Por: Humberto Frontado
Había estado lloviendo dos días
corridos y no dejaba de pensar en la idea de que se acortaba el tiempo de
vacaciones y no podía hacer nada. Con mi hermano mayor lo único que se nos
ocurría era jugar a las carreras de botecitos navegando por el rio. Echábamos
una hoja de árbol, una colilla de cigarro, un pedacito de madera cualquier cosa
que flotara en la corriente de agua que pasaba por el frente de la casa de la
abuela, y lo seguíamos con la vista hasta que se perdía en el torrente más
fuerte y lodoso que bajaba del cerro, por los lados de la casa de Tello.
Entretenido en la competencia no
nos dimos cuenta cuando el sol abrupto apartó con sus incandescentes brazos las
impertinentes nubes que lo atosigaban. Salió en pleno mostrando la perfecta
redondez de su iris. Mi hermano y yo nos miramos las caras y una sonrisa iluminó
el portal, más de lo que había hecho la enorme e incandescente esfera.
Desayunamos en carrera y nos fuimos a buscar sorpresas en la orilla de la
playa. Días atrás habíamos encontrado un temblador varado, que creímos ya
muerto; sin saberlo mi hermano lo tocó con el pie descalzo y le dió un
corrientazo que lo hizo caer de fondillo en la arena. El pícaro torpedo se
sacudió y con sinuosos movimientos se metió al agua, nos reímos un rato y la eléctrica
anécdota quedó para nunca olvidar.
Caminamos por la orilla un buen
rato recogiendo caracoles que luego lanzábamos al mar. A la distancia
observamos algunos señores que estaban bajando de un bote de pesca. Nos
acercamos y vimos al señor Pacheco sacando unas enormes mantarrayas y las iba
apilando en la orilla de la playa. Nos miró y nos dijo sonriendo.
- ¡Hey!
…les tengo de regalo varios látigos.
El obsequio se trataba de los
rabos de los chuchos; mientras estaban frescos se podía manipular por su
flexibilidad; ya secos se vuelven rígidos y se pierde la emoción de látigo,
pasan a ser una varilla para puyar locos como decía mi abuela. Mientras
esperábamos que cortaran y nos dieran el obsequio miramos hacia un lado del
bote donde tenían algo muy grande que parecía media pipa cortada a lo largo. Me
acerque a detallar aquella cosa toda llena de limo y hedionda a profundidad
marina, cuando escuche a Pacheco decir.
- Es
un carapacho de una tortuga, fue sacada del fondo por el mandinga, ya tiene
días que la lanzaron al mar. Tiene algo curioso pegado a un lado, parece una
pequeña placa metálica.
Mi hermano y yo nos fuimos
acercando más, metiéndonos hasta la cintura en el agua para poder ver mejor aquel
enorme caparazón, imaginándolo completo nadando majestuoso y tranquilo en el
mar sereno. La voz ronca de Pacheco nos sacó del sueño cuando nos dijo.
- ¿Si
la quieren se la llevan?... yo se las regalo…No quiero llevar más mosca pá la
casa. Tengan cuidado cuando la carguen, debe medir como metro y pico de largo.
Nuevamente nuestras caras se
iluminaron de una alegría inmensa, hasta que se fue degradando paulatinamente,
cuando empezamos a pensar cómo íbamos a llevarnos aquella cosa, todavía llena
de pedazos de carne descompuesta.
Como pudimos volteamos aquella
totuma gigante y con agua de la playa, arena y unas conchas le fuimos quitando
todo el sucio de la superficie. Dos de los pescadores nos ayudaron a ponerla
sobre nuestras cabezas. Lentamente la fuimos llevando, los primeros pasos
fueron algo torpe debido a que la canoa era pesada, al cabo de un rato lo
hacíamos al unísono. Así seguimos un largo trecho hasta que decidimos hacer algunas
escalas antes de llegar a la casa. La primera que se sorprendió por la capota náutica
fue nuestra madre, que desde el tendedero de ropa nos preguntó.
- ¿Dónde
consiguieron eso?
Rápidamente antes de que sacara
absurdas conclusiones y nos regañara, le contamos todos los detalles. Ya
calmada con la aclaración nos preguntó.
- ¿y
que van hacer con eso? ...eso se les va a podrir y va a traer moscas para la
casa.
Les respondimos en coro.
- Pacheco
nos dijo que la pusiéramos en el sol, con bastante sal, para que se secara.
Con la explicación mama se quedó
tranquila y siguió tendiendo la ropa lavada. Nosotros nos avocamos raudos a
componer aquella cóncava estructura ósea. Le echamos suficiente sal, que aquí
en coche hay sin fin, y la colocamos encima de dos viejas vértebras de ballenas
que había en el patio, que hacían las veces de taburete. El inclemente sol hizo
el resto; secó completamente aquel caparazón en pocos días.
Después de comprobar su sequedad
le dimos vuelta y con un trapo húmedo la fuimos limpiando. Al llegar a su pate
frontal tenía una protuberancia formada por caracolitos (percebes). Buscamos un
martillo y un formón y comenzamos a desbastar aquella deformidad en la
simétrica estructura. A primera vista notamos un pedazo rectangular metálico.
Con un cepillo de alambres quedó al descubierto era una cinta de bronce con un
grabado. Haciendo palanca con el formón logramos desprender la pequeña placa y
se la entregamos a nuestro padre.
Terminado el proceso de
acicalado de aquella estructura marina quedó al descubierto todo su esplendor y
colorido; era un color marrón casi verdoso con figuras simétricas parecida a un
rompecabezas. Lo primero que se nos vino a la mente fue introducirnos en ella.
Era espaciosa y cabíamos fácil mi hermano y yo, parecíamos dos marinos dentro
de su nave. En medio del sol jugamos un rato haciendo ver que aquella
estructura cóncava era un pequeño esquife. Con un pedazo de tabla hacíamos la mímica
de que era un canalete y nos desplazábamos por la mar tranquila. Ya teníamos
bastante rato hasta que me quedé absorto mirando fijo hacia donde estaba el
cerro que está en el frente de la casa, llamado el cerro El Faro; es el más
alto de Coche y por eso debe su nombre. Un pensamiento rápido paso por mi
cabeza; me veía deslizándome cerro a bajo con el caparazón de tortuga. Mi
hermano que notó mi ausencia por un instante me preguntó.
- ¿Qué
te pasa que te hablé y no me paraste?
- ¡ah
sí¡… ¿qué pasó? – volví en mí y le contesté preguntando – se me está ocurriendo
una idea fenomenal. ¿Qué te parece si nos subimos al cerro hasta el tope y nos
tiramos cerro abajo? … Sería una emocionante aventura.
A mi hermano se le pusieron los
ojos inmensos con la idea y se volteó a ver el cerro y a imaginarse aquel
violento recorrido. Regreso a la realidad moviendo su cabeza, como una iguana, y
con una pícara sonrisa de oreja a oreja me dijo.
- Y
si lo hacemos mañana mismo.
Le asentí con la cabeza y volteé
a mirar nuevamente la trayectoria, mientras le decía.
- ¡Si
mano!, mañana lo haremos a eso de las diez de la mañana. Llevamos el carapacho
por los lados del cerro Pelón que es menos empinado, y subimos por un lado el
cerro El Faro.
Nos acostamos hablando de
nuestro plan e imaginándonos el desenlace de aquel loco viaje nunca visto. En
la oscuridad se oyó la voz de nuestra madre que decía.
- ¡hey!
…cállense la boca cará y acuéstense…que ya es tarde.
Mi hermano y yo nos levantamos
temprano y el desayuno nos lo comimos en un santiamén. Fuimos al fondo de la
casa y le dimos los últimos toques a la flamante embarcación. Con un trapo
húmedo sacudimos y quitamos el resto de sal reseca.
Ya sobre la hora acordada nos
apresuramos a bajarla y la volteamos para terminar de limpiarla internamente. Le
hice una seña a mi hermano y él, acostumbrado a esos códigos de comunicación
entre hermanos, se dirigió a uno de los lados de aquel pequeño bote. Lo
levantamos por encima de nuestras cabezas y comenzamos a caminar. Esta vez
menos torpes que la vez que lo hicimos desde la playa. Sin embargo, se hizo más
complicado cuando nos tocó pasar entre espinosas retamas, cardones y tunas;
también tuvimos que esquivar piedras y pequeñas zanjas. Poco a poco fuimos
escalando aquel empinado cerro. Nos tomó como una hora hacer el viaje hasta
llegar a la cima.
Desde arriba pudimos contemplar en
pleno a todo Valle Seco. Estábamos tan acostumbrados a esa escena; por lo menos
la veíamos tres veces por semana y hasta más si no había mucho que hacer, que
era la mayoría de las veces. Buscamos el mejor punto de arranque; acordamos
salir desde el comienzo de la quebrada, era un surco labrado por la erosión de
las lluvias. Pensamos que esa vía nos mantendría nivelados y dentro de una guía
hasta el final. Colocamos la tortunave en la hendidura del cerro, me introduje en
ella ocupando la parte delantera, mi hermano con más tamaño se colocó en
posición. Con sus dos manos sobre el borde comenzó a empujar mientras caminaba,
cuando notó que bajaba sola dio un brinco y se metió dando algunos tumbos en el
interior.
Aquel patín marino iba tomando
cada vez más velocidad, con el miedo a flor de piel, nos agarramos fuerte del
aún carrasposo borde. A mitad del cerro, la velocidad era mayor, nos lo decían
las retamas que pasaban raudas por ambos lados de aquel loco proyectil. A
medida que nos acercábamos al final toda la embarcación se estremecía,
moviéndose de lado a lado y dando brincos como una zaranda. A partir de allí
nuestros rostros tomaron una almidonada sardónica expresión, nuestros ojos solo
veían un triste final. De pronto aparece, como brotada de la tierra, una
inmensa e intrépita roca en el medio del surco. La veloz nave impactó violentamente
con aquella hinchada espinilla, parecía como si hubiésemos sido cimbrados por
una gran ola; ese impulso descomunal nos elevó por los aires durante unos
eternos segundos. Vimos los cardones y tunas muy por debajo de nosotros.
Aquellos segundos de ingravidez se interrumpieron cuando volvimos a caer sobre
la guía, ya erosionada como un delta y seguimos desplazándonos hasta detenernos
en una estera de gravillas y piedras de heterogéneos tamaños, a unos cincuenta
metros separados de nuestra casa.
Mis padres que habían visto los
últimos momentos de aquel periplo cerro abajo corrieron a nuestro auxilio.
Alarmados y con las manos en la cabeza mi mama alcanzó a decir.
- ¡Muchachos
ércarajo! …siempre están inventando vainas…ah.
Salimos de aquella nave
intergaláctica, todavía mareados y trastabillando al caminar. Mi hermano y yo
nos intercambiamos una mirada cómplice de satisfacción, contentos de que
habíamos finalizado el viaje sin raspones y abolladuras. Los regaños, los
cocotazos y la jalada de orejas que nos dieron a medida que caminábamos hacia
la casa no fueron suficientes para mermar la alegría que sentíamos por dentro.
Unos días después de aquel insólito viaje volví a ver aquel majestuoso vestido
de carey, guindado del tronco de la mata de uva de playa en la casa de mi
abuela, esperando por más acción.
Venezuela, Cabimas, 19-01-20
Notas:
§ Mi padre viajó un año después a Margarita, Punta de Piedra
y visitó el Centro
Cooperativo de Formación Pesquera INCE-LA SALLE. Allí
dio detalles sobre el caparazón de la tortuga y entregó la placa metálica. Los instructores
responsables informaron que se trataba de una tortuga verde de más de quince
años y provenía de Estados Unidos.
§ ¿PARA QUÉ MARCAR
TORTUGAS MARINAS?
El objetivo principal es identificar
cada tortuga individualmente. El marcado es usado para conseguir información
sobre tendencias poblacionales, residencia en determinado hábitat, patrones de
movimiento (incluyendo movimientos internacionales entre los países).
Los métodos físicos para identificación de
tortugas marinas incluyen marcas únicas o pintadas, tatuajes, marcas o huecos
hechos en el caparazón, marcas externas, chips codificados, marcas “vivas” y
PITs (Transmisores Pasivos Integrados). Tomado de Eckert & Beggs (2006) Marcado de Tortugas Marinas -
Manual de Métodos Recomendados WIDECAST - Informe Técnico No. 2.
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