Por Humberto Frontado
Hace muchos años en la Isla de Margarita,
por los lados de Boca del Río en Macanao, se dió un lamentable acontecimiento.
Un muchacho llamado Félix trabajaba para llevar el sustento de ese día a su
casa; se encontraba revolviendo en el fondo marino, en uno de los bajos de la
costa, buceando al natural y a todo pulmón buscando caracoles. Utilizaba como
apoyo de flotación una pequeña tripa de neumático inflada.
Tenía toda la mañana bajando y subiendo,
sacándole provecho a la gran oportunidad que le confería la extrema serenidad
del mar en ese momento. En una de esas, al subir a la superficie para llevar lo
que había recogido en el saco y recobrar el aire se encontró con un fatídico imprevisto.
Una lancha a toda velocidad se dirigía hacia él sin que el abstraído marino se
diera cuenta. No dió tiempo de evitar la colisión. La quilla del bote golpeó la
cabeza del joven dejándolo inconsciente. El piloto de la nave percibió el raro
golpe del bote, miró hacia la estela dejada y vió la pequeña boya negra. Detuvo
la nave y en una sigilosa vuelta circundó el aro de caucho, allí observó el
cuerpo del muchacho flotando boca abajo. Como pudo tomó al muchacho desmayado por
un brazo y lo subió al bote donde le prestó los primeros auxilios; al ver que
había reaccionado, pero aún inconsciente, se dirigió a toda velocidad al
pueblo.
El marino llegó a un pequeño muelle de madera
donde atracó el bote. Agarró al lesionado, se lo echó al hombro y lo cargó
hasta la carretera pidiendo auxilio a grito batiente. Las personas que estaban
cerca al ver aquel alboroto se acercaron, hicieron señas a un señor que venía
en su carro, lo detuvieron y lograron llevar al herido a la medicatura. El médico
de guardia atendió la emergencia, el joven presentaba una fuerte contusión en
la cabeza la cual ameritó catorce puntos de sutura.
El muchacho estuvo inconsciente en la medicatura hasta la mañana del segundo día, despertó con un hambre atroz y balbuceando algunas cosas que no se entendían en el momento. Se incorporó bruscamente de la cama y empezó a mover la cabeza de un lado a otro como quien busca algo perdido. Preguntó angustiado.
- Dónde está el saco con las conchas que bucee… había una docena de vaquitas, trece cosa é perra, veintitrés pollitos y catorce pata é cabra.
En el cuarto estaban la enfermera y
la mamá quienes se miraron extrañadas por la pregunta del muchacho. Luego vino el
médico a revisarlo nuevamente y viendo que se había recuperado lo dió de alta.
En su casa Félix comió con un apetito desaforado. Al finalizar comenzó a sacudir la cabeza en una forma rara al ir viendo las cosas, era un movimiento zigzagueante. Miraba hacia un lado y regresaba nuevamente al mismo punto para reproducir el recuerdo de ese momento y regresar al segundo para recordarlo también; al ver un nuevo lugar lo integraba a la secuencia que había repetido e iniciaba nuevamente el zigzagueo de la cabeza. La madre lo observa y le pregunta.
- ¿Qué te pasa mijo?… pareces una chulinga buscando que comer.
- No se mamá… siento algo raro en la cabeza… la tengo toda revuelta… se me juntan todos los recuerdos – comenta el muchacho sin hallar explicación a lo que le sucedía.
La madre angustiada, pero tratando de calmarlo le dice.
- Quédate tranquilo mijo y acuéstate… tienes que recuperarte… todavía tienes ese tremendo chichote en la cabeza y estas atolondrado.
Pasaron los días y el joven empezó a
notar que todo lo que percibía en el momento lo retenía en su máxima expresión
de detalle; llegó a pensar que si seguía así en pocos días la cabeza le iba a
estallar en mil pedazos por acumulación de datos.
La madre para ocupar al muchacho en
algo lo mandó a la bodega que tenían cerca; éste se tardó toda una eternidad en
regresar. A cada paso que daba miraba a su alrededor moviendo abrupta y
continuamente su cabeza. Cuando veía algo registraba la información en todos sus
detalles e inmediatamente iniciaba el proceso de comparación con los recuerdos que
tenía. La gente del pueblo empezó a verlo como algo trastornado, hasta se
burlaban a sus espaldas comentando que se parecía a un tuqueque enamorado por
el movimiento que hacía con su cabeza.
Preocupada por el chico, la madre decidió llevarlo a la medicatura nuevamente para que lo evaluaran. El médico charló un buen rato con el mozo y llegó a la conclusión que en ese lugar no disponía de lo necesario para su recuperación. Le recomendó a la angustiada madre que llevara al muchacho lo más pronto a un sitio tranquilo donde pudiera vivir sin mucho agite.
Según el médico el muchacho tenía
el síndrome de “Funes” el memorioso. El término había surgido años atrás derivado
de un relato ficticio contado por Jorge Luis Borges sobre un chico llamado “Ireneo
Funes”, quien después de haberse caído de un brioso caballo y golpearse la
cabeza adquirió la facultad o la maldición de memorizarlo todo; no podía
olvidar ningún detalle de lo que veía, escuchaba, sentía o gustaba.
El galeno compadeciéndose del chico
acudió a sus amigos de promoción, le envió a cada uno una carta contándoles los
pormenores del caso, esperando le pudieran ayudar. Al cabo de un mes recibió
respuesta del doctor del Centro de Salud de la Isla de Coche. Se intercambiaron
cartas nuevamente y decidieron entre los dos llevar al joven a la pequeña Isla.
Pensaban que allí podía recuperarse ya que era un sitio más tranquilo, donde lo
podían apartar de todo lo conocido. Era posible que tantos recuerdos los echara
a un lado y lograra algo de calma.
La mamá y el paciente se fueron en
un bote a la pequeña isla, llevaban una maleta de cuero con tan sólo unas mudas
de ropa, ya que tenían la esperanza de la pronta recuperación del muchacho. El
doctor de la medicatura en la isla interesado en el caso los estaba esperando
en el muelle. Los acompañó en el carro de un compadre hasta el poblado de La
Uva. Habló con otro compadre que tenía una habitación anexa a su casa con todo
lo necesario para que viviera allí el joven hasta que se recuperara.
El joven llegó a la habitación cumpliendo
las indicaciones del médico: los ojos bien tapados al igual que sus oídos y la
cabeza toda cubierta con una bolsa de tela negra; allí el médico lo despojó de
los supresores de sentido para que el chico fuese abriendo poco a poco los ojos.
Quedaron instalados y la madre temerosa siguiendo las instrucciones al pie de la
letra no lo dejaba salir del cuarto. Allí mismo le servía la comida, le ponía
una ponchera para que se limpiara y le cambiaba la bacinilla.
El caserío de La Uva para esa
época, a inicio de los sesenta, contaba con pocos habitantes: había menos de
una docena de casas bordeando la costa y dos rancherías en la playa. Uno de los
habitantes de la pequeña comunidad se enteró de la llegada de los forasteros. Era
un señor de edad, muy conocido en la isla por su característica de ser
aprendido, conocer un sinnúmero de remedios o tratamientos para todo tipo de
enfermedades. Era experto en la cura de fístulas de todo tamaño, aunque
estuviesen ubicadas en los lugares más recónditos del cuerpo. Curaba en un
santiamén puyadas de rayas, bagres, sapos, erizos y anzuelos. Sacaba los pelos
de tunas usando un tratamiento con cera caliente. Era el odontólogo oficial de
la isla y también atendía todos los partos.
Un día el curandero intrigado
decidió ir a visitar al chico memorioso. Ya había conocido a la mamá del chico
en una de las dos bodegas del pueblo, le había comentado que él tenía la cura
para el muchacho y le pidió lo dejara hablar con su hijo. El memorioso estaba
sentado al borde de la cama mirando fijamente un clavo que había en la
calichosa pared; en esa actitud sentía calma en su mente, entraba en una pausa.
Días atrás se atrevió a detallar la marca que había dejado el cuadro que antes
allí colgaba y se desató una tormenta de formas, degradación de colores y
relieves que lo tuvieron mortificado por horas, hasta que retornó a quedarse
fijo en el tachuela.
Cuando hizo entrada el aprendido hombre se sentó a un lado del chico y le pidió en voz baja.
- Continúa viendo el solitario clavo que yo voy a hacer lo mismo.
A medida que transcurría el tiempo ambas personas estaban en una hipnótica y unísona abstracción hacia la herrumbroso metal, el viejo le susurra al oído.
- Mijo la memoria es como los sueños: al despertar nos acordamos de todo lo soñado, al transcurrir el día se van borrando los episodios y ya en la noche sólo nos queda lo más importante del sueño” … Vas a salir lentamente del cuarto y caminar por el pueblo, eso servirá en tu cura.
El muchacho como si estuviera
esperando eso, se levantó rápidamente de la cama y ansioso se dirigió en silencio
hacia la salida con la mirada fija en la puerta. Al abrir la puerta la claridad
del sol lo encegueció momentáneamente, pero siguió caminando. Atravesó la calle
de tierra y se dirigió hasta la orilla de la playa. Se quedó en silencio por un
momento contemplando y absorbiendo en todo su esplendor aquel horizonte entre
el despejado cielo y el tranquilo mar. El viejo miró a la mamá y asintiendo con
la cabeza le confió que él se iba a recuperar.
Antes de salir del cuarto, el anciano le había comentado al memoriado.
- Tú mismo encontrarás la cura en este lugar que desde tiempos remotos se aferró fuertemente a las crines de un perpetuo silencio. Serás absorbido por la vaciedad de las sinuosas y apacibles olas del mar: Te verás arropado sutilmente por el viento que sopla permanente e imperceptible en una sóla dirección. Los habitantes de este pueblo nos regimos ante la rigurosa cronometría del canto de los gallos. Todos hacen el café a la misma hora, también el desayuno. Salen a pescar todos al unísono… Llegará el momento que tu mente ante tanta repetición de los mismos eventos sin cambios se quedará quieta, abultada de información reiterada. No tendrá otra opción que espicharse o deslastrarse de todas las invocaciones innecesarias y tu podrás regresar a la calma.
El joven se asió con fuerza a las
palabras y fortalezas del viejo sabio, se prendió a la esperanza del
tratamiento. Lo cierto es que después de tres meses de estadía en aquel apaciguado
lugar de la isla, el muchacho retornó a su vida en Macanao, donde lo nombraron
“felito el memorioso”.
27-03-2022
Corrector de estilo:
Elizabeth Sánchez
Apenas la electricidad me ha permitido sumergirme en tu cuento , como siempre muy bueno y yo seguiré casi sin esfuerzo desmemoriados como el amigo macanaguero , un abrazo y felicitaciones a la correctora de estilo , Elisa
ResponderEliminar