Por: Humberto Frontado
Llevaba varios días buscando un
mecánico honesto, que no estuviera en la larga lista que tenía de tramposos e
irresponsables. Lo necesitaba para reparar el aire acondicionado de mi carro.
Un amigo me recomendó uno que era de su confianza, me dio la dirección diciendo
que tenía el taller en su casa. Fui al sitio indicado, por cierto, bastante
retirado; de la intercomunal tomé la calle “J” hasta llegar a la esquina del
Cairo en la avenida 32, allí me vi obligado a preguntar a una señora que vendía
pastelito en un pequeño local. Con las indicaciones de la doña continúe por la
“J” hasta su final donde se convierte en calle Leonardo Ruiz Pineda, atravesé
varias avenidas hasta llegar a la 53, en lo que llaman Barrio San José I.
Después de pasar varios callejones sin asfaltar todavía tuve que preguntar par
de veces hasta aterrizar en el sitio indicado.
El taller estaba en el garaje de
una pequeña casa de parcial construcción, tenía el techo de láminas de zinc, la
pared que daba al garaje estaba aún sin frisar. La casa estaba ubicada en el
centro de un gran terreno sin cercas; hacia el fondo se veía un amplio espacio
sembrado con muchas matas de mango en pleno auge de carga. Vi que dos personas
hablaban entre ellas mientras auscultaban un viejo carro que tenía la capota
abierta, al escucharlos asumí por sus acentos que eran uruguayos. Saludé y
pregunté por el encargado. El más viejo de ellos se acercó preguntándome; que se
me ofrecía. Le conté los pormenores del aire acondicionado y, junto a su amigo
y con el carro descapotado, hicieron un diagnóstico previo. Se quedó trabajando
en mi carro el uruguayo joven, mientras que el veterano continúo atendiendo el
otro vehículo.
Me quedé un rato viendo lo que
hacía el muchacho en el automóvil hasta que ya fastidiado decidí caminar un
rato hacia los arboles buscando algo de fresco. Había un sol abrasador, no se
movía ni una sola hoja del aquel pequeño bosque. Los mangos en el suelo atraen
muchos zancudos y jejenes y eso no crea buen ambiente para la distracción, así
que decidí después de un considerado periodo de ociosidad regresar al taller.
Al llegar observé que habían terminado la reparación. Noté que además de los dos
señores estaba presente una dama, que por su actuar presumí era la pareja de
uruguayo mayor.
Pregunté si estaba listo el
vehículo y el dueño del taller asintió con la cabeza indicándome verificara su
funcionamiento. Me subí al vehículo, lo encendí y comprobé que el aire enfriaba
muy bien. Me dirigí entonces ante el propietario y le pregunté cuanto costaba
la reparación. El señor sacó una vieja calculadora toda manchada de grasa y
empezó a teclearla con movimientos algo bruscos hasta obtener un monto que luego
anotó en un pedazo de papel con un pequeño lápiz que tenía detrás de su oreja.
Me entregó aquella arrugada tira con unos números. Al ver la cifra no lograba
entenderla, era una cantidad exagerada y opte por preguntarle suspicaz.
- ¿Éste
monto es en bolívares soberanos o pesos uruguayos, chilenos, argentinos; o guaraníes?
La cifra no la entendía y quería
que me la explicara. Le advertí que si la cuenta estaba en otra moneda
extranjera me la convirtieran a bolívares soberanos. Los dos uruguayos se
echaron a reír sarcásticamente ante mi solicitud; luego el encargado y su
esposa hablaron entre ellos con unas lenguaradas gauchas que finalizaron con
unas risitas que invadieron los linderos de la odiosidad. Me fui ofuscando y continúe
requiriendo, de buena manera, me aclararan la situación. El dueño dejo de
reírse, me miró y me dijo.
-
Usted
tiene un problema de apotema en su hablar y debería evitarlo.
Yo quedé peripatético preguntándome:
¿por qué ese carajo uruguayo me hizo esa observación tan absurda? Peor aún, no me podía concentrar en el
conflicto porque mi mente buscaba inconsciente el significado de la bendita
palabra “apotema”. Deduje a priori que era algo que tenía que ver con alguna
muletilla en mi hablar. De todas maneras, concluí que era una gran payasada de
esas personas ponerse a hablar de correcciones gramaticales mientras
discutíamos sobre el precio de la reparación del carro. Ya molesto y saliendo
de mis cabales agarre al viejo por los hombros y lo llevé hasta la pared. Por
un instante se presentó en mi cabeza la idea de cepillar el rostro de aquel
antipático ser contra aquella rugosa pared sin friso. De inmediato volví en mí
y me di cuenta que me había extralimitado y retrocedí soltando al señor. Moví
la cabeza lamentándome por lo que había hecho, caminé despavorido a la
arboleda.
De frente a uno de los arboles respire
profundo y sostenido hasta que retorne a la cordura, camine un rato más dando
tiempo a que el cuerpo cogiera mínimo. Regresé al lugar del altercado para disculparme
y finalizar la situación. Al llegar de nuevo al sitio me doy cuenta que los
señores no estaban y tampoco mi carro. Miro hacia los alrededores y todo estaba
en calma y silencio, no vi a nadie que pudiera darme información de lo
acontecido. Me acerco a la casa, toco la puerta y comienzo a llamar a ver si alguien
respondía sin ningún éxito.
Presintiendo lo peor decido
hacer algo y rápidamente camine alrededor de la casa dando la vuelta completa. Observé
que había, hacia atrás del terreno, una trilla que lleva a un sitio despejado, con
algunos ranchos de latas ocupados por grupos de mujeres que hablaban entre sí.
Pregunté a una de las mujeres si había visto pasar un carro plateado por ese
camino. Me miró y con descaro volteó su cara sin decirme nada, busqué con la
mirada a ver si alguien me ayudaba y vi a una joven de color que movió la
cabeza indicándome con su mirada hacia una dirección. Corro hacia el sitio y
entro a una especie de callejón de poca luz, compuesto de cubículos abandonados
sin puertas ni ventanas. Era un pasillo central que atravesaba las cuasi
habitaciones, caminé sigilosamente entre aquel laberinto hasta que oí algunos murmullos,
que se silenciaron ante mi presencia; en una de las pocilgas estaba una pareja en
paños menores que trataba de llegar a un acuerdo de precio de algún negocio
entre ellos. Más adelante caminé con cierto disimulo y vi una persona gorda,
sentada en la orilla de la vieja cama, sin camisa y toda sudada, él también me
miró sin alterar su destello perdido.
Continúe la travesía hasta
llegar a una tapia la cual subí apoyado de una media pared; ya encima del muro
observé a unos guardias nacionales que escoltaban a un señor que daba de comer
a una manada de cerdos. Me impresiono la voracidad que mostraban unos puercos de
color rosado ante los desechos que le servía de alimentos. Noté que había un
área cercada donde había tres lechones morados que mostraban ciertos defectos
en sus ojos y orejas, la boca también era más pequeña y las patas delanteras más
cortas. Me parecieron después de detallarlos que presentaban cierta mutación física.
Observé que uno de los guardias me vio y antes de que me llamara la atención le
pregunté por el precio de los porcinos. Ni corto ni perezoso me dijo al
instante: los rosados están a trescientos cincuenta mil el kilo y doscientos
ochenta el kilo del morado. Saludé al soldado y me despedí con un ademán
militar. No quise perder saliva preguntándole a los guardias por los malayos
uruguayos, ya los militares no son de fiar por estos días.
Regresé por el pasillo lo más
rápido que pude sin prestarle mucha atención a los personajes que había visto
rato atrás. Noté que en una de las habitaciones que estaba al final se habían reunido
varios hombres, por los movimientos que hacían me parecía que estaban
consumiendo alguna droga. Regrese al sitio donde habían desaparecido los
señores y mi carrito, aspirando encontrar alguna información que diera con su
paradero, pero todo fue en vano. Seguí caminando un rato hasta encontrarme con
un señor que me pareció guajiro. Le pregunté dónde quedaba por allí una caseta
policial y, señalando hacia un área; me explicó en su dialecto como llegar; en
verdad no le entendí ni una papa, el conjunto de señas que me hizo con sus
manos en verdad fueron más explicitas. Me dirigí hacia el área que me había
señalado el indígena y efectivamente allí estaba un módulo policial. Entré al
local y me dirigí a un policía que estaba sentado detrás a un destartalado
escritorio, había otros tres ocupados en sus celulares. Le conté todos los
detalles de lo sucedido al policía, quien sin ninguna consideración se levantó
de su silla dirigiéndose al resto de sus compañeros y como si fuera un director
de una orquesta levanto la mano mientras todos movían sus cabezas negativamente
exclamando lentamente al unísono.
- ¡Otro
más pa´ los uruguayos!.
Venezuela, Cabimas. 01-03-17
Notas:
Diccionario de la lengua española © 2005
Espasa-Calpe:
apotema
- f. geom. Perpendicular
trazada desde el centro de un polígono regular a uno cualquiera de sus
lados.
- geom. Altura de las caras
triangulares de una pirámide regular.
♦ No confundir con apotegma.
apotegma
- m.
Dicho breve y sentencioso, generalmente proferido o escrito por un
personaje célebre:
el apotegma "caminante no hay camino, se hace camino al andar" lo escribió Antonio Machado.
♦ No confundir con apotema.
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