Por: Humberto Frontado
Cursando
el cuarto grado se aparece una tarde la maestra Carmen Rosa interrumpiendo nuestra
actividad para participarnos que iba a estar a cargo de las enseñanzas del catecismo
para la toma de la Comunión del regimiento de alumnos de la escuela Antonia
Esteller. Estableció que a partir de la siguiente semana veríamos catecismo
lunes y miércoles, después de las clases de la tarde. Nos quedaríamos una hora
mas, eso sería durante un mes y culminaría con un examen como si fuera materia
electiva obligatoria.
Durante
ese mes estuvimos sometidos en cuerpo y alma a las instrucciones espirituales
de la maestra “Cabra loca”, como la llamábamos cariñosamente. Ella fue nuestra
maestra de educación física cuando cursábamos segundo grado, se movía y brincaba
para todos lados durante nuestro entrenamiento, se entregaba con pasión y devoción
exacerbada en su enseñanza, por eso todos le correspondíamos queriéndola mucho.
A
medida que avanzábamos en las clases de catecismo aprendimos de memoria, cantaito
como si fuera la tabla de multiplicar, el Padre Nuestro, el Credo, el Ave María
y otras que no recuerdo. Cumplido el programa catequético se convocó el acto de
toma de comunión para el último viernes en la tarde del segundo mes, antes del
examen final.
Apareció
una lista a última hora que hizo correr a todas las madres, era la de los
utensilios que había que tener para el día del acto: una vela blanca como de
medio metro, una camisa blanca manga larga, un pantalón negro de Casimir, una
hallaquita negra, zapatos negros si era Kolfan mejor y una correa negra de
cuero. Llegó el día anunciado, nos dieron la tarde para vestirnos e ir a la
iglesia bajo la supervisión de nuestras madres; a mí no me gustó la correa plástica
que habían comprado, la consiguió en rebaja, todavía la odio cuando la veo en
la foto que me tomaron.
Salimos
de la casa mi madre y yo, papa no pudo acompañarnos pues estaba en el trabajo, tomamos
un carrito porpuestos y nos dirigimos primero a la frontera de Lagunillas a Foto
Vásquez para la fotografía oficial obligada. En cualquier casa que visitara se
veía la bendita copia de foto en blanco y negro, con la misma polvorienta
alfombra roja y la cortina verde, donde solo cambiaban las caras; en la mía se añadía
la bendita correa con rayas verde.
En la
iglesia Santa Rosa de Lima nos dijeron que teníamos que ir al confesionario con
el cura a declarar los pecados consumados. Creí que con todo el rebulicio que teníamos
en la iglesia corriendo por todas partes se habían olvidado del asunto de las
confesiones. Pero una ensordecedora e intensa campanilla puso fin al escándalo.
El cura con una vestimenta de impecable blanco lanzo al aire una recia expresión
en latín.
- ¡Dominus
vebiscum! (el señor esté con nosotros).
Se
hizo un silencio tan profundo debajo de la impecable cúpula que permitió escuchar
con claridad las instrucciones del viejo párroco. Nos mandaron a hacer dos filas
una para las hembras y otra de varones. A medida que avanzábamos observé que
los muchachos iban entrando en un pequeño cubículo y cerraban una cortina, permanecían
dentro uno o dos minutos y luego se iban a su puesto, se arrodillaban y bajaban
la cabeza.
Me preparé buscando confesar los
pecados bajándole intensidad para que al contarlo fuese menos el castigo, pero
a la vez pensaba que me podía salir el tiro por la culata porque el omnipotente
podía comentarle al cura que la confesión estaba falla de veracidad y podía ser
peor. En ese último momento ya para entrar se me nubló la vista y el cura tuvo
que llamarme dos veces para entrar al paredón. El clérigo me preguntó el nombre
y luego me emplazó a que le confesara todos mis pecados, no pude contenerme y
casi llorando le dije.
- Padre
he cometido muchos pecados… no le hago mucho caso a mi madre y a algunas veces
le miento. Me peleo todo el tiempo con mi hermano porque siempre me busca
pleito. En dos oportunidades, escondido de mis padres, he probado ron de la garrafa
con poncigué de mi papa. Cuando salgo de la escuela para la casa paso
recogiendo una honda que tengo escondida en un lugar secreto en las casas de
soltero de Rancho Grande, me pongo a cazar machorros. Cuando los atrapo les
tapuso por la boca tabaco que tomo de los chicotes de cigarro, para verlos
correr mareados y dando tumbos. Hace días hice algo muy malo, tomé un machorro aún
vivo y le corte la barriga con una hojilla Gillette y le saque las tripas y
después lo cosí. Una vez….
- Esta
mal, está muy mal lo que has hecho – se escuchó la voz seria del párroco, interrumpiendo
mi relato y dando por concluida la recepción de culpas - veamos, ve a tu puesto y te persignas tres
veces y rezas dos padres nuestros, un ave María y un credo y pórtate bien, haz
caso a tu madre.
Me quedé
absorto buscando ver entre la rejilla metálica el rostro de aquel justo y
misericordioso ser que me había absuelto y limpiado de toda aquella maldad.
Cuando salí del cuadrilátero sacro me
sentí flotar, había descargado en aquel sitio todo aquel peso pecaminoso de mi
negra mochila. En cada paso que daba me persignaba hasta llegar a mi sitio, lo
encomendado por el cura lo canté de corrido en un santiamén, hasta recé un Ave
María de ñapa. Por un momento la memoria se aferró a un pensamiento: pude haber
perdido una oreja o uno de los dedos de mi mano inútil, haber quedado caminando
errante por los siglos de los siglos por el tenebroso sendero del fuego eterno,
pero todo resulto tan fácil, fue una materia vista que pasé eximido.
Continuamos
con el programa, asistimos a la eucaristía. El cuerpo de cristo lo comí con
gusto por el hambre que tenía, de la sangre de cristo no me dieron a probar,
será porque el cura consideró que ya había tomado la bilis de cristo con poncigué.
Esa
noche dormí inquieto preguntándome si había hecho bien en haber aceptado que el
cura interrumpiera mi confesión aun cuando quedaban algunas cosas por contar.
Me tranquilizó pensar que posiblemente habría otras oportunidades para
deslastrar y confesar esos pecados que quedaron pendientes como, por ejemplo,
el haber celebrado con mucho entusiasmo cuando se quemó la imagen de “La Virgen
del Perpetuo Socorro” que tenía mi madre. Nosotros la llamábamos la virgen
acusadora ya que mi mamá la utilizaba como el inquisidor detective que descubría
ipso facto quién había perpetrado una fechoría. Cuando en la casa aparecía una
taza rota, un plato partido o que alguien se había comido algo de la nevera, así
como otras tantas inocentes fechorías nos convocaban a todos al baño principal,
donde estaba el altar de la Inquisidora Virgen; frente a ella nos preguntaba.
- Bueno
muchachos, como nadie quiere confesar la verdad vamos a pedirle a la virgencita
nos indique con su mirada quién de ustedes es el responsable.
Antes
de que la virgen se pusiera a buscar con su acuciante mirada y nos
siquitrillara salía de la nada la confesión del culpable, mamá se vanagloriaba
de lo infalible del método.
Una
fatídica mañana la vela que alumbraba la imagen justiciera se derritió antes de
lo previsto y quemó la tabla del altarcito donde se apoyaba. Las llamas
alcanzaron la vieja estampa achicharrando parte del cuerpo de la virgen y la
mitad izquierda de su rostro. Cuando nos enteramos en la mañana de la desgracia
todos nosotros nos alegramos y celebramos en silencio la lamentable tragedia,
ya la bendita virgencita no nos iba a acusar más. La felicidad duró poco, la alcahueta
virgen aún con un solo ojo siguió su perpetua misión acusadora apoyando a mi
madre.
Unos cuantos años después de estos
pasajes pecaminosos me encontré con un curioso libro, tanto por su contenido
como por su impúdico título: “La Puta de Babilonia” (2007) del colombiano
Fernando Vallejos. Mientras lo leía encontré un capítulo que me retrotrajo a
aquella vieja e inocente vivencia de mi comunión con la confesión de mis
pecados y las indulgentes oraciones. Había una lista sobre la “Venta de Indulgencia”,
basada en la convicción de que Cristo, la Virgen y los Santos habían ganado un
excedente de méritos durante sus vidas, la iglesia consideraba que podía
administrar esta acción en la tierra para bien de los pecadores, quienes podían
pagar indulgencias evitando así un largo peregrinar en el purgatorio.
Este listado apareció durante el
pontificado de Giovanni de Medicis, Leon X (1513 – 1521). La tímida historia señala
estos momentos como uno de los más sobresalientes de la corrupción humana. Lista
de indulgencia (Taxa Camarae) para diversos pecados con sus correspondientes
tarifas. Cualquier persona que incurría en un desliz pecaminoso sería absuelto
mediante un módico pago en monedas según la lista (libras o salarios). No había
ningún delito, ni el más horrendo, que no pudiera ser perdonado solo con pagar.
El amplio cielo estaba democráticamente abierto para todos; hombres y mujeres, clérigos
y laicos. No importaba si han violado a niños o adultos, asesinado a una o más
personas, estafado o robado; bastaba con pagar la multa. En esa época la venta
de indulgencias logró redimir más animas que San Pedro con sus prédicas.
Venezuela, Cabimas, 01-08-2020.
Compa, como dice el dicho: Qué Dios nos agarre confesaos
ResponderEliminarasi es cumpa...gracias
ResponderEliminarÉpoca conocida como el oscurantismo de la iglesia católica, donde la fe fue sustituida por las indulgencias. Negando así que la salvación es por fe y no por obras o por acciones
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