domingo, 2 de agosto de 2020

UN PICHÓN CATÓLICO DE POCA FE


Por: Humberto Frontado


          Cursando el cuarto grado se aparece una tarde la maestra Carmen Rosa interrumpiendo nuestra actividad para participarnos que iba a estar a cargo de las enseñanzas del catecismo para la toma de la Comunión del regimiento de alumnos de la escuela Antonia Esteller. Estableció que a partir de la siguiente semana veríamos catecismo lunes y miércoles, después de las clases de la tarde. Nos quedaríamos una hora mas, eso sería durante un mes y culminaría con un examen como si fuera materia electiva obligatoria.
        Durante ese mes estuvimos sometidos en cuerpo y alma a las instrucciones espirituales de la maestra “Cabra loca”, como la llamábamos cariñosamente. Ella fue nuestra maestra de educación física cuando cursábamos segundo grado, se movía y brincaba para todos lados durante nuestro entrenamiento, se entregaba con pasión y devoción exacerbada en su enseñanza, por eso todos le correspondíamos queriéndola mucho.
         A medida que avanzábamos en las clases de catecismo aprendimos de memoria, cantaito como si fuera la tabla de multiplicar, el Padre Nuestro, el Credo, el Ave María y otras que no recuerdo. Cumplido el programa catequético se convocó el acto de toma de comunión para el último viernes en la tarde del segundo mes, antes del examen final.
           Apareció una lista a última hora que hizo correr a todas las madres, era la de los utensilios que había que tener para el día del acto: una vela blanca como de medio metro, una camisa blanca manga larga, un pantalón negro de Casimir, una hallaquita negra, zapatos negros si era Kolfan mejor y una correa negra de cuero. Llegó el día anunciado, nos dieron la tarde para vestirnos e ir a la iglesia bajo la supervisión de nuestras madres; a mí no me gustó la correa plástica que habían comprado, la consiguió en rebaja, todavía la odio cuando la veo en la foto que me tomaron.
          Salimos de la casa mi madre y yo, papa no pudo acompañarnos pues estaba en el trabajo, tomamos un carrito porpuestos y nos dirigimos primero a la frontera de Lagunillas a Foto Vásquez para la fotografía oficial obligada. En cualquier casa que visitara se veía la bendita copia de foto en blanco y negro, con la misma polvorienta alfombra roja y la cortina verde, donde solo cambiaban las caras; en la mía se añadía la bendita correa con rayas verde.
          En la iglesia Santa Rosa de Lima nos dijeron que teníamos que ir al confesionario con el cura a declarar los pecados consumados. Creí que con todo el rebulicio que teníamos en la iglesia corriendo por todas partes se habían olvidado del asunto de las confesiones. Pero una ensordecedora e intensa campanilla puso fin al escándalo. El cura con una vestimenta de impecable blanco lanzo al aire una recia expresión en latín.
            - ¡Dominus vebiscum! (el señor esté con nosotros).
          Se hizo un silencio tan profundo debajo de la impecable cúpula que permitió escuchar con claridad las instrucciones del viejo párroco. Nos mandaron a hacer dos filas una para las hembras y otra de varones. A medida que avanzábamos observé que los muchachos iban entrando en un pequeño cubículo y cerraban una cortina, permanecían dentro uno o dos minutos y luego se iban a su puesto, se arrodillaban y bajaban la cabeza.
           Me preparé buscando confesar los pecados bajándole intensidad para que al contarlo fuese menos el castigo, pero a la vez pensaba que me podía salir el tiro por la culata porque el omnipotente podía comentarle al cura que la confesión estaba falla de veracidad y podía ser peor. En ese último momento ya para entrar se me nubló la vista y el cura tuvo que llamarme dos veces para entrar al paredón. El clérigo me preguntó el nombre y luego me emplazó a que le confesara todos mis pecados, no pude contenerme y casi llorando le dije.
         -  Padre he cometido muchos pecados… no le hago mucho caso a mi madre y a algunas veces le miento. Me peleo todo el tiempo con mi hermano porque siempre me busca pleito. En dos oportunidades, escondido de mis padres, he probado ron de la garrafa con poncigué de mi papa. Cuando salgo de la escuela para la casa paso recogiendo una honda que tengo escondida en un lugar secreto en las casas de soltero de Rancho Grande, me pongo a cazar machorros. Cuando los atrapo les tapuso por la boca tabaco que tomo de los chicotes de cigarro, para verlos correr mareados y dando tumbos. Hace días hice algo muy malo, tomé un machorro aún vivo y le corte la barriga con una hojilla Gillette y le saque las tripas y después lo cosí. Una vez….
          -  Esta mal, está muy mal lo que has hecho – se escuchó la voz seria del párroco, interrumpiendo mi relato y dando por concluida la recepción de culpas -  veamos, ve a tu puesto y te persignas tres veces y rezas dos padres nuestros, un ave María y un credo y pórtate bien, haz caso a tu madre.
          Me quedé absorto buscando ver entre la rejilla metálica el rostro de aquel justo y misericordioso ser que me había absuelto y limpiado de toda aquella maldad.
          Cuando salí del cuadrilátero sacro me sentí flotar, había descargado en aquel sitio todo aquel peso pecaminoso de mi negra mochila. En cada paso que daba me persignaba hasta llegar a mi sitio, lo encomendado por el cura lo canté de corrido en un santiamén, hasta recé un Ave María de ñapa. Por un momento la memoria se aferró a un pensamiento: pude haber perdido una oreja o uno de los dedos de mi mano inútil, haber quedado caminando errante por los siglos de los siglos por el tenebroso sendero del fuego eterno, pero todo resulto tan fácil, fue una materia vista que pasé eximido.
          Continuamos con el programa, asistimos a la eucaristía. El cuerpo de cristo lo comí con gusto por el hambre que tenía, de la sangre de cristo no me dieron a probar, será porque el cura consideró que ya había tomado la bilis de cristo con poncigué.
           Esa noche dormí inquieto preguntándome si había hecho bien en haber aceptado que el cura interrumpiera mi confesión aun cuando quedaban algunas cosas por contar. Me tranquilizó pensar que posiblemente habría otras oportunidades para deslastrar y confesar esos pecados que quedaron pendientes como, por ejemplo, el haber celebrado con mucho entusiasmo cuando se quemó la imagen de “La Virgen del Perpetuo Socorro” que tenía mi madre. Nosotros la llamábamos la virgen acusadora ya que mi mamá la utilizaba como el inquisidor detective que descubría ipso facto quién había perpetrado una fechoría. Cuando en la casa aparecía una taza rota, un plato partido o que alguien se había comido algo de la nevera, así como otras tantas inocentes fechorías nos convocaban a todos al baño principal, donde estaba el altar de la Inquisidora Virgen; frente a ella nos preguntaba.
          -  Bueno muchachos, como nadie quiere confesar la verdad vamos a pedirle a la virgencita nos indique con su mirada quién de ustedes es el responsable.
          Antes de que la virgen se pusiera a buscar con su acuciante mirada y nos siquitrillara salía de la nada la confesión del culpable, mamá se vanagloriaba de lo infalible del método.
          Una fatídica mañana la vela que alumbraba la imagen justiciera se derritió antes de lo previsto y quemó la tabla del altarcito donde se apoyaba. Las llamas alcanzaron la vieja estampa achicharrando parte del cuerpo de la virgen y la mitad izquierda de su rostro. Cuando nos enteramos en la mañana de la desgracia todos nosotros nos alegramos y celebramos en silencio la lamentable tragedia, ya la bendita virgencita no nos iba a acusar más. La felicidad duró poco, la alcahueta virgen aún con un solo ojo siguió su perpetua misión acusadora apoyando a mi madre.
           Unos cuantos años después de estos pasajes pecaminosos me encontré con un curioso libro, tanto por su contenido como por su impúdico título: “La Puta de Babilonia” (2007) del colombiano Fernando Vallejos. Mientras lo leía encontré un capítulo que me retrotrajo a aquella vieja e inocente vivencia de mi comunión con la confesión de mis pecados y las indulgentes oraciones. Había una lista sobre la “Venta de Indulgencia”, basada en la convicción de que Cristo, la Virgen y los Santos habían ganado un excedente de méritos durante sus vidas, la iglesia consideraba que podía administrar esta acción en la tierra para bien de los pecadores, quienes podían pagar indulgencias evitando así un largo peregrinar en el purgatorio.
          Este listado apareció durante el pontificado de Giovanni de Medicis, Leon X (1513 – 1521). La tímida historia señala estos momentos como uno de los más sobresalientes de la corrupción humana. Lista de indulgencia (Taxa Camarae) para diversos pecados con sus correspondientes tarifas. Cualquier persona que incurría en un desliz pecaminoso sería absuelto mediante un módico pago en monedas según la lista (libras o salarios). No había ningún delito, ni el más horrendo, que no pudiera ser perdonado solo con pagar. El amplio cielo estaba democráticamente abierto para todos; hombres y mujeres, clérigos y laicos. No importaba si han violado a niños o adultos, asesinado a una o más personas, estafado o robado; bastaba con pagar la multa. En esa época la venta de indulgencias logró redimir más animas que San Pedro con sus prédicas.

Venezuela, Cabimas, 01-08-2020.


3 comentarios:

  1. Compa, como dice el dicho: Qué Dios nos agarre confesaos

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  2. Época conocida como el oscurantismo de la iglesia católica, donde la fe fue sustituida por las indulgencias. Negando así que la salvación es por fe y no por obras o por acciones

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