Por Humberto Frontado
Devenido de la mitología
divina y desesperanzada
de nuestra sublime niñez,
se mece pendular en una
tensa tela
tejida por arácnidos
pensamientos
que se esparce por toda la
inmensa cúpula
de un anciano castillo
a punto de derrumbarse.
Allí está,
erguido y estoico
protegido por una mágica
escafandra
casi metalizada,
copiada de viejos y
ancestrales
guerreros del medioevo.
Capaz
de enrollarse
en pliegues de esperanzas,
emprende un correr abrupto,
dejando atrás la senda
de peligro o amenaza.
Con tristes ojos saltones
de mirada vacilante,
extraviada,
en el no sé dónde del futuro,
debatiéndose,
en la turbulencia del presente;
zafándose,
de las garras sombrías del
pasado.
En su
frente posan
dos tenues cuernos,
siempre erguidos
apuntando al bondadoso cielo;
dispuestos a defender perpetuo
su endeble integridad.
Un cascarón
craneal
protector de infames
pensamientos,
que constantes invaden
esa esmeralda e intrincada selva
que hay que andar.
Su
escudo corporal,
una dura corteza
segmentada en capas impenetrables;
lo protege de toda lanza envenenada,
lanzada por epígonos profanos
de malévolo propósito.
Sus
patas son de gruesa y callosa piel,
con grandes y eternizas pezuñas,
para soportar el espinado
y abrupto camino
que le espera;
todo un universo oscuro
lleno de incertidumbres.
De
expresión huraña
que intimida,
resguarda su inocente
sonrisa amigable
que pide a gritos
amistad y entendimiento.
23-07-2023
Corrector de estilo: Elizabeth
Sánchez
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