Por: Humberto Frontado
Una
mañana de aquellos sábados de vacaciones con un sol que se asomaba parsimonioso
ofreciendo con pedantería todo su esplendoroso y agudo cuerpo, daba inicio al desfile
de la bandada de pájaros que iban desesperados del este al oeste no sé a qué.
La malcriada y consentida mata de jazmín premiaba a su cuidadora perfumando sutilmente
todo el entorno. Las amas de casa salían al unísono a barrer los porches y a
ponerse a tono con los chismes del día anterior del vecindario. Ese era un
típico amanecer vacacional en uno de los campos petroleros de Lagunillas,
exento de un levantar temprano a preparar desayuno para los que se iban a la
escuela.
A eso
de las nueve con el sol mostrando de lleno su musculatura, se oía el chiflido
en código especial llamando a la manada, íbamos llegando uno a uno los
convocados, juntándonos como de costumbre en el poste del alumbrado. Con los escuálidos
aperos de juego, antaños guantes heredados algunos ya de tercera generación,
desgastados, remendados y hediondos a rancios sudores apilados. Un medio bate negro
de madera número treinta y tres que parecía más bien el trajinado pilón de
“trucutrú”. La pelota otrora una presuntuosa “spalding”, ahora desnuda de su afamada
epidermis mostraba su hilvanada entraña.
Llevábamos
entre los materiales de primeros auxilios un rollo negro de teipe “cobra” de los buenos, para cubrir la
pelota, este recubrimiento se reparaba a veces a medida que se jugaba. Después
de tanto palo a veces alguien bateaba un fuerte “rolin” y la cinta se iba
desprendiendo a medida que rodaba haciendo un desgarrador ruido, decíamos a
coro ¡agárrala por el rabo!
Reunidos en el sitio acordado calentábamos mientras esperábamos a los
retrasados. Partíamos caminando y tirando la pelota hasta llegar a la cerca de ciclón
rasgada que daba paso a la cancha de futbol del Instituto Escuela de Lagunillas.
No había que escoger los dos equipos ya que estaban seleccionados desde hace
tiempo; eran de esos “team” de eterna rebeldía como Caracas y Magallanes y
estaban liderados por dos hermanos también sempiternos contrincantes. Ellos
eran los pícheres, cuartos bates, mánagers y “novios de la madrina”.
Cada
uno como pícher tenía su “stock” particular de rectas y curvas para dominar al
contrario, solo que en este caso no se contaba con cácher per se ya que se carecía
de los utensilios para él; sin embargo, era sustituido por el cácher “arrastao”,
que se colocaba parado atrás del bateador tomando el lanzamiento de piconazo, este
podía ser del mismo equipo o del contrario si no había suficientes jugadores.
En esa
época la Liga Doble “A” de Béisbol estaba en pleno apogeo y era normal ver en
el Estadio 5 de Julio uno de esos juegos donde se discutía entre los equipos
regionales el derecho de representar al estado Zulia para los Juegos
Nacionales. Veíamos y escuchábamos hablar de algunas promesas del béisbol y
nuestro sueño era llegar allí. Muy cerca de nosotros en nuestra calle estaba
una de esas luminarias, era William González, un muchacho zurdo que destacó
como pícher en esa liga.
En una
oportunidad, esta vez en vacaciones de carnaval, estaba como loco buscando el
momento para lanzar una vejiga con agua, ya que estaban a punto de reventarse
porque tenía mucho tiempo en mis manos. El montículo de lanzamiento del cual
disponía era el techo de la casa. Agazapado esperaba el instante propicio de
que algún iluso se atravesara en el camino.
Aburrido
me tiré sobre el inclinado asbesto para esperar pacientemente, consciente de
que se aproximaba el ocaso. Escuché que venía alguien caminando por la calle,
era una vecina con su hermanito agarrado de la mano. Rápidamente tomé posición
buscando un buen ángulo de tiro y que no me vieran. Lancé la vejiga tomando en
cuenta la distancia, sin apretarla mucho, para que no se explotara en mi mano, en
un ángulo de inicio que obligara a que siguiera una suave parábola. La
condenada vesícula plástica se salió de la trayectoria con tan mala suerte que
fue a estallar lastimosamente en el medio del pecho del niño, dejándolo sin
respiración. Comenzaron a buscar de donde había salido aquel acuoso y nocivo
proyectil. Bajé como una saeta deslizándome como un experto bombero por el tubo
de la antena de televisión, me metí a la casa y rápido me acosté. Sentí al rato
que llegó la agredida vecina a la casa llamando a mi mamá y acusando a mi
hermano menor de que había sido él, porque lo habían visto tirando vejigas
desde los techos de las casas. Mi mamá rechazó la acusación explicando que al
que acusaban estaba de vacaciones en la Isla de Coche. Desde el cuarto
escuchaba la conversación, salí bostezando haciendo ver que estaba durmiendo
por si se antojaban de mí. Se retiraron sin hallar al escurridizo
“francoaguador”.
El
techo de la casa era una atalaya de frecuente estadía para todos los varones de
la casa, nos subíamos rápidamente por el batitubo de la antena y apoyándonos de
la pared. Cuando caía la tarde era costumbre subir al techo y hacer una
panorámica del vecindario, desde allí saludábamos o chiflábamos a los amigos
que pasaban por la famosa calle “Broadway” de Puerto Nuevo.
En una
de esas incursiones en la torre de avistamiento me percato que mi hermana menor
estaba en el fondo de la casa encaramada en la cerca lateral, meciéndose y
doblando la malla de ciclón. Le grité varias veces pidiéndole que se bajara,
diciéndole que se iba a hacer daño. No hacía caso y seguía columpiándose en la arqueada
baranda, le hice una segunda advertencia sin resultado. Molesto miré alrededor
buscando algo para lanzarle que pudiera asustarla y encontré un pedazo de
concha de coco, lo tomé y sin mediar se lo lancé. Vi como aquella cuenca marrón
oscuro, todavía con algunos pelos, avanzaba en cámara lenta dando círculos y
trazando una cuasi “slider” hasta chocar en el arco superior del ojo izquierdo
de mi hermanita. Se oyó un alarido que retumbó en todo el campo, mis padres
salieron de la casa para ver qué había sucedido y tomaron a la niña con la cara
ensangrentada, la revisaron y tenía una pequeña cortadura. Me llamaron a hacer
acto de presencia en el paredón, bajé por el tubo tan lento que parecía que venía
flotando ingrávido. Ya en el suelo me agarraron por el cogote y me dieron con
una tabla que fue arrancada de cuajo de una formaleta de pino, el estantillo tenía impreso en relieve “Hecho
en China”, ese mismo logo, pero al reverso permaneció copiado en mi lomo
durante varios días.
No habíamos hecho
nada para alcanzar la gloria del amigo William, mucho menos la de Sandy Koufax
de los Dodgers de los Ángeles o Juan Marichal de los Gigantes de San Francisco,
destacados pícheres de la década de los 60 y 70`s en las mayores. Para no
sentirnos mal nos dábamos consuelo diciéndonos que se nos había dañado el brazo
de tanto lanzar con pelota de goma.
Una última acción que
terminó de frustrar mi anhelado sueño de lanzador fue cuando un domingo en la
tarde después de haber caído un buen chaparrón de agua, salimos mi hermano mayor
y yo a recorrer los charcos y pozas que había dejado aquel diluvio. Era
tradición tirar piedras a los espejos líquidos para verlos salpicar, así
estuvimos varios minutos hasta que nos acercamos a una gran zanja expuesta hecha
días atrás para colocar la cloaca, era un gran surco recto que atravesaba toda
la manzana. Aquello fue un gran descubrimiento ya que podíamos salpicar con más
potencia, con esa cantidad de agua la altura del charco estaba en proporción
del tamaño de la piedra a lanzar, tuvimos un buen rato levantando grandes
columnas de charco hasta que a mi hermano se le ocurrió una brillante idea.
Agarró una gran rama que había caído de una
mata de clemón e inventó el juego de cubrirse con ella para no ser chispeado
mientras yo lanzaba piedras a la zanja. Los guijarros no hacían mella a aquella
escafandra de hojas que se zarandeaba rápidamente a lo largo del acuoso canal.
Mi hermano se reía y se burlaba de mi poca fuerza para hacer levantar el agua y
mojarlo. Busqué de lado a lado y vi una gran piedra de rio, hermosa guaratara,
la agarré pensando que con esa roca lograría elevar una buena ola que lo iba a empapar
de pies a cabeza. Ya el líquido en toda el área había formado una capa de
resbaloso barro. Tomé el inmenso peñasco y cual pícher me cuadré y lo lancé de costado
tipo chaflán, con la mala suerte que la roca no cayó dentro del casi medio
metro de abertura que tenía el surco, sino que golpeo delante, en el resbaladizo suelo, rebotando y
saliendo como un proyectil hacia aquella esquiva y encharcada paraguas vegetal.
Se oyó un ruido de golpe seco y a continuación un quejido seguido de la
expresión ¡coño! pero con un dejo de dolor. La rama bajó lentamente dejando
visible la cara de mi hermano con su mano tapando su boca ensangrentada. Dejó
caer la rama y mirando su mano derecha vió sus dos medios dientes, solo atinó a
decir.
- ¡coño!
… me rompiste los dientes.
Mi
hermano salió corriendo hacia la casa llorando con sus pedazos de caninos en la
mano, yo quedé patidifuso sin saber qué hacer. Mientras pensaba en lo peor
caminé hacia la casa sin saber qué decir, quise huir o subir por la antena
hacia la azotea de la casa y no pude, las piernas me temblaban y me quedé
agachado, llorando y gimiendo, agarrado al pie de aquel frio tubo. Desde allí
lograba escuchar los gritos y lloros de mi madre mientras limpiaba la herida en
mi hermano. Mi padre preguntaba con insistencia sobre qué había pasado y quién
había sido el culpable. Al rato de estar llorando escuché unos pasos conocidos
de memoria que venían hacia mí y se detuvieron, levanté la mirada y allí estaba
mi padre, me extrañó que no tenía la correa desenfundada y en sus manos; me
preguntó ásperamente qué había pasado y le contesté entre balbuceos, gemidos y
lloriqueos sin que se entendiera nada, mi papa me pidió que me calmara diciendo.
- Ya,
quédate tranquilo que tu hermano nos dijo que tú no tienes la culpa.
Aquello
parecía extraordinario me quedé llorando un rato más, mezclando los sollozos unos
de dolor por lo que le había hecho a mi hermano y otras de alegría por haberme
salvado ese día de una pela mayúscula.
Así
seguimos por años prestos y sin falta al llamado del fin de semana para ir a
jugar pelota. Ya las ansias de llegar a ser un gran pícher se fueron esfumando
entre estudios y fiestas, había otras cosas mejores que estar encima en una
lomita lanzando pelotas como loco por unos piches dólares.
Venezuela, Cabimas, 10-07-2020.
Buenos días pariente, saludos.
ResponderEliminarAcabo de gozar mucho con éste cuento de EL PICHER FRUSTRADO.
Leyéndolo además de sentirme dentro del cuento, me reír a carcajadas.
Está muy bien descrito el ambiente, con lenguaje sencillo, perfectamente comprensible y logras atrapar la atención.
Con unos cucuis, cómo debe ser, te recomendaría que agrupes esos cuentos y los públicas.
Elbano Sánchez
ResponderEliminarHumbertico magnífica y muy divertida tu narrativa, esos cuento me acuerdo que lo llegastes a contar acá en la 25 de Cantarell y de igual manera me reí a carcajadas. Como siempre viene la expresión de apoyo y consideración hacia tu madre, porque ustedes al parecer eran terrible!!!
ResponderEliminarEn esa cancha del instituto, tienes material como para escribir una novela,ja ja, saludos
ResponderEliminarPatidifuso te llamaste..jajaja
ResponderEliminarPatidifuso te llamaste..jajaja
ResponderEliminarExcelente muy entretenido
ResponderEliminarMe gustó me dio risa.
ResponderEliminarJajajaja ingrávido. Que bueno.
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