lunes, 23 de marzo de 2020

LOS MALAYOS URUGUAYOS


Por: Humberto Frontado

     Llevaba varios días buscando un mecánico honesto, que no estuviera en la larga lista que tenía de tramposos e irresponsables. Lo necesitaba para reparar el aire acondicionado de mi carro. Un amigo me recomendó uno que era de su confianza, me dio la dirección diciendo que tenía el taller en su casa. Fui al sitio indicado, por cierto, bastante retirado; de la intercomunal tomé la calle “J” hasta llegar a la esquina del Cairo en la avenida 32, allí me vi obligado a preguntar a una señora que vendía pastelito en un pequeño local. Con las indicaciones de la doña continúe por la “J” hasta su final donde se convierte en calle Leonardo Ruiz Pineda, atravesé varias avenidas hasta llegar a la 53, en lo que llaman Barrio San José I. Después de pasar varios callejones sin asfaltar todavía tuve que preguntar par de veces hasta aterrizar en el sitio indicado.
     El taller estaba en el garaje de una pequeña casa de parcial construcción, tenía el techo de láminas de zinc, la pared que daba al garaje estaba aún sin frisar. La casa estaba ubicada en el centro de un gran terreno sin cercas; hacia el fondo se veía un amplio espacio sembrado con muchas matas de mango en pleno auge de carga. Vi que dos personas hablaban entre ellas mientras auscultaban un viejo carro que tenía la capota abierta, al escucharlos asumí por sus acentos que eran uruguayos. Saludé y pregunté por el encargado. El más viejo de ellos se acercó preguntándome; que se me ofrecía. Le conté los pormenores del aire acondicionado y, junto a su amigo y con el carro descapotado, hicieron un diagnóstico previo. Se quedó trabajando en mi carro el uruguayo joven, mientras que el veterano continúo atendiendo el otro vehículo.
      Me quedé un rato viendo lo que hacía el muchacho en el automóvil hasta que ya fastidiado decidí caminar un rato hacia los arboles buscando algo de fresco. Había un sol abrasador, no se movía ni una sola hoja del aquel pequeño bosque. Los mangos en el suelo atraen muchos zancudos y jejenes y eso no crea buen ambiente para la distracción, así que decidí después de un considerado periodo de ociosidad regresar al taller. Al llegar observé que habían terminado la reparación. Noté que además de los dos señores estaba presente una dama, que por su actuar presumí era la pareja de uruguayo mayor.
     Pregunté si estaba listo el vehículo y el dueño del taller asintió con la cabeza indicándome verificara su funcionamiento. Me subí al vehículo, lo encendí y comprobé que el aire enfriaba muy bien. Me dirigí entonces ante el propietario y le pregunté cuanto costaba la reparación. El señor sacó una vieja calculadora toda manchada de grasa y empezó a teclearla con movimientos algo bruscos hasta obtener un monto que luego anotó en un pedazo de papel con un pequeño lápiz que tenía detrás de su oreja. Me entregó aquella arrugada tira con unos números. Al ver la cifra no lograba entenderla, era una cantidad exagerada y opte por preguntarle suspicaz.
     - ¿Éste monto es en bolívares soberanos o pesos uruguayos, chilenos, argentinos; o guaraníes?
     La cifra no la entendía y quería que me la explicara. Le advertí que si la cuenta estaba en otra moneda extranjera me la convirtieran a bolívares soberanos. Los dos uruguayos se echaron a reír sarcásticamente ante mi solicitud; luego el encargado y su esposa hablaron entre ellos con unas lenguaradas gauchas que finalizaron con unas risitas que invadieron los linderos de la odiosidad. Me fui ofuscando y continúe requiriendo, de buena manera, me aclararan la situación. El dueño dejo de reírse, me miró y me dijo.
-         Usted tiene un problema de apotema en su hablar y debería evitarlo.
     Yo quedé peripatético preguntándome: ¿por qué ese carajo uruguayo me hizo esa observación tan absurda?  Peor aún, no me podía concentrar en el conflicto porque mi mente buscaba inconsciente el significado de la bendita palabra “apotema”. Deduje a priori que era algo que tenía que ver con alguna muletilla en mi hablar. De todas maneras, concluí que era una gran payasada de esas personas ponerse a hablar de correcciones gramaticales mientras discutíamos sobre el precio de la reparación del carro. Ya molesto y saliendo de mis cabales agarre al viejo por los hombros y lo llevé hasta la pared. Por un instante se presentó en mi cabeza la idea de cepillar el rostro de aquel antipático ser contra aquella rugosa pared sin friso. De inmediato volví en mí y me di cuenta que me había extralimitado y retrocedí soltando al señor. Moví la cabeza lamentándome por lo que había hecho, caminé despavorido a la arboleda.
     De frente a uno de los arboles respire profundo y sostenido hasta que retorne a la cordura, camine un rato más dando tiempo a que el cuerpo cogiera mínimo. Regresé al lugar del altercado para disculparme y finalizar la situación. Al llegar de nuevo al sitio me doy cuenta que los señores no estaban y tampoco mi carro. Miro hacia los alrededores y todo estaba en calma y silencio, no vi a nadie que pudiera darme información de lo acontecido. Me acerco a la casa, toco la puerta y comienzo a llamar a ver si alguien respondía sin ningún éxito.
     Presintiendo lo peor decido hacer algo y rápidamente camine alrededor de la casa dando la vuelta completa. Observé que había, hacia atrás del terreno, una trilla que lleva a un sitio despejado, con algunos ranchos de latas ocupados por grupos de mujeres que hablaban entre sí. Pregunté a una de las mujeres si había visto pasar un carro plateado por ese camino. Me miró y con descaro volteó su cara sin decirme nada, busqué con la mirada a ver si alguien me ayudaba y vi a una joven de color que movió la cabeza indicándome con su mirada hacia una dirección. Corro hacia el sitio y entro a una especie de callejón de poca luz, compuesto de cubículos abandonados sin puertas ni ventanas. Era un pasillo central que atravesaba las cuasi habitaciones, caminé sigilosamente entre aquel laberinto hasta que oí algunos murmullos, que se silenciaron ante mi presencia; en una de las pocilgas estaba una pareja en paños menores que trataba de llegar a un acuerdo de precio de algún negocio entre ellos. Más adelante caminé con cierto disimulo y vi una persona gorda, sentada en la orilla de la vieja cama, sin camisa y toda sudada, él también me miró sin alterar su destello perdido.
     Continúe la travesía hasta llegar a una tapia la cual subí apoyado de una media pared; ya encima del muro observé a unos guardias nacionales que escoltaban a un señor que daba de comer a una manada de cerdos. Me impresiono la voracidad que mostraban unos puercos de color rosado ante los desechos que le servía de alimentos. Noté que había un área cercada donde había tres lechones morados que mostraban ciertos defectos en sus ojos y orejas, la boca también era más pequeña y las patas delanteras más cortas. Me parecieron después de detallarlos que presentaban cierta mutación física. Observé que uno de los guardias me vio y antes de que me llamara la atención le pregunté por el precio de los porcinos. Ni corto ni perezoso me dijo al instante: los rosados están a trescientos cincuenta mil el kilo y doscientos ochenta el kilo del morado. Saludé al soldado y me despedí con un ademán militar. No quise perder saliva preguntándole a los guardias por los malayos uruguayos, ya los militares no son de fiar por estos días.
     Regresé por el pasillo lo más rápido que pude sin prestarle mucha atención a los personajes que había visto rato atrás. Noté que en una de las habitaciones que estaba al final se habían reunido varios hombres, por los movimientos que hacían me parecía que estaban consumiendo alguna droga. Regrese al sitio donde habían desaparecido los señores y mi carrito, aspirando encontrar alguna información que diera con su paradero, pero todo fue en vano. Seguí caminando un rato hasta encontrarme con un señor que me pareció guajiro. Le pregunté dónde quedaba por allí una caseta policial y, señalando hacia un área; me explicó en su dialecto como llegar; en verdad no le entendí ni una papa, el conjunto de señas que me hizo con sus manos en verdad fueron más explicitas. Me dirigí hacia el área que me había señalado el indígena y efectivamente allí estaba un módulo policial. Entré al local y me dirigí a un policía que estaba sentado detrás a un destartalado escritorio, había otros tres ocupados en sus celulares. Le conté todos los detalles de lo sucedido al policía, quien sin ninguna consideración se levantó de su silla dirigiéndose al resto de sus compañeros y como si fuera un director de una orquesta levanto la mano mientras todos movían sus cabezas negativamente exclamando lentamente al unísono.
     - ¡Otro más pa´ los uruguayos!.
 
Venezuela, Cabimas. 01-03-17
Notas:
Diccionario de la lengua española © 2005 Espasa-Calpe:

apotema
  1. f. geom. Perpendicular trazada desde el centro de un polígono regular a uno cualquiera de sus lados.
  2. geom. Altura de las caras triangulares de una pirámide regular.
    ♦ No confundir con 
    apotegma.
apotegma
  1. m. Dicho breve y sentencioso, generalmente proferido o escrito por un personaje célebre:
    el apotegma "caminante no hay camino, se hace camino al andar" lo escribió Antonio Machado.
    ♦ No confundir con 
    apotema.

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