Por Humberto Frontado
- José mijoo, ve a la cocina y trae el plato de peltre con la caja de fósforos.
El muchacho acostumbrado a la misma rutina de las tardes se introduce a la casa y aparece raudo con las cosas solicitadas por su mamá. Ella sentada en una silla de mimbre se colocó las cosas sobre las piernas mientras se puso a mirar el cielo con mucho detenimiento, como si buscara algo en su hondura. Al rato ubicada en un punto fijo le consulta al hijo.
- Mijo… ¿Qué ves en aquel grupo de nubes?... Yo veo un caimán con la jetota abierta.
- ¡No mamá! … yo más bien veo un elefante con la trompa levantada - replica el joven mostrando seguridad y señalando el sitio.
- ¡Ah! …si es verdad, allí está… ya lo veo clarito. Vamos a ver si lo traen en los abollaitos de la tarde – termina de decir la mujer mientras voltea su cabeza para otear el reloj en la pared de la sala.
La mujer tomó nuevamente el plato y lo puso en el suelo, agarró varios quinticos de animalitos sin acierto del día anterior, los arrugó con la mano y los tiró dentro del plato. Tomó la caja de fósforos y encendió uno prendiendo fuego al puñado de papelitos, a medida que ardían los movía un poco agitando el plato hasta que se consumieron totalmente. Con un fuerte soplido sacudió las cenizas dentro del plato y comenzó a interpretar las siluetas dejadas por el hollín de la combustión, le daba vueltas al plato hasta que logró hallar algo.
- ¡A la vaina… apareció el sapo, qué ves tu mijo – pregunta inquisidora la madre al hijo!
- ¡Humju! …si mamá, ahí está el sapo – contesta con cara de satisfacción el joven.
- Bueno vamos a esperar a Felipe a ver que trae en los abollaos, y ligar que traiga el elefante y el sapo para comprarlos.
La lotería de animalitos
era un juego de azar que se hizo muy popular, era gestionado en el pueblo de
Valera y se había extendido al estado Zulia por la bonanza petrolera, sobre
todo en la costa oriental del lago. El sorteo se hacía a las seis de la tarde y
era transmitido radialmente. Se había hecho tan parte del acontecer diario que
la gente en general no hablaba otra cosa que no fuese relacionado con el pase
de los datos o favoritos para de día, contarse e interpretar los sueños
buscando una relación con los animales, la interpretación del tizne que dejaba
la quema de los animalitos en el plato, además de las imágenes avizoradas en las
nubes que les indicara el bendito animalito que saldría ese día.
Para ese entonces la marginada Lagunillas, ya reubicada, desprendiéndose un poco de la desgracia que los sucumbió años atrás cuando un pavoroso incendio acabó con la aldea sobre palafitos, los animalitos vinieron a ocupar un espacio privilegiado en el entretenimiento y la esperanzada búsqueda de ganar un dinero por azar del destino. Desplazó prácticamente las que estaban establecidas muchos años atrás y eran tradicionales, como la Lotería del Zulia y de Caracas. Todos los días, menos el sábado y el domingo, se jugaba la apreciada lotería.
- Mamá allá viene Felipe – se oyó advertir con un grito del párvulo a su madre, indicando que el animalero ya estaba cerca.
Felipe era un singular
animalero de origen colombiano que, además de ser buena gente, era muy
complaciente al dar en su bicicleta una última visita a sus clientes ofreciéndoles
los populares abollaos, que consistían en los números o animalitos que no
habían sido vendidos durante el día. Mucha gente lo esperaba ansioso a esa hora
de la tarde, muy cercana al cierre del sorteo, para comprar los abollaos, pero eso
sí ya habían asegurado la compra temprana de los favoritos del día. Con toda la
calma hacía su parada frente a las casas de clientes fijos que gustaban de los
abollados.
La mujer salió sacudiéndose las manos y secándolas con un trapo, venía de dejar en reposo la masa de las arepas, salió de la casa mientras decía.
- ¡Felipe! ... ¿por casualidad traes el elefante y el sapo?
- No mi doñita, todos esos se vendieron a primera hora, sólo me están quedando estos poquitos – contestó el animalero con tono de lástima y entregando el talonario a la señora.
- No Felipe, estos no tienen vida; hay unos que nunca han salido, otros que recién salieron y el resto son mabitosos. No mijo llévate tu vaina. ¡Será otro día!, vamos a ver si sale el carnero que lo compré temprano – contestó la mujer un poco decepcionada. Se despidió del animalero apurada y se introdujo a la casa a terminar sus oficios para la cena.
Temprano en la mañana mientras todos sus hermanos fueron a la escuela, José se quedó en casa debido a que había pasado una mala noche con un pequeño fogaje, suficiente para que su mamá le suspendiera ir a clases. Pero esa calentura no fue evento particular para que no hiciera mandado a la panadería. En el campo los cercados de las casas eran tan bajos que se podían saltar fácilmente y en el caso de las diligencias se cortaba mucha distancia brincándolos de ida y vuelta. Después de hacer la compra del pan el chiquillo se vino por el fondo de la casa y entró por la lavandería directo a la cocina, donde estaba su madre montando el almuerzo. El jovenzuelo colocó la marusa de pan sobre el fogón y le comentó inocente a su mamá.
- Mamá, el señor Felipe le dió un besito en el cachete a la señora Rosa.
La señora volteó rápidamente y pelando los ojos se colocó el dedo índice sobre los labios como señal de silencio y le dijo.
- Eso es mentira, no vuelvas a decir eso jamás.
Confundido, en la ingenuidad de sus diez añitos, José le decía insistente a su madre que eso era cierto porque él lo había visto. La mujer molesta lo agarró por una oreja y dándole un leve torque le dijo alzando la voz entre dientes.
- Ya te dije que no vuelvas a decir eso porque no es cierto.
El cándido muchacho se quedó
boquiabierto preguntándose: “¿Cómo era posible que eso no era verdad si él mismo
lo había visto con sus propios ojos?” Quedó sumido en una dicotomía existencial
de no poder saber y menos distinguir lo que era una verdad vista y la que no;
eso le duró al pobre varios días hasta que se le olvidó.
A partir de allí la bifurcación
existencial se extendió como una preocupación hacia la angustiada mujer, al no
encontrarle pie ni cabeza a lo que su pequeño querubín le había contado y que
no dudaba de su veracidad. Le revoloteaban en la cabeza los años de buena y
consecuente amistad, había sido una excelente vecina que en ocasiones le atendía
echándole un ojo a los muchachos cuando ella iba al comisariato o a la clínica,
así igual hacía ella con sus muchachos. Excelente madre, muy responsable con
sus oficios y atención a sus cinco hijos y al señor Juan.
De vez en cuando echaba una mirada
por la ventana de la cocina para ver si veía algo sospechoso, tampoco escuchó ningún
comentario de su vecina Juana cuando se arrimaban a la cerca contigua a
intercambiar un rato. No tardó mucho cuando una de las vecinas que vivía por la
misma calle de la señora Rosa le contó, mientras hacían la cola para las
compras en el comisariato, que habían visto en la carnicería del campo a la
señora Rosa hablando muy acaramelada con el animalero Felipe.
Nadie podía dar crédito a lo que se estaba
comentando sobre aquel asunto. Se preguntaban cómo era posible que aquella
noble señora estuviera en esos menesteres. No pasó mucho tiempo en reventar la
espinilla. Una mañana después de haber despachado a los muchachos a la escuela,
agarró un bolso con algo de ropa y se marchó de la casa. Al llegar los
muchachos al mediodía notaron que su mamá no estaba y ni siquiera había dejado
el almuerzo puesto. Aquello fue un desastre, los más pequeños empezaron a
llorar llamando a su mamá y los más grandes no sabían qué hacer, sólo esperar
que apareciera su papá que todavía estaba en el trabajo.
Muchos de los vecinos se acercaron a
la casa y atendieron a los muchachos y esperaron a que llegara el padre. El
señor Julio llegó a la casa inocente de todo, sorprendido de ver tanta gente en
la casa, lo primero que le cruzó por la mente era que le había sucedido algo
grave a uno de los muchachos. Las cosas se fueron disipando, pero sin muchos
detalles, el señor Julio no tenía ninguna explicación del por qué se había
marchado la señora Rosa, sólo que la habían visto salir con el bolso de tela. La
alegría y el entusiasmo que siempre estuvo presente en la familia se disipó de
pronto. El tiempo fue transcurriendo lentamente mientras las cosas se iban
nivelando.
Se supo con el correr de los días que
la señora Rosa vivía por los lados de Parateahí, que era una de las nuevas
invasiones de ranchos que surgieron a las afueras de Lagunillas. Todo apuntaba
a que la enamorada Rosa no la estaba pasando del todo bien y que Felipe no la atendía
como debía. El hecho es que a ella la habían visto por la zona comercial de Lagunillas
luciendo más delgada y demacrada.
Una mañana quedó sorprendido el
vecindario del campo cuando vieron al señor Julio llegar en su carro con la
señora Rosa de nuevo y entrar a la casa, los muchachos todos lloraban de
alegría por el ansiado regreso. El señor Julio había perdonado a su esposa y
aceptó su regreso de corazón. A la recién llegada se le veía poco y no salía de
la casa, quizás por vergüenza.
No había transcurrido una semana
cuando de improviso la fatídica noticia invadió otra vez a toda la comunidad:
“la señora Rosa se había ido otra vez con Felipe su amado animalero”, echando
otra vez todo por la borda. Todo el vecindario quedó petrificado por la actitud
de la señora, algunos la tildaron de sinvergüenza y otros menos no hacían comentarios
porque les costaba creer lo que había sucedido.
José mucho más impertinente le insistía a su mamá le explicara la situación, quería entender el porqué de la conducta de la enamorada; ella sólo logró mascullarle.
- Mijo, eso no se entenderá nunca, son cosas del amor y no se pueden descifrar.
De la señora Rosa y de su amado Felipe
nadie supo nada, sólo quedó en el recuerdo como una historia de amor a lo Romeo
y Julieta.
Venezuela, Cabimas, 05-11-2020.
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