domingo, 17 de octubre de 2021

GENÉTICA COCHERA

 (CUENTOS DE MALENGO)

Por Humberto Frontado


             En algún recóndito y apartado espacio de la historia existió un hombre mortificado por la inquietud de su pareja, quien cada vez que se le iba la menstruación ansiaba locamente saber si estaba embarazada.  Por años el angustiado ser se dió a la encomiable tarea de buscar una respuesta satisfactoria hasta que tropezó con una que relacionaba la orina de la mujer con su embarazo, el efecto lo comprobó en plantas y animales.

            Hace miles de años los egipcios registraron información sobre la determinación del embarazo haciendo orinar a la dama sobre semillas de trigo y cebada. Si germinaban las de trigo indicaba que nacería un varón, si eran las de cebada sería hembra, y si era nula la germinación entonces no había embarazo.

            Mucho tiempo después, los alemanes descubrieron que inyectando orina de la mujer en las ratas jóvenes las hacía ovular al cabo de un corto tiempo; esto profetizaba un embarazo positivo. Este método resultó ser costoso y complejo, siendo su eficiencia del ochenta por ciento. En la década de los treinta, en occidente se hizo popular la prueba de la inyección de orina de las sospechosas mujeres en las ranas y sapos. En las ranas se les aceleraba su ovulación y en los sapos los ayudaba a expulsar espermatozoides en su orina; su eficiencia era de hasta 97%. Esta prueba era económica y muy sencilla. Todas estas técnicas fueron luego sustituidas con las portátiles y prácticas pruebas, basadas en métodos inmunológicos.

            En los comienzos de los años sesenta en Venezuela se había hecho popular el método de la inyección de orina en el sapo. Durante ese tiempo de ese incipiente progreso clínico y farmacológico se dió una graciosa escena en uno de los centros hospitalarios que se establecían en los campos de la naciente Lagunillas petrolera. Estaba un niño observando a través de los bloques de ventilación de la pared de la clínica. Estaba subido de pies en la banca de madera que servía de asiento a los que iban a consulta. El curioso muchacho detallaba con su largavista de cemento todo lo que había alrededor de aquella verdosa parcela hasta llegar a una caseta cubierta de alambre, parecido a un gallinero. Se sorprendió que no hubiese pollos ni gallinas, sino algo muy pequeño que se movía.

           El joven sin comentarle a su madre se bajó de la banca y se dirigió al pasillo donde estaba el cuarto de emergencias, por donde suponía estaba la jaula. Efectivamente allí estaba lo que buscaba, se pegó a los bloques que daban hacia la jaula y logró ver algo muy curioso. No había aves, pero había una gran cantidad de sapos, unos muy grande y otros pequeños; todos trataban desesperados por acomodarse en una pileta con agua que estaba a uno de los lados. El chico estuvo un buen rato viendo al enjambre de anfibios, metiendo la mano y moviendo en ocasiones el alambre de la caseta para ver si respondían, hasta que apareció la madre angustiada y halándolo por la oreja le recriminó diciéndole.

           -       ¡muchacho el carajo!... que tengo rato buscándote… ¿Qué haces aquí… ¡ah!?... que el doctor te está llamando desde hace rato… ven vamos a ver si nos atiende.

          La molesta mujer agarró al joven por el brazo y lo llevó a tirones al consultorio, por suerte el doctor estaba de ganas y los atendió. Camino a casa el regañado muchacho no hallaba como iniciar la plática con la disgustada mamá. Fue ella la que después de caminar un buen rato decidió hablar, comenzó preguntándole sobre el por qué se había alejado de su lado sin avisar. El muchacho tímidamente contestó.

           -       Es que estaba viendo los sapos en la jaula.

           -       ¿Qué sapos muchacho? – pregunta desconcertada la madre.

         -       Unos que están por el pasillo de la emergencia – comenta inocente el muchacho.

           -       ¡Ah!… ¡lo sapos!… ahora sí – responde la mujer llevándose las manos a la cabeza.

           -       ¿Mamá…  y para qué tienen esos sapos allí en ese gallinero? – preguntó espontáneo el joven.

           La mujer se quedó un rato buscando cómo responderle al niño, hasta que le brotó decir.

        -       Esos sapos… los usan los médicos para determinar si la mujer está embarazada.

          El muchacho se quedó en blanco y siguió caminando, buscando aclarar o imaginarse como lograban hacer eso con los sapos, hasta que dijo ya casi frente a su casa.

           -       ¡Mamá!… ¿y qué?… ¿le ponen el sapo sobre la barriga a la mujer para saber?

           -       ¡No chico!... - exclama la mujer toscamente al hijo, y con una carcajada burlona le responde - con una inyectadora le ponen un poco de miao de la mujer al sapo… y al rato si se esponja y se pone a botar leche por el lomo es porque está embarazada y si no… no está preñada.

          El mozuelo se rascó la cabeza y quedó complacido, no muy claro con la respuesta que le había dado su mamá, pero serviría para vanagloriarse con sus hermanos y amiguitos de aquel gran conocimiento que había adquirido.

           Lo cierto es que el uso de sapos y ranas en la determinación del embarazo repercutió en la desaparición de ellos, ya es difícil verlos en los sitios que frecuentaban.

          Después de veinte años se dió una rara coincidencia nuevamente entre la madre y su hijo hecho ya un hombre. Volvieron a tocar el tema del embarazo, pero esta vez referido a la determinación del sexo del infante. El hombre ya había tenido dos varones con dos años de diferencia entre ellos. Antes de nacer ese segundo hijo los familiares apostadores decían que tenían fácil el acierto del sexo de la criatura ya que tenían datos fidedignos para acertar. Tenían la información infalible del hermano, comprobaron la existencia del cacho de pelo en el cuello, además la barriga de la embarazada tenía cierta redondez y estaba algo colgada. Sin embargo, aún con toda esa información, nació el segundo hijo varón tumbando todos los pronósticos. Después de ese sorprendente nacimiento la madre le comenta a su hijo y nuera.

            -       ¡Y ustedes! … ¿ya decidieron tener la hembra?

           La pareja se mira entre sí extrañada al escuchar a la mujer y comentan casi al unísono.

            -       ¡Sí… como si fuera tan fácil!

            -       Claro que si se puede y es sencillo… les voy a contar una vieja historia, ocurrida en la Isla de Coche. Resulta que los primeros habitantes que poblaron la isla, en su mayoría migrantes, tenían ya cierta influencia católica por los monjes que habían llegado de España, prevalecía y les daban gran importancia a los preceptos bíblicos en particular en hacer lo necesario para tener su hijo primogénito varón y dos o tres más. Se necesitaban manos fuertes para el trabajo, pescar, sacar y esgullar perlas, buscar leña y agua; se necesitaban manos recias que ayudaran. Esta creencia se mantuvo por décadas y se salió de sus cabales. La población era en su mayoría masculina y estaba repercutiendo en gran sentido en la falta de mujeres. Esto hizo que muchas de las personas migraran a Margarita y tierra firme para buscar mujeres. De esos cocheros muchos regresaron a su terruño con su dama, pero otros se quedaron.  El problema de superpoblación de machos continuó otras décadas hasta que una de las mujeres que había venido de Margarita y era descendiente de familia Gitana de Andalucía traía consigo un importante secreto que luego compartió con sus conterráneas. La andaluza sabía de una receta con la que se lograría el equilibrio poblacional. Y el mito se hizo realidad Coche logró en una década un cardumen de mujeres tan grande que la de los hombres pasó desapercibida.

           -       ¡Suegra!... – interrumpe la joven y continúa diciendo - nos tiene en ascuas… ¿cuál fue el secreto que tenía la mujer?  

           La suegra se acercó más a la pareja y bajando la voz como si se tratara en verdad de un secreto, les comenta.

           -       La misteriosa española tenía una receta infalible para que una mujer pariera una hembra.

             -       ¡Miarma!... ¿y cómo iba a lograr eso?... ¡eso sería un milagro!

            -       ¡No!... nada de eso – mencionó la mujer e hizo una pausa de respiro y continuó – es una forma muy sencilla. Consiste en lo siguiente: cuando el hombre está haciendo el amor a su pareja ésta debe estar pendiente del momento cuando él se le pongan los ojos brillosos y se le volteen, en ese preciso momento la mujer debe sacar la pierna izquierda de la cama y bajarla hasta que el pie toque el piso. Dicen los que saben que esa acción se llama “hacer tierra” y permite descargar parcialmente ese cúmulo de energía emitido por la pareja.

          La sabia mujer siguió contando sobre la ancestral experiencia vivida por los isleños. Comentando que a partir de allí se fueron incorporando a las familias más mujeres. Claro que no todo fue perfecto, hubo casos de mujeres que prefirieron tener únicamente hembras para que le ayudaran con los oficios de la casa. Lo cierto es que la situación se hizo tan normal y armónica que se fue olvidando con el tiempo.

           No había pasado un año de la curiosa revelación cuando de improviso y sin planificación la nuera de la sabia señora salió nuevamente embarazada. La suegra al enterarse de la buena noticia le pregunta.

            -       ¡Mija!... ¿hiciste lo que te dije?

           -       ¡No ma!... ¡qué va!… cuando vi que el hombre comenzaba a voltear los ojos los míos se me nublaron y se me olvidó todo lo que había qué hacer.

           Pasaron lentamente los nueve meses y…. sorpresa les nació un bello y rozagante varón para completar la tripleta.

 

Venezuela, Cabimas, 16-10-2021.

 

Corrector de Estilo: Elizabeth Sánchez.

2 comentarios:

  1. Hola, señor Húmero, cuánto disfruto leer estas anécdotas tan cargadas de cultura ancestral. Me maravillo leyendo comentarios que pensé sólo existieron en el imaginario de mi madre. Lo felicito y lo invito a seguir escribiendo y compartiendo estos pasajes tan hermosos...

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  2. Encantada de sus escrito sr Humberto los acostumbrado para los lectores dominicales, este tuvo especial muy excelente!!!

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