burrera, allí repartíamos a otros comerciantes… estuve trabajando como lechera varios años hasta que me cambiaron por agüera. Repartía agua a domicilio por toda la ciudad, así pase otro poco de años hasta que el gobierno instaló las tuberías de agua potable y fue mermando la actividad de los agüeros. Juan estuvo buscando por todas parte algún trabajo donde me podía utilizar.  Pasaron muchos días hasta que mi amo encontró en qué ocuparme. En su casa, ubicada en Tierra Negra modificó una habitación y la convirtió en mi cuarto de citas nocturnas. Invitaba a los chicos que no tenían edad ni permiso para asistir a los burdeles que había en La Nueva Rosa. En pocos días el negocio de Juan iba viento en popa, hasta que de repente dió un vuelco inesperado. Uno de los clientes se había enamorado de mi locamente, a tal punto que echó a un lado a su novia. La pretendiente se enteró de lo que estaba sucediendo y amenazó a Juan en denunciarlo con la policía. Así que ante lo sucedido Juan para evitar problemas desistió de su injusta idea y me buscó un nuevo trabajo, aquí en este remozado teatro.

          Después de la trágica historia contada por Rufina los otros dos rancios borricos miraron con cierta compasión a su nueva compañera de trabajo y comenzaron a hablar de sus cosas, adivinando sobre lo qué harían en el supuesto circo andante chino que se montaría en el teatro.

          Lo cierto fue que el destino les tenía montado una obra macabra, de trágico desenlace. El trabajo prometido por los amos era sólo un cuento chino. Detrás del telón había un enorme tigre hambriento, que sin saberlo tenía un menú preparado que incluía arroz frito con tres suculentos equinos.

 

16-01-2022

 

Corrector de estilo: Elizabeth Sánchez  

Fuente consultada: Crónica de Cabimas, Blog de Rafael Rangel.             

3 comentarios:

  1. Excelente lectura, como siempre. Felicitaciones Humbertico. Saludos cordiales.
    Stanley Millán.

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  2. Me encantó la historia.
    El desarrollo de la historia hace una proyección de la vejez y el cierre es triste. Recuerdo cuando llevaban los circos al pueblo. Algunos se iban a Coro para capturar burros salvajes y darle de comer a los tigres y leones. Luego en épocas más recientes en las parrilladas y pinchos de las fiestas patronales, más de una vez se comieron a los equinos. Cómo conclusión, trabajar duro no es suficiente.

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