Por Humberto Frontado
Me forjé
ínfulas de ser un día
un grandioso árbol de tamarindo
libre y altivo,
pero me moldeaste pequeño,
cautivo sin esperanzas.
Aquí
estoy íngrimo y pálido
metido y apretujado
en esta maceta de tenue cariño.
Gigante
pequeño en un rincón del jardín,
soy representación reducida de un destino sin fin;
de un absurdo estoicismo, callado y esperando el fin.
El actuar
de tu mano es cauto.
Me expones a una cíclica poda,
a los alambres restrictivos;
regado y abonado
pero siempre cautivo.
Mis
raíces crecen,
buscan su lugar,
pero me atas y me impides elevar…
¿acaso olvidaste
que me hiciste frágil al moldearme?
Me acuñaste
débil,
y mi cuidado es eterno.
Dependo de ti en cada estación,
mi tallo se seca;
mi vida es un infierno.
Escucho
mis latidos
débiles y muy lentos,
la sed me consume;
mis días pasan fugaces,
mis raíces gritan en vanos gestos.
El
agua que me das
no calma mi arrojo.
Mi espíritu se quiebra,
pierde su color,
he de morir sin sentir amor.
Me
podaste,
me alambraste,
me diste forma,
pero olvidaste que mi esencia
está establecida;
soy árbol que anhela su libertad,
es mi norma.
El
jardín florece y
yo me marchito
dentro de esta chica vasija.
Mi fin está escrito,
soy un bonsái viejo,
de sueños limitados.
Te
confieso jardinero
antes de partir que
aunque me estampaste el tiempo,
no lo pude vivir.
Un árbol no es árbol
si no puede crecer y sentir.
09-03-2025
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez.
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